Paso a los agentes de la T.I.A.
Algunos de los recientes cómics tradicionales, de enrevesadas peripecias y colores chillones, me evocan mis lecturas de infancia y primera adolescencia
1. Tebeos
Fue, quizás, la visualización de esa obra maestra del minimalismo gráfico que es el álbum Fiuuu & Graac (La Cúpula), en el que Max, mi antiguo compañero de página, apura en glorioso blanco y negro las últimas posibilidades expresivas del cómic (los únicos contenidos lingüísticos vienen dados por una docena de onomatopeyas), lo que me llevó, por contraste, a hojear algunos recientes cómics tradicionales, de enrevesadas peripecias y colores chillones, que me evocan mis lecturas de infancia y primera adolescencia. No soy el único adulto que, de vez en cuando, busca o recuerda esos tebeos de dibujos caricaturescos y personajes exagerados, siempre iguales a sí mismos: historias simples con predominio de gags de tipo slapstick, bufonadas, golpetazos, caídas imposibles, persecuciones tremendas y toda la panoplia de motivos que ya se habían desarrollado en las típicas comedias “físicas” de los inicios del cine (Chaplin, Keaton, Arbuckle, Sennett, Lloyd, Laurel y Hardy). Entre los álbumes que me han entretenido en los últimos días figura en lugar destacado Astérix tras las huellas del grifo (Salvat), la aventura número 39 del personaje inventado (1959) por los geniales Goscinny y Uderzo —y ahora a cargo de Jean-Yves Ferri y Didier Conrad—, que en Francia, el paraíso europeo de la literatura gráfica, ha vendido 530.000 ejemplares en menos de un mes. Un fenómeno no tan conspicuo, pero sí equivalente (y más ceñido al tipo de humor slapstick), es el que representa la enésima aventura de los dos antihéroes más castizos y traducidos: en Mortadelo y Filemón y El cambio climático (Bruguera), el jovencísimo octogenario Francisco Ibáñez —que, como los grandes pintores del barroco, dispone de un “taller”— pone a los dos catastróficos agentes de la T.I.A. a investigar quién pueda estar detrás del cambio climático; una descacharrante historieta con todos los ingredientes del “toque” Ibáñez-Bruguera, un tándem que ya ha vendido más de 100 millones de ejemplares de sus productos en todo el mundo. Por cierto que Bruguera acaba de publicar Lo mejor de El Botones Sacarino, una antología de las mejores aventuras del haragán y un tanto boludo botones de la redacción del diario El Aullido Vespertino, que terminó siendo la del tebeo El DDT, precisamente el medio en el que la historieta apareció por primera vez (1963); Ibáñez se inspiró (por decirlo suavemente) para su personaje en el del aprendiz de oficinista Gaston Lagaffe (gaffe equivale a “metedura de pata”), creado en 1957 por André Franquin (en España algunos de sus álbumes fueron traducidos por Grijalbo en los ochenta).
2. Chanchos
Alguien algún día debería escribir algo sobre la no muy abundante, pero sí significativa, presencia del cerdo (y no me refiero a sus jamones y chacinas, que están tan buenos) en la novela negra contemporánea. El animal, símbolo en algunas culturas de la prosperidad y la riqueza, y en otras de la lujuria, el mal y el demonio, ya fue utilizado por Orwell para significar la perversión, lo oscuro, la traición: el cerdo Napoleón (Stalin) acaba por expulsar de la granja al cerdo Snowball (Trotski) y queda como supremo dictador de los animales. Pero la mayor influencia ha sido, sin duda, la de los cerdos salvajes con que el mutilado multimillonario pedófilo Mason Verger pretende vengarse del destrozo físico que le causó Hannibal Lecter en Hannibal, la película de Ridley Scott (2001) basada en la novela homónima de Thomas Harris (1999). Carmen Mola, mi hidra de tres cabezas favorita, utilizó cansinamente hasta casi el vómito a los gorrinos en La nena (Alfaguara, 2020), y el motivo porcino o chanchesco también ha aparecido en algunas otras novelas de las que ahora no puedo acordarme: siempre para enfatizar el gore y la repugnancia, dos elementos casi imprescindibles de muchas novelas negras (y no precisamente de las mejores). Cerdos, por cierto, también aparecen en la pesadísima Lissy (Alfaguara), del sobrevalorado Luca D’Andrea, una deslavazada novela de 400 páginas a la que probablemente le sobran 200. El setting pintaba bien: una mujer joven y hermosa huye de su mafioso marido y de El Consorcio, la organización criminal para la que trabaja; tras un accidente, termina acogida en una solitaria granja del Alto Adigio. Mientras tanto, sus perseguidores y, sobre todo, el Hombre de Confianza (sic), un asesino a sueldo que no hay quien se crea, la buscan para matarla. Estamos en 1974, en plena crisis agrícola, aunque la novela tiene un par de brevísimos epílogos innecesarios situados en 1984 y 1994. No falta alguna referencia literaria (Grimm, Lovecraft) y folclórica, cantidades ingentes de nieve, pocilgas repugnantes, antiguas y oscuras culpas, o un monolito hecho con biblias copiadas a mano desde el siglo XII. Todo contado con frases cortas, pretendidamente apodícticas y cortantes, repetitivas hasta el aburrimiento. En fin, que no comprendo por qué no la abandoné antes de terminarla. Lo que sí hice después es comerme un bocata de jamón. Buenísimo.
3. Dostoievski
El jueves 11 se conmemora el bicentenario del nacimiento de Dostoievski, uno de los gigantes de la literatura del XIX y uno de los clásicos que, al contrario de Tolstói, fue menos apreciado por el estalinismo (Lenin, sin embargo, lo consideraba “el más grande entre todos los escritores de ficción”), aunque, como apunta Georg Steiner, “ambos escribieron sus obras en uno de esos periodos de la historia que parecen particularmente favorables a la creación del gran arte, un periodo en el que una civilización o cultura tradicional está al borde de la decadencia” —en Tolstói o Dostoievski (Siruela, 1959)—: quizás por eso ahora nos resulten tan actuales. Entre los últimos ensayos publicados sobre el autor de Los hermanos Karamazov hoy destaco Dostoievski en las mazmorras del espíritu (Biblioteca Nueva), un trabajo póstumo del psiquiatra y psicoanalista Nicolás Caparrós (1941-2021), al que en cierta época le conté tanto.
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.