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RELATO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lección de Literatura del Régimen

Una ficción pandémica de Cristina Morales

Cristina Morales en Barcelona en 2019.
Cristina Morales en Barcelona en 2019.Massimiliano Minocri

A MODO DE BREVÍSIMA PRESENTACIÓN. A la literatura se llega a menudo con miedo porque suele dar sustos. Los da la buena y la mala literatura. Cristina Morales se instala en esa frontera en este relato de ficción descarnado y provocador donde el yo no es yo, aunque a veces parece el yo más veraz posible: nadie lo sabrá nunca porque la literatura es el territorio de la resonancia y la fertilidad imaginativa (Jordi Gracia, subdirector de Opinión de EL PAÍS).

La narradora en primera persona y personaje protagonista de esta ficción, o sea, aquel ente que en este acto comunicativo llamado “texto literario” se ve investido de la potestad de decir “yo” y, por tanto, de hablar desde ese “yo” (siendo un “yo” diferente al “yo” de su autora, que no es un ente sino una ―por esclavitudes tiene hasta la esclavitud del sexogénero― mortal, una mamífera); ese ente oportunamente investido de todos los poderes expresivos por mor de la literatura, digo, soy yo y me llamo Cristina, Cristina Morales para más datos, pero que eso no les confunda a ustedes porque, debo insistir y hacer hincapié con esta pequeña lección de teoría de la literatura, yo no soy la autora. La autora está soportando aristocráticamente los 31 grados Celsius de este 29 de junio, fiesta de San Pedro y San Pablo, en su decimonónica habitación de la Academia de España en Roma, escribiendo en bragas, mirándose el bronceado y la curvatura de las tetas de reojo en el espejo, cosa que la distrae humanamente de la escritura y que hace de ellas (de la escritura y de la mamífera) algo muy apegado al chubasquero que es la piel. La piel es bastante impermeable, se comprueba al salir del agua, que chorreamos. La piel no chupa el líquido, bien al contrario, lo expulsa. Quizás la piel bronceada en las costas amalfitana y del Tirreno (pechos incluidos gracias al topless) tenga un grado de impermeabilidad similar al del asfalto de última generación, o sea, repele lo justo para que las carreteras no se conviertan en ríos los días de lluvia y absorbe lo justo para que no se inflen como esponjas. No está bien, pues, asimilar la piel a la sensibilidad extrema incluso exagerada (errónea sabiduría popular manifestada en frases hechas del tipo “a flor de piel” o “tener la piel muy fina”). La piel es, de hecho, un órgano bastante cínico, lo que no le interesa lo bota, chao, adiós muy buenas; no lo transforma. La piel no es un órgano transformador, como por ejemplo transforma el páncreas la grasa en energía, o como por ejemplo transforma el intestino delgado el alcohol en borrachera. Recordemos, por favor, que la piel es ante todo excretora: del ano sale la caca, de la uretra el pipí, de los canales respiratorios el humo de los porros y de la piel el sudor provocado por este infernal 29 de junio. Yo, la todoposible (más acertado que decir “todopoderosa”) Cristina Morales protagonista y narradora de esta historia no tengo piel, pero sí que he follado con nueve personas distintas desde que se instauró el Régimen Cóvid en marzo de 2020. Sus nombres son los siguientes:

Lorna, Susana, Esteban, Giorgia, Lía, Giuseppe, Gorane, Noelia y Gabriele.

Seis de ellos fueron amantes surgidos y surgidas en pleno Régimen Cóvid (en adelante, “el Régimen”), o sea, personas que no pertenecían a ese reciente concepto creado por las autoridades de “burbuja familiar” o de “unidad conviviente” al cual todas debíamos replegarnos. Por supuesto, tal noción de familia es monógama (o, cuanto menos, de promiscuidad controlada) y burguesa (de gente que comparte casa, lo que ya es decir que tiene casa y no sólo eso: que tiene casa propia, que se paga o le pagan el alquiler o la hipoteca, que no vive ni con sus padres ni comparte piso con colegas).

Siete de mis amantes tienen otros y otras amantes distintos a mí, algunos Precóvid y otros, como yo, establecidos durante el Régimen.

