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LECTURA / 'LOS ESPEJISMOS DE LA CERTEZA'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las mujeres no pueden dedicarse a la física

La escritora estadounidense Siri Hustvedt publica el volumen ‘Los espejismos de la certeza”, en el que reúne sus reflexiones sobre la relación entre el cuerpo y la mente. Adelantamos un ensayo que desmonta los intentos de demostrar la incapacidad femenina para la ciencia

La novelista y ensayista Siri Hustvedt posa en los pasillos de la FIL de Guadalajara (México) en 2019.
La novelista y ensayista Siri Hustvedt posa en los pasillos de la FIL de Guadalajara (México) en 2019.Gladys Serrano

Las declaraciones que con tanta seguridad se hacen sobre las diferencias psicológicas entre sexos siempre presentan a las mujeres más en desventaja desde el punto de vista material, biológico e intelectual que a los hombres. Cada vez que doy con una afirmación que asegura que las mujeres no son capaces de lograr algo por naturaleza, no puedo evitar recordar sentencias similares que se han hecho a lo largo del tiempo sobre la inferioridad femenina y las distintas maneras en que estas lamentables deficiencias han sido formuladas por sus defensores.

Lo cierto es que hay bastante amnesia histórica en la elaboración de los argumentos contemporáneos que defienden la incapacidad femenina para la física y las matemáticas. Durante siglos se ha considerado a las mujeres inadecuadas, ya fuera por naturaleza o por motivos biológicos, para todo tipo de actividad mental, y eso a pesar de que las materias que supuestamente se nos resisten han ido cambiando según la época. En los siglos XVII y XVIII, por ejemplo, las matemáticas y la astronomía se consideraban ocupaciones adecuadas para las damas. Una revista inglesa llamada The Ladies Diary (publicada entre 1704 y 1841) se dedicaba a enseñarles “Escritura, aritmética, geometría, trigonometría; la doctrina de la esfera, astronomía, álgebra, con sus subordinadas, a saber: agrimensura, medición de capacidad y con cuadrante, navegación, y todas las demás ciencias matemáticas. La revista fue un gran éxito, y uno de sus primeros editores, Henry Beighton, elogió mucho “el ingenio vivo, el genio penetrante” y las “facultades de discernimiento” que tenían las mujeres que resolvían problemas matemáticos difíciles con una sagacidad que, a su juicio, era equiparable a la de los hombres.

Como señala Londa Schiebinger, la mayoría de las científicas de renombre de la época eran “matemáticas o trabajaban en disciplinas orientadas a las matemáticas como la física y la astronomía”. Luego nombra a las astrónomas Maria Winckelmann, Maria Eimmart, Maria Cunitz y Nicole Lepaute, a las matemáticas Maria Agnesi y Sophie Germain, y a las físicas Laura Bassi y Émilie du Châtelet. Aunque la época tocó a su fin, hubo un momento en que las matemáticas, la física y la astronomía no se consideraban actividades poco femeninas, y, como era de esperar, las mujeres buscaron ansiosamente esa educación. Algunas sobresalieron y marcaron la historia de sus disciplinas. Da que pensar que hasta el siglo XX eran pocas las mujeres que ejercían la abogacía o la medicina. Cuando yo era niña no había una sola abogada o médica en mi pequeña ciudad de Northfield, Minnesota. Ahora abundan.

Muchos científicos se han dedicado con ahínco a buscar pruebas que demuestren la inferioridad femenina a lo largo de los siglos

Muchos científicos se han dedicado con ahínco a buscar pruebas que demuestren la inferioridad femenina a lo largo de los siglos. Paul Broca, cuyo nombre permanece unido a la circunvolución frontal inferior izquierda del cerebro, un área del lenguaje que ya se ha mencionado (la que Hughlings Jackson cuestionó), y cuyas contribuciones a la especialidad se mencionan merecidamente en todos los libros de texto y todas las historias de la neurología, dedicó un tiempo considerable a medir cerebros y cráneos femeninos. Los cerebros femeninos son más pequeños que los masculinos y las disputas sobre por qué es así todavía continúan. No todos lo son, por supuesto, pero en general es cierto. Muchos creen que se debe simplemente a que las mujeres son, de media, más menudas que los hombres. De su investigación, Broca llegó a la conclusión siguiente:

“Podríamos preguntarnos si el tamaño reducido del cerebro femenino depende en exclusiva del tamaño reducido de su cuerpo. Tiedemann ha propuesto esta explicación. Pero no hay que olvidar que las mujeres son, de media, un poco menos inteligentes que los hombres, una diferencia que no debemos exagerar pero que, sin embargo, es real. Cabe suponer, por lo tanto, que el tamaño relativamente pequeño del cerebro femenino depende en parte de su inferioridad física y en parte de su inferioridad intelectual”.

