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Cuando el arte piensa con las manos

La nueva exposición de Guillermo Mora en la sala Alcalá 31 de Madrid resitúa su obra a medio camino entre la escultura y la arquitectura

Guillermo Mora
'Dos casi cinco' (2012), de Guillermo Mora.Guillermo Mora

También se puede pensar con las manos: lo dijo Guillermo Mora el otro día mientras paseábamos por su exposición en la sala Alcalá 31 de Madrid con la comisaria Pía Ogea. Nos encontrábamos delante de una obra suya de 2009, Hacer tiempo, un revoltijo colorido y amontonado en el suelo de piezas pequeñas y pedacitos de cosas: guirnaldas de confeti, papeles plisados o estrujados, cajitas de misteriosos envoltorios, cartuchos, cintas, cuentas de plástico. Todas habían pasado por sus manos en su estudio, como formas de hacer tiempo y de pensar literalmente con las manos, y las comparó con los garabatos que hacemos con la cabeza en otra cosa mientras hablamos por teléfono. La obra (o suma de obras) era, en ese sentido, una pequeña retrospectiva, un bloc de notas en tres dimensiones, un almacén de ideas y un mapa mental para orientarse por la cabeza de Mora: el vaivén entre lo grande y lo pequeño, lo manual y lo mental, la forma y la idea, de un pintor decidido a cuestionar los límites de la pintura.

Si la pieza, vista así, era una miniexposición, esta exposición misma es una gran pieza. Mora ha entendido muy bien la naturaleza endiablada de la sala, típica de la arquitectura apabullante de Antonio Palacios, y su intervención la amaestra y surfea a su favor: retira por primera vez (¡y por fin!) el muro que separaba el gran ­hall del vestíbulo y de la calle, pauta sus espacios con un esquema nuevo de luces y, sobre todo, aprovecha el ritmo y los volúmenes de su gran columnata: une por sus bases cada par enfrentado mediante un tercer bloque horizontal a ras de suelo y reviste la serie completa de colores según un esquema cuidadosamente graduado.

Vista de la exposición 'Un puente donde quedarse'.
Vista de la exposición 'Un puente donde quedarse'.

¿Esto ya es escultura o arquitectura? ¿Es pintura en 3D, o en el campo expandido, por ponernos estupendos? Quizá es una invitación a pensar con todo el cuerpo, a entrar literalmente en la pintura, pasearse por ella y entenderla y armarla y desarmarla según las reglas de su propia lógica. Hace poco volví a ver la escena de Mary Poppins en la que los protagonistas entran de un salto en los paisajes pintados sobre la acera y pasan a habitar el espacio y las leyes distintas de los dibujos animados. Y me da que la sensación o la metáfora liberadora en Alcalá 31 está emparentada.

En cualquier caso, las preguntas sobre el medio y los recursos propios de la disciplina vienen al caso. Puede que sólo puedan formularse y responderse en términos plásticos, y Mora se ha dedicado a eso toda su carrera. A la vista está en las piezas de los últimos 15 años repartidas por la sala: hay atadijos de pintura plástica y colores brillantes agazapados por los rincones como golosinas lisérgicas, hay armazones de tablones fluorescentes como piezas de un mecano que podría ensamblarse de muchas formas, hay lienzos plegados y atados hasta formar barras que cuelgan de cuerdas fijadas al techo y caen sobre el suelo al desgaire. Muchos trabajos de Mora son obras que podríamos plegar o desplegar o llevarnos puestas. Muchos títulos estupendos (Dos casi cinco, Sí pero no, Otro tras uno, Quiero no quiero…) animan a pensarlas así, a desandar los pasos que siguió su autor o anticipar los que podrían dar ellas si echaran a andar. La publicación que ha diseñado junto a This Side Up replica las formas de la sala y convierte el catálogo en otra obra que llevarse bajo el brazo.

La muestra quizá es una invitación a pensar con todo el cuerpo, a entrar literalmente en la pintura y pasearse por ella

Cosa mentale: ya lo dijo Leonardo de la pintura, y con todo lo que ha llovido en cinco siglos sigue viniendo al caso aquí. Mora ha dicho en alguna entrevista que para él la pintura es un “manual de instrucciones”, y es verdad que su trabajo es a la vez el kit para armar y el cuadernillo con las indicaciones para hacerlo. Pensando en esa condición portátil y prêt-à-porter de su pintura viene a la mente aquella Escultura de viaje que Duchamp armó en 1917 a base de gorros de natación de caucho cortados en tiras y atadas entre sí. Formaban una telaraña que colgaba del techo y podía armarse y desarmarse y hacer compañía en cualquiera de los camarotes y habitaciones que ocupó durante la larga travesía en barco de Nueva York a Buenos Aires. También era una manualidad de alguien empeñado en repensar con las manos los límites de lo pictórico, también tenía colores brillantes. Y desde luego, como lo que hace Guillermo Mora, ayudaba a hacer tiempo y pensar más y mejor durante la larga travesía de la pintura.

‘Un puente donde quedarse’. Guillermo Mora. Sala Alcalá 31. Madrid. Hasta el 24 de julio.

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