La lección magistral de Bob Dylan sobre Elvis
El Premio Nobel de Literatura de 2016 publica ‘Filosofía de la canción moderna’, un libro con más de sesenta ensayos en los que analiza los trabajos de otros músicos. ‘Babelia’ adelanta el capítulo dedicado a ‘Viva Las Vegas’, de Elvis Presley
LA CANCIÓN DEL TAHÚR, DEL JUGADOR: la rueda de la fortuna. Probabilidades altas o bajas, a cara o cruz, la tómbola, las loterías y los dados. La ruleta, el millón, la ciudad enrollada, la ciudad estrellada. Aquí es donde tu personalidad se incendia. Aquí es donde ponderas los riesgos, donde desafías el peligro y acumulas una fortuna, como Rothschild, Hobbs, DuPont, Vanderbilt, y la gastas como si fuera agua, como un marinero borracho. Es la más milagrosa de las ciudades milagro. Vives por encima de tus posibilidades, un lugar deslumbrante. Pones el dinero y subes la apuesta. Derramas dinero, vives a crédito, les dices a todos que puedes pagar. Larga vida a esta ciudad, con sus mujeres que nunca se acaban: las pibas y las damas, chavalas y muñecas, acompañantes, parientas y guardaespaldas. Todo el personal femenino viviendo abiertamente la vida y bailando sobre el filo de la navaja.
No te paras ni un segundo, ni siquiera para respirar. Eres el golfillo, el adorador del diablo, el hombre del saco con un plus de avidez. Larga vida a esta ciudad.
Nunca descansas ni te vas a la piltra. Nada de holgazanear ni apoltronarse, vas a por todas. Si el día tuviera ochenta horas más... Jugar a los dados, cortar la baraja, apostar y darle al trile, visitas al baño algo sospechosas, loto y bingo. Vas pillando dinero y la cosa se pone bien. Barajas las cartas y tocas fondo. Un millón a la basura, has perdido un dineral y ganarás una mina de oro. Tienes el alma de un motor atómico, robusta como un buey, hecha de hierro y fuerte como el acero. Tus nervios son recios y duros como el mármol.
Las Vegas, encrucijada del mundo moderno. Utopía, Jardín del Edén, Tierra de Ensueño. Si la ves una vez, ni que sea a medias, ya no serás el mismo. Basta una ojeada y te transformas, mutas en otra cosa, una materia arcana de sonrisa perpetua, algo rico y extraño. Más madera, hay que salir y darse aires, desentumecer las piernas, cruzar en rojo y frecuentar el cotarro. Disparas veloz como una centella. Temblando como un flan con brío y ganas. Trinando como un grillo y dando vidilla: estás disfrutando como un enano en el infierno del juego. Cantas las alabanzas de la ciudad que amas. La ciudad en que la mañana pasa a ser medianoche y la medianoche mañana, que transforma la madrugada en la aurora. El ocaso es el primer atisbo de una luz deslumbrante —radiación invisible, parpadeo y titileo, brillo y resplandor— que funde el fotómetro. Te cuesta hasta el último centavo, vas perdiendo y se te escurre el último dólar. Estás deshecho y terminas como un mendigo, consumido y arrugado como una pasa: el golpe te ha noqueado. Esta vez vas a ir a por todas, como un bólido, revigorizado y pidiendo a la Dama de la Fortuna que te sople los dados, para asegurarte de que la bolita brinca en tu casilla, que el cálculo de probabilidades está de tu parte. Vas a lanzar como un maestro, darás en el clavo y vencerás al sistema. Quieres acabar en lo más alto y no quieres que termine ya.
EL TEMA DE ESTA CANCIÓN ES LA FE. El tipo de fe necesaria para toparse con una ducha en mitad del desierto y creer firmemente que va a salir agua. O, quizá mejor, el tipo de fe que hace falta cuando estás en el marmóreo recibidor de un hotel opulento con luces de neón mientras te sirven copas gratis infinitas mujeres hermosas con leotardos de lentejuelas que coquetean por la propina en una ciudad deslumbrante repleta de tiendas de empeños y de suicidas y sigues creyendo que vas a ganar. Normal que tu alma se inflame.