Maria Agnesi, en un grabado de 1836.
Maria Agnesi, en un grabado de 1836.Wikimedia Commons.

En su ensayo Women’s Brains [Cerebros de mujer»], Stephen Jay Gould comentó el trabajo de Broca en un inciso: “Siento el mayor de los respetos por la meticulosidad de los procedimientos de Broca. Sus cifras son sólidas. Sin embargo, la ciencia es un ejercicio de inferencias, no un catálogo de datos. Los números, por sí mismos, no especifican nada. Todo depende de lo que uno haga con ellos”. Ésa es la cuestión. Una cosa son los datos y otra interpretarlos.

“El hecho de que muchas de las diferencias entre los sexos tengan sus raíces en la biología —escribe Pinker en La tabla rasa— no significa, por supuesto, que un sexo sea superior, que las diferencias se den en todas las personas y en todas las circunstancias, que la discriminación basada en el sexo esté justificada, ni que las personas estén obligadas a hacer las cosas típicas de su sexo. Sin embargo, las diferencias tampoco carecen de consecuencias” (la cursiva es mía). Pinker tiene cuidado en adoptar un tono retórico razonable. Sólo porque los hombres y las mujeres son psicológicamente diferentes, no puede decirse que uno sea mejor o peor. Edward H. Clarke, otro profesor de Harvard cuyas opiniones tuvieron una gran influencia, escribió en 1873 un libro con el alegre título de Sex in Education: A Fair Chance for Girls [El sexo en la educación o una oportunidad justa para las niñas], en el que también declaraba que un sexo no era superior al otro: “Tampoco existe inferioridad o superioridad en esta cuestión. El hombre no es superior a la mujer, ni la mujer es superior al hombre. La relación entre sexos es de igualdad, ni mejor ni peor, ni por encima ni por debajo, pero con esto tampoco se pretende decir que los sexos sean iguales. Son diferentes, muy diferentes entre sí”. Clarke no fomentó la idea de que las mujeres eran intelectualmente inferiores a los hombres.

De hecho, creía que las mujeres podían dominar con la misma competencia que sus colegas masculinos no sólo las humanidades, sino también las matemáticas, incluso en los niveles más altos. Sin embargo, basándose en la biología evolucionista y en su experiencia médica, señaló la evidencia científica de que las niñas que realizan un intenso trabajo intelectual sufren de útero encogido, aumento de masculinización, esterilidad, neuralgia, histeria y locura. Algunas, insistió, incluso habían muerto por esos esfuerzos. Sustentaba esa afirmación con estudios científicos sobre el tema, muchos de ellos llevados a cabo en Harvard. El libro de Clarke, como los comentarios de Summers, dio pie a una controversia enardecida. En la época de Clarke, en la que las mujeres pedían a gritos entrar en las universidades, la pregunta era: ¿las mujeres no son biológicamente aptas para acceder a la educación superior? Hoy día, que el número de mujeres dedicadas a las matemáticas y la física es bajo, la pregunta es: ¿las mujeres no son biológicamente aptas para la tecnología y las ciencias?

Poco más de 100 años después de Clarke, Donald Symons se hizo eco de sus teorías y se anticipó a Pinker en su libro The Evolution of Human Sexuality (1979): “Respecto a la sexualidad humana, existen una naturaleza humana femenina y una naturaleza humana masculina, y las dos son extraordinariamente diferentes”. También se apresuró a aclarar que el hecho de distinguir entre ambas no “indica inevitablemente que un sexo sea inferior o defectuoso”. Me pregunto en cuál de los dos sexos debía de estar pensando Symons cuando usó las palabras inferior y defectuoso. Las cosas cambian y no cambian. Las ideas de Clarke suenan escandalosas hoy día. Según su teoría, mi consumo voraz de libros debería haberme dejado infértil poco después de empezar a menstruar. Las ideas de Pinker, sin embargo, se cuelan a menudo en la prensa sin provocar comentarios. A pesar de que muchas de las numerosas reseñas que he leído sobre La tabla rasa eran negativas, en ninguna se hacía referencia, por ejemplo, a la afirmación de que el hecho de que haya “más hombres que mujeres con habilidades excepcionales para el razonamiento matemático y la manipulación mental de objetos tridimensionales basta para explicar una desviación de 50/50 en la proporción de los sexos entre ingenieros, físicos, químicos orgánicos y profesores en algunas ramas de las matemáticas”. No fue hasta que Larry Summers repitió los puntos de vista de Pinker sobre la diferencia de sexo y las ciencias cuando los medios de comunicación de Estados Unidos repararon en ellos.