Me llamo Cristina, Cristina Morales, pero que eso no les confunda a ustedes porque, debo insistir y hacer hincapié con esta pequeña lección de teoría de la literatura, yo no soy la autora

Con dos de mis amantes (y uso el término “amantes” con vocación estadística porque a efectos del Régimen no es relevante si mis amantes son también mis maridos, mis esposas o mis novias, o mis hijos o mis hermanos o mis abuelas y vivimos en incestuoso gozo consentido; al Régimen no le importa lo más mínimo si aparte de irnos juntas a la cama nos amamos o nos odiamos, en ese sentido el Régimen Cóvid es bastante guarro: sólo se fija en si hay o no hay refriegue); con dos de mis actuales amantes, digo (uno procedente del Precóvid y otra conocida en pleno Régimen), hice un trío hace poco, mi trío más más reciente. Con otras dos de mis amantes estuve en situaciones orgiásticas que involucraban el sobeteo, los lametones y los besos a terceras personas, aunque al final acabamos follando sólo una de ellas y yo.

De todos modos, ¿qué es “acabar follando”? ¿Y qué es follar? ¿Puedo considerar amantes míos a quienes sólo me han besado?

Para la Agencia de Salud Pública de Barcelona, chiringuito público-privado vinculado al Ayuntamiento de esa ciudad (que es, además, la ciudad en la que vivo), no hay lugar a dudas:

¿La COVID-19 se transmite con los besos?, se preguntaba dicha Agencia en un documento informativo emitido el 15 de septiembre de 2020, cuando en España acababa de permitirse salir a beberse una cerveza:

, se autorrespondía (claramente era una pregunta retórica). Durante el sexo es fácil exponerse a la respiración o la saliva, que sí transmiten el virus. Por eso se recomienda no besar ni intercambiar saliva con personas con quienes no se convive. El uso de mascarilla es también una medida recomendada para reducir el riesgo durante el encuentro sexual.

Este fragmento de literatura burocrática enciende mi imaginación y me hace recordar cuando hace diez años, estudiando en Nueva Delhi, durante cinco meses me estuve yendo a la cama de manera a veces simultánea, a veces alternativa, con dos primos de religión sikh que no se quitaban el turbante para follar. Yo me quitaba toda la ropa y ellos se quitaban toda la ropa pero el turbante se lo dejaban. Con el movimiento se les iba deshaciendo y al final, sin quererlo pero sin evitarlo, se liberaban sus cabelleras negras y larguísimas, pues los sikh no se cortan el pelo. Gracias a la Agencia de Salud Pública de Barcelona puedo imaginar a mis nueve amantes actuales en pelotas pero con mascarilla, bajándosela para comerme el coño, subiéndosela al acabar y luego limpiándomelo igual que se higienizan los micrófonos entre un conferenciante y otro.

Al Régimen no le importa lo más mínimo si aparte de irnos juntas a la cama nos amamos o nos odiamos, en ese sentido el Régimen Cóvid es bastante guarro: sólo se fija en si hay o no hay refriegue

¿Qué riesgo tienen las relaciones sexuales con personas convivientes?, sigue preguntándose retóricamente la Agencia Literaria de Salud Pública de Barcelona (no en vano Barcelona fue recientemente nombrada “Ciudad de la Literatura” por la UNESCO –a mí me dieron una beca de 3000 eurillos con esa excusa). Y se responde a sí misma:

En el caso de que las personas convivientes no tengan ningún síntoma y no hayan estado expuestas al virus, el riesgo de contagiarse es bajo. En cambio, se recomienda reducir al mínimo las relaciones sexuales con personas no convivientes.

De tan estricta como es la moral covídica, tan estricta como la moral judeocristiana (¿serán, acaso, la misma cosa?), cualquier mínima desviación de las consignas socioprofilácticas incurre en pecado de contagio a toda la comunidad. Al igual que con la moral judeocristiana, cabe la expiación: cinco, diez, veinte e incluso más días de cuarentena para el sujeto que cree haber establecido un contacto demasiado profundo con alguien indebido (o sea, de fuera de la burbuja), y sus buenos 100 euros en PCR para comprobar si es positivo, y, si lo es, 100 euros cada semana hasta que el resultado sea negativo.

El doctor William F. Marshall, de la prestigiosa Clínica Mayo de Rochester, Minnesota, avala la opinión de la catalana Agencia. Cuando pones en Google “sexo covid”, el primer resultado que te sale es el médico ese diciendo si no estás vacunado y tienes relaciones sexuales con alguien fuera de tu casa, considera estas precauciones para reducir el riesgo de contraer el virus de COVID-19:

Minimiza el número de parejas sexuales que tienes.

