El regreso de Kae Tempest, Jack White, Father John Misty y otros discos
Los críticos musicales de ‘Babelia’ seleccionan los álbumes más destacados de las últimas semanas
Kae Tempest, primera (y libérrima) persona
Por Laura Fernández
Kae Tempest
American Recordings /Fiction / Virgin
Había relato, belleza, rabia y retrato generacional en la obra musical de Kae Tempest, el lugar en el que empezó todo. Tomaba notas del mundo que había a su alrededor, tomaba notas de lo que sentía, y luego lo transformaba en personalísimas y únicas piezas de spoken word, de un hip hop siempre introspectivo, difícilmente invasivo, que convertía en casi un estado de ánimo, un mantra sin más dirección que la de, como ahora dice con claridad, “conectar”.
Desde su primer asalto discográfico, Balance (2011), Tempest ha estado buscándose y encontrándose, expandiéndose, conquistando otros territorios. Su obra, su palabra en realidad, ha tomado distintas formas —poesía, teatro, ensayo y, claro, música— en todo este tiempo, pero se diría que ha estado cavando en una única dirección: en la de aquello que nos hace únicos y a la vez nos iguala. Aquello que nos permite, otra vez, conectar.
No es de extrañar que The Line is a Curve, este cuarto álbum que llega justo después de su breve y contundente ensayo Conexión, tratado sobre el arte como forma de compartir experiencias (y, en definitiva, de compartirnos), sea el más personal de todos ellos. Podría decirse que, si alguna vez hubo un muro que impedía a Tempest ser exactamente quien sentía que era, ese muro cayó cuando en 2020 eliminó la “t” de su nombre y se reivindicó como persona no binaria. Aunque en realidad lo había hecho antes. Pero lo que ocurrió entonces es que empezó a soltar lastre. En sus propias palabras, este es un disco sobre “abandonar la vergüenza, la ansiedad, el aislamiento, sobre rendirse por fin”, y dejarse llevar, “abrazar la naturaleza cíclica del tiempo, del crecimiento de las cosas, del amor”.
Concebido como un juego de espejos hasta cierto punto onírico (‘No Prizes’), por momentos también amenazante (‘Salt Coast’), en el álbum hay autobiografía —todo lo que se narra tiene que ver, por una vez, con la voz que lo narra— y roza, por momentos, la magia, ese yo suspendido en colectivo que alcanza Tempest en cada uno de sus directos. La catarsis viaja a veces en el sonido difuminado de ‘Smoking’, el corte que parece un álbum de fotos —imágenes de su madre fumando—, o apoyándose en un dream pop afilado, hondísimo, de cierta inspiración arcade (por ejemplo, en ‘Priority Boredom’). Su spoken word, ese rap de ardiente pulso interior, sentencia y enumera ahora en primera persona y no tiene “nada que demostrar”, como asegura en ‘Nothing to Prove’.
Podría decirse que la obra de Tempest ha basculado siempre entre lo individual y lo colectivo, pero donde antes había historias de aquellos que tenía a su alrededor, sin que hubiera nadie más ante el micrófono, ahora se deja acompañar por otros, como Kevin Abstract, del colectivo Brockhampton, en la atmosférica y luminosa ‘More Pressure’ —en la que repite sin cesar “a mayor presión, mayor alivio”, y también “let me, let go”, “déjame, suéltalo”—. Aunque no es el único invitado. Incluso juega con voces de más de una generación, como Grian Chatten, de Fontaines D.C., o el rapero londinense Confucius MC. La soledad compartida y entusiasta de ‘Grace’, la canción que cierra el álbum, es un crescendo dolorosamente emotivo y condensa el espíritu liberador del mensaje, cada vez más profundo, de Tempest.
Jack White, rock pasado de rosca
Por Iñigo López Palacios
Jack White
Third Man Records
A estas alturas no vale echarse las manos a la cabeza porque Jack White haga un disco de rock “raro”. Este es el hombre que hizo una versión de Leck Mich Im Arsch de Mozart a medias con Insane Clown Posse, un dúo blanco de hip hop con la cara pintada de payasos. Con 46 años, White es ese excéntrico tío rico que hace lo que le sale de las narices porque tiene la vida arreglada. Sin ir más lejos, el otro día le propuso matrimonio en mitad de un concierto a su novia, la guitarrista Olivia Jean. Y ya que le dio el sí, se casaron en los bises. Es su tercera boda después de Meg White, con la que, ya divorciados y haciéndose pasar por hermanos, formó el dúo The White Stripes, y la supermodelo Karen Elson, de la que se separó en 2013. Entonces ya había empezado su carrera en solitario, que combinaba con su discográfica, Third Man Records, y dos grupos, The Raconteurs y The Dead Weather. Pero las críticas a su tercer disco en solitario fueron tan devastadoras (con razón) que él, que iba a disco por año, llevaba cuatro sin publicar nada. Se va a desquitar en 2022 editando dos álbumes, este y otro más, programado para julio. Entre otras cosas, ha dedicado estos años a desarrollar pedales para guitarra que crean esos efectos de distorsión que hacen de este disco una locura. Cuarenta minutos de hard rock espacial, en el que emplea, además de bajo, batería y guitarra, sampleados, sintetizadores y theremín. Rock pasado de rosca en el que las canciones cambian 40 veces de rumbo en tres minutos. Sabes cómo empiezan, pero no cómo acaban. Hay humoradas delirantes, psychorock, dub, épica y, en general, la sensación de que este es un disco desquiciado y desquiciante. El tiempo dirá si es bueno, pero al menos es entretenido.