Las tempestades mediáticas van y vienen, con Edward Clarke, con Larry Summers o con quien sea que aparezca para elevar la temperatura política. Fuera de Estados Unidos, pocas personas prestaron atención a alguna de esas tormentas. Ahora bien, no hay duda de que también han tenido sus propios alborotos. Lo que importa aquí es que una concepción dura de la biología, la naturaleza y las formas específicas de las teorías evolucionistas han promovido durante mucho tiempo verdades sobre las diferencias psicológicas entre los sexos que, en realidad, no son verdades. Además, la respuesta al problema de las diferencias de sexo depende de marcos perceptuales y paradigmas que inevitablemente sesgan los resultados en una u otra dirección. Al fin y al cabo, los científicos que Clarke menciona deben de haber establecido correlaciones entre úteros secos, locura, esterilidad y mujeres muy cultas. Es difícil creer que cada estudio que Clarke cita sea un fraude total. Los datos se han de interpretar. La ciencia debe sacar conclusiones, y algunas interpretaciones e inferencias son más inteligentes y sutiles que otras, como sabe cualquiera que se dedique a leer publicaciones científicas. Y la interpretación sutil es el resultado de muchos factores, entre ellos la educación, los prejuicios y los sentimientos de quien interpreta.

Janet Shibley Hyde descubrió que el sexo tenía un efecto nulo o muy pequeño en las cualidades psicológicas. También descubrió que incluso las diferencias estadísticamente significativas, como la agresividad (los hombres tenían más), desaparecían según el contexto.

En 2005, Janet Shibley Hyde publicó en American Psychologist un artículo titulado “The Gender Similarities Hypothesis” [La hipótesis de las similitudes de género], una revisión de 46 metaanálisis de estudios sobre las diferencias de sexo realizados desde la década de 1980. El metaanálisis es un método estadístico que reúne datos a partir de muchos estudios sobre la misma cuestión y que obtiene un resultado combinado. Hyde descubrió que, con unas pocas excepciones, el sexo tenía un efecto nulo o muy pequeño en las cualidades psicológicas. También descubrió que incluso las diferencias estadísticamente significativas, como la agresividad (los hombres tenían más), desaparecían según el contexto. En un estudio en el que los participantes debían lanzar bombas en un videojuego interactivo, los investigadores advirtieron que cuando los hombres sabían que los estaban mirando, arrojaban muchas más bombas que las mujeres. En cambio, cuando las mujeres creían que no las observaban, lanzaban más bombas que los hombres. ¿Es eso una prueba firme de que los hombres y las mujeres son igual de agresivos? No, pero no hay duda de que desenfoca el problema.

Al menos cabe fantasear con que las mujeres en cuestión, creyendo que nadie podía verlas, se sintieron liberadas de la imposición de contener a diario los impulsos hostiles en nombre de la feminidad y fueron capaces de soltar una ráfaga de agresividad reprimida y disfrutar de un rato de diversión descargante. Hyde también cita varios estudios en los que se realizó un examen a estudiantes universitarios con la misma formación en matemáticas. En unos casos se comunicó a los participantes que la prueba había mostrado diferencias de género en el pasado, y en otros, que la prueba era “neutra desde la perspectiva de género”. Bajo la primera condición, a las mujeres les fue peor que a los hombres. En la segunda, hombres y mujeres se desenvolvieron igual de bien. Los poderes de la sugestión no están limitados a la hipnosis o al placebo.

