La triste suerte de los 3.000 náufragos de la Gran Armada de Felipe II
El ensayo ‘Prisioneros de la Armada Invencible’ reconstruye la historia de los 1.500 hombres que fueron asesinados por los ingleses en las playas y cárceles de Irlanda
Cada 23 de septiembre, la playa de Streedagh (condado de Sligo, República de Irlanda) ofrenda un emotivo homenaje a las víctimas del naufragio de tres barcos de la conocida como Armada Invencible. El Lavia, la Juliana y la Santa María de Visión, con más de un millar de tripulantes, se estrellaron ese día de 1588 contra la costa irlandesa en mitad de una gigantesca tormenta que no pudieron orillar. Únicamente sobrevivió un centenar de indefensos y exhaustos marinos, soldados y civiles. Este es solo uno de los 31 aterradores relatos que se esconden tras el fallido intento de Felipe II de desembarcar sus tropas en los dominios de Isabel I de Inglaterra. Pero en contra de lo que pueda aparecer, el Austria no perdió la guerra (1580-1604), sino que consiguió un acuerdo altamente beneficioso para sus intereses en el Tratado de Londres, además de lograr una espectacular victoria en mar y tierra en 1589 ―solo un año después del fallido desembarco― ante la gigantesca flota de 180 naves que Isabel I le envió en respuesta. Ahora el ensayo Los prisioneros de la Armada Invencible (Penguin Random House), de Pedro Luis Chinchilla, recupera la captura de 3.000 náufragos y el cruel asesinato de la mitad de ellos ―incluidos niños entre 11 y 14, que suponían el 2% de la tripulación―, unos hechos en los que se entremezclan actos de enorme heroísmo por ambos bandos, traiciones, avaricia, piedad y crueldad sin límites.
La travesía histórica de la Armada Invencible, la Gran Armada o la Gran y Felicísima Armada ―en su denominación no se ponen de acuerdo los expertos― sigue provocando cuatro siglos después un apasionante debate literario y científico. Usada por los ingleses como arma propagandística contra la Monarquía hispánica cuando esta se había convertido en el gran imperio mundial, su relato está repleto de falsedades. Sin apenas enfrentamiento naval entre ambas flotas ―la mayoría de las naos volvió a España―, sí dejó un reguero de barcos españoles a la deriva ―al menos 31― que se precipitaron, en su intento de retorno a la península Ibérica, contra las costas irlandesas, inglesas, escocesas, francesas y neerlandesas.
Los marinos y soldados que peor suerte sufrieron fueron los que arribaron a Irlanda. El territorio, bajo dominio inglés, se convirtió en una ratonera mortal para los náufragos al ser apresados o asesinados sin piedad en las playas. El autor calcula que se ejecutó a unos 1.100 en la isla porque los ingleses temían que se uniesen a los clanes irlandeses rebeldes. “Los ingleses”, recuerda Chinchilla, “aplicaron la política de aniquilación sistemática de los prisioneros capturados en Irlanda. La reacción de la población autóctona fue de lo más dispar. Desde la protección y ayuda incondicional, hasta saquearlos y robarlos. Pero las tremendas vivencias sufridas por muchos de estos hombres han quedado relegadas a algunos comentarios dentro de los grandes estudios sobre la historia de esta armada, pasando de puntillas sobre hechos tan execrables como las matanzas que se produjeron en las cercanías del castillo de Alliagh, los cientos de náufragos asesinados en la ciudad de Galway u otros tantos que lo fueron en el noreste de la isla”. El lord presidente de Irlanda, Richard Bingham, escribió a la reina: “Los hombres de cuyos navíos perecieron todos en la mar, salvo un total de 1.100 o más, que pasamos a cuchillo”.
Una situación que, en cambio, no se produjo en Inglaterra, donde Isabel I no demostró una especial inquina contra los presos españoles. “Si bien estos sufrieron, en su mayor parte, un durísimo cautiverio en el que recibieron la alimentación mínima para su mera subsistencia, lo cierto es que fueron muy pocos los fallecidos durante su confinamiento”, de tal manera que la monarca llegó a promulgar un indulto para todos aquellos que se entregasen a las autoridades.
En cambio, Escocia, país neutral en el conflicto, “fue la tabla de salvación para muchos náufragos y fugitivos. Jacobo VI hizo todo lo posible para ayudar a los españoles a regresar a su país o dirigirse a Flandes. Su actuación fue determinante para salvación de cientos de marinos y soldados”. La preocupación de Felipe II y el duque de Parma por el rescate se hizo palpable desde el primer momento, ya que movilizaron un gran operativo para buscar presos ingleses en las cárceles españolas que pudieran intercambiarse, y se hizo uso de la vía diplomática, además de la discreta labor de los servicios de espionaje para lograr la liberación de tantos reos como fuera posible. El precio pagado por cada hombre dependía de su rango, desde 270 euros actuales por un soldado o marinero hasta más de un millón por un noble.