Evita los besos.

Evita los comportamientos sexuales que tengan riesgo de trasmisión fecal-oral o que involucren el semen o la orina. (Lo de no involucrar el semen es feminista, tántrico y tó lo que tú quieras).

Usa preservativos y protectores dentales durante el sexo oral y anal. (Fantasía sexual donde las haya porque, hasta donde yo sé, un protector dental es lo que se ponen los luchadores de deportes de contacto para que no les destrocen los dientes durante el combate: afinadísima asimilación, Dr. Marshall, de lucha y sexo).

Usa una mascarilla durante la actividad sexual. (No nos permite bajarla para la felación ni el cunnilingus salvo que llevemos protector bucal a lo kickboxer, lo que para las comidas de polla supone la ventaja añadida de reducir a cero el riesgo de mordisco).

Lávate las manos y dúchate antes y después de la actividad sexual.

Usa jabón o toallitas alcoholadas para limpiar el área donde tienes actividad sexual. (En esto sí habíamos acertado, ¡bingo!).

La promiscuidad, y eso lo saben muy bien tanto el Viejo como el Nuevo Testamento, se desarrolla por fases: primero se desea, luego se ejecuta el deseo. Ahora tengo muy claro que desear a la mujer del prójimo es ya una práctica sexual, es ya un peligro

