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ADELANTO EDITORIAL

Contra la España vacía

Sergio del Molino retoma en su nuevo libro, que se publica esta semana, algunos de los argumentos de su famoso ensayo. Adelantamos un fragmento del capítulo ‘Banderas desteñidas’

Un hombre ondea una bandera de España en un balcón durante la manifestación convocada en Barcelona el 8 de octubre de 2017.
Un hombre ondea una bandera de España en un balcón durante la manifestación convocada en Barcelona el 8 de octubre de 2017.JORGE GUERRERO (AFP)
Sergio del Molino

Uno de los peores rasgos del populismo es la frivolidad. Rosa Parks y los activistas por los derechos civiles en cuyo ejemplo se miran los nacionalistas arriesgaban sus vidas por una causa justa. Ante la opresión, sólo cabía una lucha que podía ser violenta sin dejar de reclamarse legítima. Los populistas, en cambio, se inmolan (o arrastran a otros a la inmolación) en nombre de naderías. Ahí están, como 857 losas en la conciencia nacional, los 857 asesinados por ETA en nombre de la nadería más grosera, recordatorio lúgubre de lo lejos que puede llegar el nacionalismo en su obstinación. Se puede adornar con toda la retórica guerrera que se quiera y se pueden encargar los poemas épicos que sean menester, pero ir a la cárcel y agrietar una comunidad política democrática por ofensas subjetivas y kitsch que no responden a ninguna situación tasable de dictadura u opresión es una cumbre de la frivolidad. Si valoramos que muchos están dispuestos a ir a la cárcel para que sus impuestos no se inviertan en la construcción de escuelas en Badajoz, lo frívolo deviene ruin.

La rebelión en sí tiene poca importancia, pues las grietas de la comunidad llevan agrandándose mucho tiempo, no son obra de cuatro aventureros infantiloides. La construcción nacional de Cataluña y Euskadi (y las más atenuadas de otras autonomías) ha erosionado el principio de igualdad y ha abierto conflictos insólitos. La mayoría, pequeños, poco visibles y casi íntimos, pero todos juntos vacían de razones la convivencia. Una nación es una comunidad imaginada, como proponía Benedict Anderson, que necesita una mitología común para comunicarse y funcionar. El historiador Eric Hobsbawn estableció que esa mitología era una tradición inventada, el cemento retórico que une a los ciudadanos. Los españoles tenemos cada vez menos tradición inventada común y más tradiciones inventadas particulares.

Una propuesta como la que lanzaba en ‘La España vacía’ (la exploración de los lazos que unen a los españoles a través de la memoria campesina) no tiene fuerza para oponerse a la marea nacionalista

En ese sentido, una propuesta tan etérea y literaria como la que lanzaba en La España vacía (la exploración de los lazos que unen a los españoles a través de la memoria campesina y la mitología de los éxodos rurales, como cimiento de una tradición inventada) no tiene fuerza para oponerse a la marea nacionalista y cuajar en un articulado político. La disolución simbólica del país es tan profunda que se necesita una armazón previa para que ese cruce de mitos y leyendas familiares entre la ciudad y el campo pueda cumplir su función. Hay que anotar aquí que esa vertebración basada en la España vacía no es una solución definitiva. Al depender de la memoria, se desvanece con el paso de las generaciones. Conforme los españoles pierden los vínculos biográficos con el pasado campesino, el lazo comunitario se afloja, pero eso, lejos de ser un problema, es una virtud, pues permite renovar los cuentos que la comunidad se cuenta a sí misma para convivir. No hay verdades universales e inamovibles: corresponde a cada generación encontrar un hilo común.

No me quiero desviar mucho por esos barrancos. La cuestión es que España ha perdido buena parte de su arquitectura ritual y simbólica, lo cual no tendría la menor importancia si hubiera otros rituales y símbolos que vinculasen a los ciudadanos entre sí. Antes de marzo de 2020, había varios indicios que apuntaban hacia la creación de una identidad europea. Tony Judt identificó tres fenómenos o instituciones importantes: la Champions League de fútbol, el programa de becas Erasmus y los vuelos de bajo coste. Las dos últimas están amenazadas por la pandemia. Nadie sabe si la industria de la aviación se recuperará y serán viables las compañías como Ryanair, que conectaban y vertebraban el continente. Tampoco está claro que una Europa preocupada por rescatar unas economías noqueadas por caídas impresionantes del PIB vaya a esforzarse mucho en mantener ese programa de intercambio universitario. La Champions tiene mejor pronóstico, siempre que vuelva a haber público en los estadios.