Viva Las Vegas también es un anuncio. Sin duda, cuando Elvis grabó este tema de Doc Pomus y Mort Shuman en 1963 y lo sacó en 1964 no sabía que cinco años más tarde, en julio de 1969, el objeto de su vivaz y despreocupada canción de amor iba a convertirse en el escenario de sus actuaciones en vivo y que, a su vez, aquel afamado oasis artificial y nocturno iba a satisfacer vampíricamente sus peores hábitos y pulsiones.
Cierto sector de fans suele vilipendiar al Coronel Tom Parker por derrochar el talento de Elvis en películas cada vez más infames y por mantenerlo prisionero en Las Vegas mediante un contrato-ganga con el Hilton que compensara las deudas de juego contraídas por el mánager con el hotel. Como es bien sabido, la salud y el rendimiento de Elvis se resintieron progresivamente, aunque eso no impidió que la gente desfilara ante él noche tras noche. El espectáculo empezó a parecerse a un número del circo Barnum, que promovía atracciones antaño estelares como mera curiosidad para seguir atrayendo gente a la carpa. En este caso, la curiosidad era Elvis y la carpa Las Vegas. En última instancia, si el público quedaba decepcionado por la desintegración de la estrella, había otros miles de pasatiempos con los que distraerse. Y distraerles el dinero. Lecciones que el Coronel aprendió entre su cuna holandesa y las ferias ambulantes en las que nació de verdad.
Alguien me contó una vez de un curandero cuyos pulcros compinches solían montar guardia en las puertas de sus espectáculos de sanación y ofrecer una silla de ruedas de cortesía a cualquiera que tuviera dificultades para caminar: gente con muletas, con bastón, caminador o una acusada cojera. Les decían que podían acomodarse junto al escenario, donde habían habilitado un espacio para las sillas de ruedas. El curandero salía, veía las sillas y sacaba a escena a alguno de sus usuarios. Le contaba a la multitud que esa persona no necesitaba una silla de ruedas. Claro, él ya lo sabe. Le dice a la persona que se levante y camine. Cuando el interfecto lo hace, la gente vitorea, convencida de haber visto un milagro, sin saber que aquella persona ya era perfectamente capaz de andar. Así es como funciona el timo.
Pero lo interesante es que, si lo comentas con el tipo de la silla de ruedas, él también se lo cree. Estar sobre el escenario con gente que te aclama es una medicina tremenda. Entre la adrenalina, las endorfinas y quién sabe qué más bombeando en el metabolismo de la persona interesada, puede que de verdad no sintiera dolor por primera vez en su vida. Da igual cómo le explicas lo que le acaba de pasar, él también cree que ha participado en un milagro. Y así es como funciona la fe. Y los auténticos estafadores, los buenos, también deben tener algo de fe en sí mismos. Como dijo W. C. Fields: “No puedes engañar a un hombre honesto”.
En cuanto al mito de Elvis, es fácil retratar al Coronel como a un Judas echando plata a las tragaperras —a treinta monedas por sesión—, pero cabe recordar que no habría habido un Rey al que destronar sin el arduo trabajo del Coronel y su fe indeleble desde el principio. Incluso en las horas más oscuras, el Coronel fue leal y sincero, no pretendió a otros aspirantes al trono, no adoró a falsos dioses ni a otros clientes. Incluso después de la muerte de Elvis, se quedó en el Hilton para asegurarse de que los homenajes fueran respetuosos, aunque los cínicos señalaran que Parker se dejó convertir en atracción turística para seguir saldando deudas con sus prestamistas, cada vez más abundantes.
Entretanto, Doc Pomus, aunque confinado también en una silla de ruedas, no necesitaba sanadores de ningún tipo: reservaba su fe para lo que pudiera haber entre una escalera de color y un póquer. Visto que componer canciones le parecía más bien azaroso, lo dejó por la seguridad relativa de las timbas de postín que organizaba en su apartamento de Manhattan. Cuando uno de los jugadores abandonó la mesa una noche y apareció flotando en el East River, también tuvo que dejar eso. Poco después, B. B. King y Dr. John llamaron a la puerta de Doc y lo arrastraron de vuelta al mundo de la música, que también era matarife pero de un modo más metafórico.
Elvis está muerto, el Coronel está muerto, Doc Pomus también. B. B. King y Dr. John, muertos. Entretanto, la cadena Hilton posee ahora treinta y un hoteles en Las Vegas.
La casa siempre gana.
Viva Las Vegas.
Filosofía de la canción moderna, de Bob Dylan. Traducción de Miquel Izquierdo. Anagrama, 2022. 352 páginas, 29,90 euros.
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