Gracias a la moral cóvid se ha ensanchado el concepto de sexualidad del personaje de ficción que protagoniza este texto, que soy yo y que me llamo Cristina Morales. El Régimen Cóvid asimila promiscuidad con riesgo para la convivencia colectiva (exactamente como el cristianojudaísmo). La promiscuidad, y eso lo saben muy bien tanto el Viejo como el Nuevo Testamento, se desarrolla por fases: primero se desea, luego se ejecuta el deseo. Ahora tengo muy claro que desear a la mujer del prójimo es ya una práctica sexual, es ya un peligro. Ahora, a los treinta y cinco años de este personaje de ficción que se llama Cristina Morales y que ni haciendo cuentas recordaría con cuántas personas se ha acostado, es cuando empiezo a tener claro que con las miradas también se folla, que con las palabras también se folla, y que por supuesto los besos son sexo del duro. Los besos son la cosa que más me excita del mundo, sobre todo los primeros besos con desconocidos y desconocidas. Gimo más cuando me besan que cuando me penetran, o, lo que es seguro, gimo con más vértigo, gimo de absoluta pérdida del control, de absoluto salto al vacío es que gimo. Los besos son puertas de entrada a lo desconocido, a lo gran desconocido que es otro ser humano, gimo de pura vulnerabilidad de no saber nada y de estar aprendiendo a la velocidad del rayo, a la velocidad del beso, el cual, aunque sea lento (cuanto más lento, más crucial y más gimo) revela con cada vibración lo que los amantes eran antes de conocerse, lo que están siendo en ese instante y lo que serán después. Veinte años de vida sexual, dijéramos, adulta, dijéramos, consciente, tiene este personaje de ficción, y veinte años que la besan y se pone a temblar y no sabe qué hacer con la lengua. Tiene miedo de que la amante o el amante, tras el beso, se vaya, porque esta narradora y personaje siempre quiere más, para esta personaje y narradora follar es lo más importante del mundo. Veinte años en los que cada primer beso le ha parecido un milagro, en los que cada segundo beso le ha parecido asimismo un milagro dada la dificultad neoliberal con la que nos han criado para no sentirnos seguros de nosotros mismos ni de la posibilidad de ser queridos. Le gustas a alguien y no te lo crees, nos sentimos tan absolutamente alejadas de nuestros semejantes que cuando alguien se enrolla contigo piensas que es por un calentón ocasional, por una borrachera, por aburrimiento, y, víctimas del romanticoneo ramplón, denostamos esos disparaderos del contacto. Cuando quieren repetir contigo te parece una broma, piensas mal del otro: que te utiliza, que se va contigo porque otra le ha dado plantón (y si otra le ha dado plantón, ¿qué? Nos han enfermado de complejo de exclusividad: yo accedí a mi amante mejor —uno de los nueve― porque otro me había dado plantón). En mi caso, siempre quiero repetir con todo el mundo, excepción hecha de un par de veces: una en que efectivamente estaba aburrida y el pavo no me gustaba pero nos acostamos igual, era un compañero de la carrera, nos llevábamos bien y nos reíamos mucho, era de noche y era verano y empezó a meterme mano con mucha pericia en la Plaza Trinidad sita en la ciudad natal de este personaje de ficción y narradora en primera persona, Granada se llama la ciudad. Y otra vez, muchos años después, en Barcelona, con una chica lesbiana que me folló junto a un amante de los que aún conservo. Ella no quería follar con él pero estuvo muy de acuerdo en follarme a cuatro manos con el chico (para mí resultaba evidente que, aunque entre ellos no se tocaban, estaban compartiendo y multiplicando su energía sexual, escuchando los gemidos del otro, viendo al otro encajándoseme, ayudando en la comodidad de las posturas; era claro, pues, que entre ellos también estaban follando). Un voluptuoso cuerpo femenino me follaba y un voluptuoso cuerpo masculino me follaba y los dos a la vez me follaban, hasta cuando uno de ellos únicamente miraba, me estaba follando, es evidente eso, con los ojos también se folla. Me vapuleaban con dulzura o me preguntaban mis deseos. ¿Qué tendría o qué estaría haciendo yo para gustarles tanto (¡a esa inseguridad aprendida me refería!)? Por la mañana el masculino se fue no sin antes follármelo a horcajadas mientras ella se desperezaba y sonreía y se masturbaba, y luego ella me siguió follando hasta las dos de la tarde, lo pasé de maravilla, almorzamos desnudas. La he vuelto a ver mil veces, es mi colega, es listísima, es guapísima y tiene unas tetas que flipas, pero por alguna razón no tengo ganas de repetir, qué raro eso en mí que siempre tengo ganas de repetir, ¡y encima con lo fácil que me lo pone, siendo como es que ningún primer ni segundo beso (o un beso después de haber pasado mucho tiempo del último) es fácil! Los besos son oráculos, esos oráculos que en las obras de la Antigüedad Clásica conocían no sólo el futuro sino sobre todo el pasado. El primer beso es una cuenta, un inventario de lo que ha pasado entre los besantes hasta que el beso se dio: cuántas ganas se tenían, si se esperaban estar ahí besándose o no, si tienen prisa o no, si sienten o no culpa. Años de catequismo en la infancia y luego años de politización transfeminista y hasta que no se ha instaurado el Régimen actual no me había dado cuenta de que el deseo, de que la imaginación, de que la proyección, eran en sí mismas prácticas sexuales y, en tanto que prácticas sexuales, prácticas peligrosas, suspensiones de la individualidad. El sexo es para mí un método de conocimiento individual y colectivo, de las cosas y de los seres y, por supuesto, el cristianismo y el Régimen Cóvid censuran el conocimiento. Normal que desaconsejen los besos.

Años de catequismo en la infancia y luego años de politización transfeminista y hasta que no se ha instaurado el Régimen actual no me había dado cuenta de que el deseo, de que la imaginación eran en sí mismas prácticas sexuales y, en tanto que prácticas sexuales, prácticas peligrosas, suspensiones de la individualidad.

En noviembre de 2020, cuando las estadísticas colocaban a España como el tercer país de Europa con más muertes y contagios por cóvid (saco los datos de la web del Gobierno), yo me estaba pasando un hielo con toda la concurrencia de un bar anarquista en el corazón de Madrid. Bailábamos reguetón y Beyoncé. A efectos cóvid, pues, a todas esas y esos anarcas y filoanarcas me los y las follé. Mi cuenta de nueve amantes, por mor del cóvid, empezaba a elevarse a cifras propias de estrella del porno o del Marqués de Sade.

Desde que se instauró el Régimen he deseado a veces fervientemente, a veces en un destello, a las siguientes personas con las que, hasta el momento, no ha pasado nada:

Fabrizio, Domenico, Chiara, Malik, Guillem, Andrej, Diana y alguien cuyo nombre desconozco.