Contra la España vacía

Estos tres elementos estaban creando, a ojos de Judt, una especie de conciencia prenacional, al menos en una capa de la población, los jóvenes con estudios universitarios, una parte de los cuales socializaba en un marco europeo. Las becas Erasmus ampliaron la noción de hogar para muchos jóvenes y fomentaron una polinización cruzada muy intensa entre ellos (no en vano se llamaban becas Orgasmus). Los vuelos baratos hicieron fácil y posible una vida internacional, acortando la sensación de lejanía. Por último, no hay que explicar el enorme poder identitario y tribalista que tiene el fútbol y cómo vertebra las comunidades políticas a través de la división, lo que es una paradoja. Los forofos de un equipo detestan a los rivales, pero a la vez los necesitan. La dialéctica de una liga de fútbol se reproduce cíclicamente, siguiendo el esquema del eterno retorno, y proporciona una sensación de continuidad y estabilidad circular a un mundo lineal, huidizo e imprevisible. Las temporadas de fútbol sustituyen a las temporadas agrícolas como organizadoras de un tiempo compartido.

Siendo estos tres rasgos muy poderosos, no bastan por sí solos. En su ensayo-alegato sobre el futuro de Europa, Judt concluye que hace falta mucho más para que cuaje una conciencia. Esas tres fuerzas culturales han surgido de forma más o menos espontánea y como efectos imprevistos de la apertura de las fronteras y la desregulación aduanera, pero al no haber un nacionalismo europeo movilizado que diseñe instituciones de gobierno fuertes, como sucedió en las unificaciones de Italia y Alemania, es muy improbable que el continente avance hacia una forma de unidad política. Las peleas constantes entre países y la hegemonía de Alemania, que impone sus intereses particulares a toda la UE y la utiliza como un instrumento de su política exterior y económica, colocan la posibilidad de una Europa posnacional en el armario de las quimeras.

Si Europa no tienen la fuerza suficiente para compactar una comunidad, no queda más remedio que seguir jugando a las naciones

Otro historiador, Orlando Figes, desde un esquema de análisis cultural muy parecido al de Judt, sostiene que esa identidad prenacional empezó en el siglo XIX, coincidiendo con el auge de los nacionalismos. Figes también señala tres elementos precursores de la conciencia europea: el ferrocarril, la industria del libro y la ópera. El primero vertebró el continente, permitiendo la difusión rápida de las ideas y disparando la producción cultural. No sólo se conectaron las grandes capitales, sino estas con las provincias, facilitando un flujo de libros y espectáculos que unificó como nunca la vida de los europeos. Gracias a los trenes y a la alfabetización, los editores aumentaron las tiradas y la cantidad de títulos en circulación. La armonización de los derechos de autor en la mayoría de los países dotó de seguridad jurídica a los escritores, que por primera vez pudieron vivir de los ingresos de sus libros sin depender de mecenas ni otras rentas. La ópera creó un repertorio que giraba por los principales teatros, popularizando las obras de Verdi o Puccini. Los europeos cada vez eran más cultos, leían las mismas novelas y disfrutaban de las mismas óperas de moda. En ese sentido, es curioso que los grandes teatros nacionales tuvieran desde el principio una vocación internacional. El Teatro Real de Madrid no se abrió para dar salida a las producciones locales, sino para atraer a los grandes intérpretes y títulos que triunfaban en París, en Milán y en Londres.

Desde el siglo xix, esta integración cultural no ha dejado de estrecharse, pero no ha desembocado en una disolución de las naciones. Una comunidad política necesita algo más para formarse como tal, no es suficiente un espacio intelectual común. Al proveer de una pulsión religiosa, pasional y épica a la vida comunitaria, el nacionalismo se impone siempre a lo ecuménico. La religión es un agente movilizador poderosísimo contra el que no se puede competir. Por eso José Álvarez Junco llamó a los credos nacionalistas “dioses útiles”.

Si Europa y lo europeo no tienen la fuerza suficiente para compactar una comunidad, no queda más remedio que seguir jugando a las naciones, porque la alternativa, en un mundo dominado por los flujos financieros internacionales y por empresas tecnológicas omniscientes y sin patria, es la tiranía corporativa. Rearmar la nación se ha convertido en un horizonte político incluso para la izquierda que más ha trabajado por disolverla. Este rearme es una tarea tan urgente como improbable, pues debe oponerse por igual a las presiones de un mercado libre universal y a la fuerza de los populismos nacionalistas. La única posibilidad de supervivencia de la democracia liberal como expresión política y marco de referencia de la comunidad pasa por reapropiarse de lo nacional, evitando tanto su disolución en el logotipo de Apple como su estrangulamiento en la turba nacionalista.

Contra la España vacía’. Sergio del Molino. Alfaguara, 2021. 280 páginas. 17,95 euros. Se publica el 3 de junio.

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Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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