El plan ―capturar a Isabel I, promover el alzamiento de los católicos ingleses ayudados con el desembarco de tropas del duque de Alba desde los Países Bajos e instaurar a María Estuardo como reina de Inglaterra― no comenzó bien. Álvaro de Bazán, máximo responsable de la armada y almirante invicto hasta el día de su muerte, falleció por una epidemia de tifus. Le sustituyó el séptimo duque de Medina Sidonia. Una armada heterogénea, pensada como un convoy de transporte de tropas fuertemente escoltado, donde los navíos de guerra se mezclaron con pesadas urcas de transporte y acompañados de decenas de pequeñas embarcaciones de apoyo, intentó el asalto con 127 naves y 36.600 hombres, de ellos 19.000 soldados. La flota ocupaba unos tres kilómetros de ancho con las velas desplegadas. El papa Sixto V bendijo la operación militar.
Pero el 19 de junio, un gran vendaval golpeó la flota y dispersó a los cuatro vientos una treintena de naves con unos 6.000 hombres. “El estado del mar era tal que las olas barrían las cubiertas de las naves e, incluso, llegaron a arrancar todo el corredor del galeón San Cristóbal, mientras la Nuestra Señora del Rosario embestía a la Catalina... No obstante, consiguieron recomponerse y se produjo la batalla de las Gravelinas. Unos 600 españoles fallecieron en el enfrentamiento ―se desconoce los muertos ingleses―, pero no que 60 naves de Isabel I tuvieron que regresar a puerto muy dañadas y ‘con poca gente”. El 26 de agosto, la reina publicó un bando “para que nadie fuese osado en todos mis reinos a decir el éxito de la Armada”. De hecho, la María Juan fue el único barco español hundido en batalla durante la campaña, si bien los galeones San Mateo y San Felipe encallaron y fueron apresados tras mantener duros combates.
Los tripulantes extranjeros apresados de la flota de Felipe II ―de 12 nacionalidades diferentes― fueron liberados con prontitud para evitar más conflictos internacionales, excepto en el caso de los ingleses embarcados en la Gran Armada, que fueron ejecutados inmediatamente, así como la mitad de los españoles. Los que sobrevivieron fueron enviados a cárceles, donde sufrieron “un durísimo cautiverio, en condiciones espantosas, hacinados y con una alimentación que apenas llegaba para mantenerlos con vida, unos 90 céntimos de euro actuales”.
El destino de los tripulantes de la Trinidad Velenzera fue aterrador. Encalló en las costas de Irlanda y su tripulación se rindió con la condición que los dejaran con vida. Entregaron sus armas: 350 mosquetes y decenas de picas. Hechos prisioneros, iniciaron la marcha hacia Dublín. Pero los ingleses separaron a los 30 oficiales de la tropa (400 hombres), que fueron desnudados y robados. A los que se resistieron, directamente se les asesinó. Después, mercenarios irlandeses con arcabuces comenzaron a dispararles y acuchillarles, quitando la vida a unos 300. El arzobispo católico Conchobar O’Duibhennaigh se apiadó de los sobrevivientes e intentó protegerlos. Los ingleses lo detuvieron, arrastraron su cuerpo con un carro, le colgaron de un cadalso y descuartizaron su cuerpo. Sus restos fueron recuperados por los vecinos y enterrados.
Irlanda estaba administrada en 1588 por el inglés Richard Bingham, hombre cruel e implacable, que se vio sobrepasado por el número de náufragos que arribaron a las costas de Galway en septiembre de 1588. Por eso, optó por asesinarlos sistemáticamente, bien en las mismas playas o en la cárcel de Galway, cometiendo una de las mayores atrocidades de la guerra. El 9 de octubre trasladó a los supervivientes al cementerio de Forthill, donde fueron lanceados y arcabuceados unos 220. Fueron enterrados en una fosa común. Tras los hechos, y conmovidas por la magnitud de la desgracia, las mujeres de la ciudad confeccionaron sudarios para que estos hombres fuesen enterrados con un mínimo de dignidad. La fosa común donde fueron sepultados aún se conserva y una placa conmemorativa lo recuerda.
Pero también hubo dirigentes que destacaron por su piedad, como Christopher Carleill (1551-1593), soldado que luchó contra los Tercios y hombre de confianza de Francis Drake en mil batallas. Capturó, como gobernador del Ulster que era en 1588, a 14 náufragos. “El lamentable estado de estos, heridos y enfermos, le sobrecogió, y se comportó como un auténtico caballero. Pero el representante de la reina, FiztWiliam, le ordenó que matara a todos. Carleill le desoyó y, con su propio dinero, alquiló una barca y les dio recursos para que escaparan a Escocia. Pocos oficiales ingleses tuvieron el valor y la humanidad de Carleill”, concluye Chinchilla en este ensayo que recupera la triste suerte de los 3.000 náufragos de Felipe II.
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