La misma mierda de siempre
Tras alquilar el Louvre para rodar un videoclip, Beyoncé y Jay-Z posan delante de un cuadro de Basquiat para una campaña de publicidad de Tiffany. En una imagen se resume todo el entramado entre dinero y creación
Vestido con un traje cruzado azul Tiffany, la estrella de hip hop Jay-Z posa junto a la cantante Beyoncé apoyado sobe la barandilla que protege La Gioconda, en el Louvre. Son las primeras secuencias del videoclip Apeshit, que va a servir de arranque promocional de su disco conjunto Everything is Love. Era el otoño de 2018. Entonces, no parecía muy fascinante, tampoco indecoroso, que una de las parejas más poderosas y consustanciales a nuestra artificiosa época hubiera alquilado las salas de la pinacoteca parisina como set de rodaje de un vídeo que hablaba de la experiencia negra en el arte universal, donde las personas de color son mostradas sin apenas dignidad, con patetismo o bajo una mística orientalista.
La letra de Apeshit (que juega ambiguamente con la traducción literal de “caca de mono” y “go apeshit”, en la jerga popular “volverse mico”, “enloquecer”) hablaba de millonarios, grammys, jets, patek philippes y diamantes. Pura autocelebración, si no fuera porque la canción pretendía ser una crítica al mundo blanco. Probablemente nadie en ese momento notó que el color del traje que Jay-Z llevaba de forma chulesca era el mismo que el que Charles Lewis Tiffany comenzó a usar en 1845 para decorar cofres y bomboneras de su firma de lujo, convertida en la más aclamada del mundo. Sin embargo todo estaba estudiado hasta el detalle clínico: aquel color ―el Pantone número 1837, referencia al año que se fundó Tiffany― era un elemento clave para la puesta en escena del matrimonio Carter en el museo par excellence.
Desde hace unos cuantos años, el rapero y productor neoyorquino, que comparte con el conglomerado LVMH el 50% del accionariado de su champán Armand de Brignac (conocido popularmente como Ace of Spades), mantiene una productiva amistad con Alexandre Arnault, hijo del propietario de la multinacional de lujo que el pasado mes de enero iba a hacerse finalmente con la propiedad de la prestigiosa marca de joyería norteamericana. Jay-Z posee lujosos apartamentos y mansiones, adora el arte contemporáneo, tiene su propia línea de ropa y franquicias en equipos deportivos y discográficas. Una mente publicitaria, el Don Draper del hip hop. No queda muy claro si su reivindicación de la identidad racial negra (el feminismo negro, en el caso de Beyoncé) es el verdadero fin de su laboriosa presencia en el mundo capitalista predominantemente blanco, o simplemente una buena predisposición a aceptar ese mismo universo de fama y exclusividad casi metafísico, porque aunque le critiquen, mantendrá vivo el idealismo de que, de verdad, las vidas de los negros cuentan.
En este asunto, las siglas LVMH-BLM van al ritmo de la síncopa del rap, porque Jay-Z y Beyoncé son los protagonistas de la nueva campaña publicitaria de Tiffany & Co titulada About Love, en lo que parece el segundo capítulo de la que tres años antes llevaron al Louvre con un título casi similar. El hilo invisible sigue siendo el que cose el famoso azul Tiffany, pero la historia de amor ha dejado de ser platonizada.
La controversia en torno al cuadro, que acababa de adquirir Alexandre Arnault, no tardó en agitar las redes sociales, menos por la historia racista en torno a la minería de diamantes y más por la manipulación del “mensaje” de la pintura
Las fotografías de Mason Moore y el filme de Emmanuel Adjei muestran a Beyoncé en un ajustado vestido negro con caída de sirena, la espalda descubierta y un peinado alto, estilo Hollywood clásico. De su cuello cuelga el diamante Tiffany, de 128 quilates, el mismo que lució Audrey Hepburn para su Desayuno con diamantes, y, más recientemente Lady Gaga en la ceremonia de los Oscars de 2019. La observa Jay-Z, vestido de esmoquin y sentado en un sillón cubo, y apoyado en la pared está el cuadro de Jean-Michel Basquiat Equals Pi (1982), con sus típicas máscaras, diagramas y frases sarcásticas.
