Juan Ramón Jiménez y la traición de los hijos
Un libro sobre la deslealtad de la generación del 27 a su mentor reúne las razones y sinrazones de una relación llena de esquinas, sin la que no se explica la poesía del XX
La mejor poesía en español del siglo XX está construida sobre la piedra angular de Juan Ramón Jiménez, autor de Espacio (1954), una cumbre de la lírica europea. Su soberanía estética hizo de él un sol que sabía que lo era, absorto en la creación y la belleza. A su lado palidecen otros astros de su galaxia, subsidiarios de él: los poetas de la órbita del 27, a quienes alentó, guio y acogió en sus revistas. Asombra comprobar cómo alguien, tachado de egocéntrico y solipsista, reunió en los cuatro números de la revista Índice (1921-1922) a un puñado de jóvenes que literariamente eran nada o casi nada, con más pájaros en la cabeza que versos en el papel, y que salieron de allí convertidos en poetas verdaderos: de Salinas y Guillén a Lorca y Dámaso Alonso. Con el tiempo, su percepción de que estos se habían apropiado de su voz indignó al maestro, que incluso proyectó una antología de prosas y versos ajenos donde estaba él, y que iba a titularse Mi eco mejor. Supongo que el título de este ensayo de José Antonio Expósito, Ecos de una voz, deriva de aquel, además de proporcionarnos su tesis: la de que los veintisietes no se explican sin Juan Ramón, a quien, tras la admiración inicial, lo habrían saqueado poéticamente para terminar ridiculizándolo y tratando de difuminar su magisterio.
Sobre esta base se ha construido un libro que remueve el pedestal de autores que ya habitan el mármol. El autor domina la información disponible, aunque no hace alarde de ella en grumos a pie de página. Sobre la base de un anecdotario trenzado con gran solvencia, aporta algunas informaciones inéditas, fruto de una investigación personal. Todo ello está sazonado por un rico y ameno muestrario de imágenes. Su escritura, incisiva e irisada con giros sorprendentes, está en los antípodas de tanta prosa mazorral a la mayor gloria del currículo académico. A propósito de la afición de Bergamín a entrometerse con un prólogo en obras que editaba, sobre todo si eran de muertos que no podían impedirlo, como hizo con Poeta en Nueva York de Lorca, escribe, a horcajadas entre Gómez de la Serna y Umbral (y no lejos del propio Bergamín): “Bergamín, un escritor semivivo, publicó a poetas posmuertos en ediciones cenicientas, pero con prosa difunta”.
El Juan Ramón de Expósito es heredero de Spinoza y de los krausistas, encarnados en don Francisco Giner de los Ríos, un “texto vivo” institucionista al que escoltaron, a ambas orillas de su muerte en 1915, los dos poetas de la diarquía de su tiempo: Juan Ramón Jiménez, cuyo Platero leía y elogiaba un Giner agonizante, y Antonio Machado, que le dedicó aquella necrológica tan poco necrológica (“Como se fue el maestro...”) que deberían recitar los niños de nuestras escuelas hasta que les empapara los huesos.
Los juicios estéticos del autor, por supuesto discutibles, nunca están formulados a humo de pajas; los morales, a menudo relativos a la postura civil con el franquismo, se basan en copiosa documentación. Por estas páginas pasa un Lorca genial, aunque muy tributario de Juan Ramón; un Salinas insidioso, torpón y mezquino, aunque eximio poeta del amor; Jorge Guillén, seco, geométrico y negado para la captación de la naturaleza; Aleixandre, enfermo profesional que tras la guerra palió el desamparo de los poetas huérfanos de mentor; Cernuda, más desdibujado; etcétera. Presta Expósito especial atención a Gerardo Diego, que en la posguerra patronearía sin mover una ceja a los jóvenes en el café Gijón (alguien difundió maliciosamente que Diego estaba tan bien amortajado que parecía que estaba vivo). A Diego le había alertado el de Moguer contra las gratuidades ultraístas, de mucho jugueteo tipográfico y poca poesía; pero la fijación de Expósito no se debe a sus versos, sino a su papel de muñidor de la generación del 27, primero con los fastos de 1927 y luego con la canónica y muy machuna antología de 1932, en la que no había ninguna mujer (en la edición de 1934 incluyó a Josefina de la Torre y Ernestina de Champourcin). No salen bien librados sus coetáneos novecentistas (Pérez de Ayala, Marañón, Ortega...), promotores republicanos finalmente genuflexos ante el franquismo; en cambio, hay un trato siempre deferente a Antonio Machado.
Expósito ha montado estas páginas contrastando sistemáticamente los textos de Juan Ramón con los de sus “hijos”, para señalar la dependencia de estos respecto de aquel; y como se gusta en la tarea, no se frena incluso si se tiene que remontar a Góngora imitando a Camoens. En ocasiones particularmente comprometidas deja que sea Juan Ramón quien hable por su pluma, cierto es que sin enmendarlo o cuestionarlo siquiera un poco; así al tratar el expolio de su casa en 1939 por parte de tres falangistas colaboradores de Cruz y Raya, la revista de Bergamín, a quien se presenta como inspirador del asalto, junto con Salinas y Diego, según Juan Ramón para rapiñar los manuscritos que en sus comienzos le habían entregado para que los corrigiera y expurgara: un testimonio de lo mucho que, a su entender, le debían y que pretendían borrar como prueba de cargo.
La vara de medir calidades y posturas éticas es siempre la de Juan Ramón. Lo justifica Expósito arguyendo que lo que conocemos es lo que han contado y requetecontado quienes construyeron desde sus cátedras una interesada historia de la literatura, razón por la cual se encarga él de referirlo desde el otro costado. Baste decir en elogio de su autor que es cuña de la madera juanramoniana.
Ecos de una voz
Linteo, 2021
468 páginas. 19,90 euros.
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