Father John Misty, el ‘crooner’ más carismático
Por Beatriz G. Aranda
Father John Misty
Bella Union / Pias
En el que es su quinto disco como Father John Misty, Josh Tillman huye de la urgencia del presente y se refugia en sonidos vintage del siglo pasado, del lounge a la bossa nova, del jazz age a los compases propios de un vals. Si la innovación estilística ya no es posible, lo que queda son solo los estilos de antes y la posibilidad de hablar a través de máscaras, parece decirnos su responsable. Acto seguido, Tillman da forma a un cabaré-musical bastante menos cínico de lo que suele ser habitual en él. La sensación de pastiche aparece de vez en cuando, especialmente en los arreglos y en la exigencia de la escucha que reclama al oyente. Lo mejor está en la interpretación: es posible que Tillman siga siendo el más carismático de los crooners contemporáneos.
Las canciones locuaces de Dorian
Por Carlos Marcos
Dorian
Nacional Records
Lo importante no es lo que digas, sino cómo lo envuelvas. “Cuando las cosas no van bien, tu eres mi segunda piel. / La pena se convierte en miel”, canta Marc Gili en ‘Dos vidas’. Hasta la letra más manida suena efervescente en Ritual, disco pespuntado con sonidos modernos, referencias tribales (esa portada) y ambición artística. En ‘Mundo perdido’ el grupo catalán parece un Manu Chao sofisticado: “Mundo con dogmas, mundo dormido, mundo sin arte, mundo fallido”. ‘Energía rara’ es una reflexión postmoderna sobre una perezosa madurez. Canciones locuaces que realzan Ritual, un disco que habla de vivir en un mundo tan estimulante como atosigante. Todo sobre estructuras musicales, casi siempre con los teclados de protagonistas, que viajan por el mundo picoteando aquí y allá para componer un trabajo que trata al oyente como alguien inteligente que mira, analiza y reacciona.
El Khat, propiedades catárticas
Por Javier Losilla
El Khat
Glitterbeat
El Khat es el nombre de una planta alucinógena de uso común en Oriente Próximo y en el África subsahariana, pero también el del grupo liderado por Eyal el Wahab, hijo de la diáspora yemení instalada en Israel. Albat Alawi Op. 99 es su segundo álbum, en el que canta, toca guitarra, órgano, piano y varios instrumentos de su invención. Percusiones, trompas, violín y coros completan el arsenal instrumental. El disco reformula la música de Yemen, presente en las letras como metáfora de la ausencia, a través de unas canciones de elaborada estructura. El jazz, los ritmos cruzados de unas percusiones muy callejeras, los ecos de las músicas clásicas de ambas orillas del Mediterráneo, el pulso de los viejos cabarés orientales y el rock psicodélico y distorsionado conforman un artefacto sonoro de gozosas propiedades catárticas.
Mitsuko Uchida, humor e inteligencia
Por Luis Gago
Mitsuko Uchida
Decca
Dan ganas de escribir —porque con ello no se falta a la verdad— que, para hacer plena justicia a las Variaciones Diabelli de Beethoven, aparte de virtudes puramente técnicas y musicales, un pianista debe reunir otros dos prerrequisitos: humor e inteligencia. La japonesa Mitsuko Uchida derrocha uno y otra, como ha puesto repetidamente de manifiesto. Por eso, en sus manos, cada nota de este epílogo a las 32 sonatas beethovenianas parece fruto de la reflexión, al tiempo que todo suena imprevisible, sorprendente. Su disección profunda de la obra es un escáner que desentierra sonidos a menudo escondidos (variaciones números 16 y 27, por ejemplo), con tintes mordaces (6), visionarios (20), arcaizantes (24, 32), metafísicos (31) y, claro, cómicos (9, 13, 21, 22, 28). La energía y la paleta dinámica de esta mujer menuda parecen no tener fin, y una grabación técnicamente perfecta completa el milagro.
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