Con dos de esas personas es muy probable que pase algo. Con una de ellas es menos probable pero sigue siendo probable. Otra de ellas me hizo la cobra pero, aun así, hay alta probabilidad de que nos enrollemos en el futuro. Con otras tres de ellas es prácticamente imposible, pero uno de esos casi imposibles compañeros sexuales bailó conmigo un agarrao, no recuerdo si un tango o un pasodoble o un agarrao típicamente italiano que no había escuchado antes, pero los cuatro, cinco o diez minutos de danza, de su mano en mi espalda empapada (aunque era invierno y nos acabábamos de conocer y en Roma estábamos en zona naranja, él abrazaba sin escrúpulos mi sudor), de mi mentón clavado en su hombro y de su mejilla deslizándose por mi sien, de sus ojos y los míos cerrados, esos diez, cuatro u ocho minutos quizás fueron, digo, (ahora lo sé gracias a la apertura de miras que me ha proporcionado el Régimen), a efectos de salud pública, lo mismo que follar.

Como personaje de ficción protagonista y narradora en primera persona de esta historia, puedo afirmar y afirmo que he vivido los quince meses de hierro del cóvid incumpliendo sistemáticamente la ley, y ahora que no son de hierro pero son de plomo, igual. Me he saltado el toque de queda y nunca me han multado. He estado sin mascarilla delante de docenas de policías y nunca me han multado. He viajado por toda España, sola y acompañada, en tren, en bus, en barco y en avión sin atender a las limitaciones de movilidad. He alternando salvoconductos falsos y auténticos. He estado en Alemania, en Colombia, en Francia y en Italia. He hecho, pues, uso de mis privilegios de adulta joven blanca europea sin obligaciones familiares acuciantes, mujer de la que no se espera que incumpla la ley. He aderezado mis privilegios con ropa ejecutiva para viajar cuando sólo estaba permitido hacerlo por trabajo, o con ropa de deporte para salir a la calle cuando sólo estaba permitido hacerlo para hacer deporte, o con ropa más modesta y un chaleco reflectante cuando quería salir en bici y así me tomaban por una honrada currante que se iba a ganarse el pan en el turno de noche en vez de a la fiesta psicotrópica a la que iba.

El personaje de ficción que protagoniza esta historia considera violentísimas las pruebas diagnósticas cóvid porque su sistematización para poder trabajar supone un estrago económico, la mayor parte de las veces sufragado por el trabajador, y una invasión física constante y dolorosa.

El personaje de ficción que protagoniza esta historia dejó de presentar pruebas diagnósticas reales el día en que descubrió que en ningún aeropuerto del mundo se comprobaban esos papelillos. Además, considera violentísimas las pruebas diagnósticas cóvid porque su normalización y sistematización para poder trabajar en todos los sectores productivos supone un estrago económico, la mayor parte de las veces sufragado por el trabajador, y una invasión física constante y dolorosa. Los argumentos de “es un momento” y “es por el bien de todos”, los compartamos o no, no le restan un ápice de violencia laboral y física al trance diagnóstico. La protagonista de esta historia no quiere vacunarse. Si en un futuro no del todo hipotético la obligan a ello, hará lo posible por burlar la prohibición. Nuestra protagonista es asmática y ha sufrido una media de dos neumonías cada año, pero desde que se instauró el Régimen Cóvid sólo ha pillado una, y la pilló porque donde trabajaba tenían el aire acondicionado a 18 grados mientras en la calle había 32. Como presentarse en Urgencias era algo que, paradójica pero reveladoramente, hasta el Régimen desrecomendaba, se trató automedicándose con la cortisona y el antibiótico que le sobraron del último arrechuche, bañándose desnuda en Krumme Lanke y secándose al sol. Quedó como nueva y, encima, bronceada, aunque de un bronceado distinto al del Tirreno, ni que decir tiene que el sol berlinés es muy diferente al sol mediterráneo, ni mejor ni peor, diferente. No tiene que ver con el sol, pero en los lagos berlineses te puedes desnudar y la luz, aunque es menos fuerte, te calienta el marginado culo y el marginado pubis, y si abres ligeramente las piernas te calienta la vulva, qué placer ese: es un relajante instantáneo, los rayos de sol abren una autopista (sin límite de velocidad, como pasa en Alemania) del coño al cerebro. El cerebro se te broncea coño a través. El coño, a diferencia de la piel, sí que es un órgano transformador.

Roma, 30 de junio de 2021

Cristina Morales es escritora española. Su novela ‘Lectura fácil’ (Anagrama, 2018) fue Premio Herralde y Premio Nacional de Literatura.

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