_
_
_
_
_
TEATRO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El ‘Tío Vania’ que surgió de Lituania

El director Oskaras Korsunovas brinda un extraordinario montaje de la obra de Chéjov en el arranque del festival Temporada Alta

Jacinto Antón
Julio Manrique en 'L'oncle Vania'.
Julio Manrique en 'L'oncle Vania'.Sílvia Poch

Para saber si un Chéjov funciona, es decir si un montaje de una de sus obras acierta en la diana del público, han de producirse varios efectos en el espectador: ha de entrar en la atmósfera emocional de la pieza y sentir que las vicisitudes y sentimientos de los personajes le aluden de alguna manera, debe en algún momento sentir que le inunda una tristeza indefinible, incluso que se le humedecen los ojos; ha de suspirar, ha de decirse que la vida es bella, y al instante siguiente abandonarse a la melancolía. Debe entender la historia, claro, y sentirse inteligente haciéndolo; ha de comprender las motivaciones de los personajes y proyectar algunas de las suyas en ellos. Y ha de sentir, como ellos, una alegría especial indefinible, una luminosidad, y reír en ocasiones, sí, reír en un Chéjov, aunque pueda parecer contranatura.

Todo esto se da en el extraordinario montaje de Tío Vania en catalán (L’oncle Vània) que ha estrenado el viernes en el teatro de El Canal, en Salt (Girona), como arranque del festival Temporada Alta (y que puede verse sábado y domingo), el célebre director lituano Oskaras Korsunovas con un reparto de actores catalanes encabezados por un impresionante Julio Manrique en el rôle- titre que está que se sale. Sólo por la escena en la que brota ante la idea de que vayan a vender la finca a la que ha dedicado toda su vida y esfuerzos ya valdrían la pena las tres horas de representación (¡y hay muchas más!). Es un arrebato de locura y patetismo en el que Vania destroza un ramo de flores llenando de pétalos como sangre el escenario y que presenciamos encogidos hasta que su propio exceso lo disuelve en una risa catártica. En algunos momentos Manrique, que se pasea por escena con un convencimiento y aplomo que te dejan patidifuso, parece Jude Law.

Pero es que todos los ocho actores están enormes, pocas veces se ha visto en un Chéjov un reparto tan equilibrado, que hace que la emoción de la obra, que pasa como, precisamente, un suspiro, no decaiga ni un momento. Junto al insatisfecho Vania de Manrique, el Mijail protoecologista de Ivan Benet, médico, como Chéjov, y entusiasta de los bosques (con algunas frases que suenan a proclamas verdes de hoy mismo, crisis climática incluida). Un Mijail que ama a Elena (Raquel Ferri, espléndidamente sensual y a la vez atrapada en el ennui chejoviano de mecedora), la hermosísima, joven (veinte años menos) y, ay, fiel segunda esposa del viejo profesor Serebriakov (Lluís Marco, con tacataca), cuya primera mujer, fallecida, era la hermana de Vania; Mijail es a su vez amado por la joven Sonia (Júlia Truyol), sobrina de Vania que lleva con él la finca. Y están también María (Carme Sansa), la madre de Vania; la vieja nodriza Marina (Anna Güell), uno de esos personajes entrañables del servicio tan imprescindibles en las casas de Chéjov como el samovar (que aquí tampoco falta), y el viejo terrateniente arruinado Ilia que encarna el compatriota de Korsunovas residente en Barcelona Kaspar Bindeman y cuya dicción exótica queda integrada perfectamente por la calidad artística del intérprete y la hipnótica calidez que imprime al personaje.

Bindeman, que toca la guitarra eléctrica en varias escenas (en una le acompaña Güell a la armónica en un momento precioso, totalmente chejoviano) pone una de las notas de carácter de Korsunovas: otras son las rupturas de la cuarta pared, las repeticiones de movimientos, el uso de filmaciones y video realizado dentro del propio escenario y los poderosos efectos sonoros- en un montaje que, sin embargo, es absolutamente canónico. Lo mejor de lo muchísimo bueno que se puede decir de este L’oncle Vània (que recala a partir del 18 de noviembre en el Teatre Lliure de Barcelona) es que está absolutamente al servicio de la obra y ofrece una lectura meridianamente clara y emocionantísima. A destacar la nostálgica y pegadiza melodía, de Antanas Jasenka, que constituye el leit motiv del espectáculo,

Para el recuerdo imborrable, la escena de encuentro amoroso de Elena y Mijail, tensada hasta el umbral de El amante de Lady Chatterley; el precioso efecto de ella como una ondina de provincias tendida desmañadamente sobre el piano; la cómica persecución a pistoletazos del profesor por parte de Vania al grito intranquilizador de “¡dónde está el puto crítico!” y, al final de la primera parte, la imagen del piano ardiendo hasta que las llamas de las teclas se propagan a todo el escenario, una metáfora preciosa de la incandescencia interna de unas vidas que en última instancia (Vania de vuelta a las cuentas de la finca con la calculadora) permanecen tan inamovibles como los abedules, o nuestras propias vidas.

Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_