La controversia en torno al cuadro, que acababa de adquirir Alexandre Arnault, no tardó en agitar las redes sociales, menos por la historia racista en torno a la minería de diamantes y más por la posible manipulación del “mensaje” de la pintura y su desafío a la integridad de un artista. Se refieren al famoso azul Tiffany -también llamado azul huevo de petirrojo (robbin’ s egg blue, este sí, una verdadera obra maestra de la naturaleza), que, según sugiere su propietario, sería un homenaje del pintor a la casa de lujo y a su color característico. “No sabemos a ciencia cierta si Basquiat hizo la pintura pensando en Tiffany, pero conocemos a su familia, hace unos años hicimos una exposición de su trabajo en la Fundación Louis Vuitton. Sabemos que amaba Nueva York, el lujo y las joyas. Y supongo que este azul no es casualidad. El color es tan específico que parece un homenaje”, afirmó.
Algo con lo que ambiguamente parece no estar muy de acuerdo Larry Gagosian, el todopoderoso marchante con quien Basquiat trabajó en Los Ángeles a principios de los ochenta y que provee de arte a la familia Arnault. Después de precisar que no estaba involucrado en la venta de la pintura, que primeramente fue adquirida en 1982 por la publicista Anne Dayton por la suma de 7000 dólares (la tela se titulaba entonces Still Pi y todavía guarda la factura como la verdadera obra de arte), el galerista declaró al New York Times que “Basquiat siempre mezclaba sus propios colores. Si bien podía conocer las cajas azules de Tiffany, sugerir que el azul es una referencia directa es ir muy lejos. Es un color muy evocador, y puede que le gustara usarlo, sin más, como lo hizo en algunas otras pinturas”. Desde el pasado 2 de septiembre, Equals Pi se exhibe en la boutique insignia de Tiffany de la Quinta Avenida y el 15 de septiembre, la película de Adjei se estrenó en diferentes soportes en todo el mundo.
“Basquiat siempre mezclaba sus propios colores. Si bien podía conocer las cajas azules de Tiffany, sugerir que el azul es una referencia directa es ir muy lejos”.
Más allá de la comercialización de todo lo que se mueve ―y no se mueve― en el entorno de las celebridades artísticas, sería conveniente liberar al arte de todo panfletismo a fin de que el/la que lo posea y disfrute se haga responsable del buen o mal uso de su historia. El arte y el dinero siempre han sido dos caras de la misma moneda y lo mismo que un artista como Richard Prince (del que Jay-Z posee numerosas obra) pirateó las imágenes de los vaqueros de Marlboro para crear sus fotografías (para los interesados en conocer los inicios de aquella campaña publicitaria, todo salía de los despachos que olían a sexo, alcohol y tabaco de los Madison Men), siempre existirá el camino de vuelta para las firmas de lujo como Tiffany & Co, patrocinadora oficial de la Bienal del Whitney, en cuyo patronato, por cierto, se encontraban hasta hace relativamente poco productores de armamento y oscuros hombres de negocios. En ellos veremos al enemigo del arte y no en una disquisición inane ―a lo que seguramente contribuirá este artículo― sobre un color que no servirá más que para publicitar el conglomerado de lujo. Es la misma mierda de siempre, la que denunciaron Basquiat y su colega Al Díaz al estampar el grafiti con el acrónimo SAMO© (same old shit) en los suburbios del downtown de Manhattan queriendo decir que sí, en efecto, que ellos fumaban marihuana y hacían la misma mierda de siempre.
No nos equivoquemos, el centro de las críticas al mundo del arte es su movilidad, el hecho de ir cambiando siempre de lugar de una manera obscena, escapar pero siempre apareciendo en la foto. A estas alturas de la película, la artista a la que le debemos más respeto es la fotógrafa Nan Goldin, que con sus incansables manifestaciones y denuncias en el Metropolitan fue capaz de sacar de museos y bibliotecas de todo el mundo los nombres de oro de la familia de mecenas Sackler, propietarios de la farmacéutica Purdue que producía el analgésico Oxycontin (y la propia Goldin fue víctima de aquel opiáceo). Y con esas boñigas todavía estamos.
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