Según una revisión más reciente de la literatura sobre las diferencias cognitivas entre sexos llevada a cabo en 2014 por David Miller y Diane Halpern, en la década de 1970 los niños superaban a las niñas en una proporción de “13 a 1 entre los estudiantes estadounidenses con una habilidad excepcional para las matemáticas. Sin embargo, esta relación se ha reducido a 2-4 a 1 en los últimos años”. Si el razonamiento matemático excepcional y la manipulación de objetos tridimensionales explican la mayor presencia de los hombres en la ingeniería, la física, la química orgánica y “algunas ramas de las matemáticas”, pues tiene “sus raíces en la biología” (sinónimo de básicamente innato), ¿cómo, en unas pocas décadas, podrían haber cambiado tan drásticamente las cifras citadas por Miller y Halpern? Confieso haber pensado que la atención obsesiva que se presta a la manipulación de objetos tridimensionales, también conocida como habilidades de rotación mental y una de las pocas diferencias entre los sexos que se ha documentado de forma consistente, empieza a parecer un poco desesperada. Además, establecer una línea directa entre la capacidad de rotación espacial y el número de mujeres dedicadas a la física, las matemáticas o cualquier otro campo me parece muy sospechoso.

Otra diferencia de sexo que se ha documentado de forma consistente y que puede encontrarse en muchos libros de texto y artículos es que la fluidez verbal, la comprensión lectora y las dotes para escribir son superiores en las personas de sexo femenino. Por el contrario, Hyde señaló que estas diferencias son minúsculas

Otra diferencia de sexo que se ha documentado de forma consistente y que puede encontrarse en muchos libros de texto y artículos es que la fluidez verbal, la comprensión lectora y las dotes para escribir son superiores en las personas de sexo femenino. Por el contrario, Hyde señaló que estas diferencias son minúsculas. Ahora bien, si se aplica la misma lógica que se ha utilizado para vincular la rotación espacial a varias profesiones, cabría esperar que la mayor fluidez verbal de las mujeres las catapultara a la cima del mundo literario. Y, sin embargo, a pesar de esta ventaja femenina observada tan a menudo, el “genio literario” se asigna con mayor frecuencia al lado masculino de la división. Si las lumbreras literarias masculinas no triunfan por sus capacidades lingüísticas superiores, quizá su éxito se base en que son mejores rotando sus personajes tridimensionales en el espacio mental, que ven desde todos los ángulos posibles: colgados del techo, suspendidos de lado o caminando sobre las manos. El razonamiento que alienta el argumento (que unas habilidades de rotación espacial inferiores tienen una relación causal con el número de mujeres en matemáticas, física, etc.) presenta serias inconsistencias.

Se han realizado innumerables estudios sobre las habilidades de rotación mental y el sexo. ¿De verdad se les da mejor a los hombres girar mentalmente un objeto tridimensional? Y de ser así, ¿qué significa eso? Este hallazgo, junto con la prueba ya obsoleta que mostraba que los niños superaban en número a las niñas en una proporción de trece a uno en habilidades matemáticas excepcionales, respalda la explicación de Pinker de por qué hay más hombres en las disciplinas de la ciencia dura. Según el argumento evolucionista, los hombres conciben el espacio mejor que las mujeres porque eran cazadores allá en las sabanas en tiempos pasados y necesitaban esas habilidades para acechar a sus presas y apuntar sus armas mortíferas. Las mujeres, en cambio, buscaban tubérculos y bayas, y al parecer no necesitaban mucha capacidad espacial para ello, aunque esta afirmación también podría revisarse. Stephen Jay Gould señaló hace años que este tipo de explicación es equiparable a uno de los Cuentos de así fue de Kipling: “Déjame contarte cómo al tigre le salieron rayas”. “Déjame contarte por qué las mujeres no pueden girar mentalmente objetos. Había una vez.. Hay estudios en los que se han observado vínculos entre los niveles de andrógenos en el útero, durante la pubertad y en la edad adulta, y esas habilidades espaciales rotativas. Otro estudio concluyó que la testosterona que circula en los jóvenes de ambos sexos no tiene ningún efecto en las aptitudes espaciales. Otros científicos han señalado un vínculo entre los niños que juegan a videojuegos y sus habilidades espaciales.

Los estudios experimentales demuestran que las mujeres obtenían peores resultados en las pruebas de rotación tridimensional si se les decía de antemano que los hombres eran superiores en ello. Este descenso en las puntuaciones femeninas refleja la “amenaza del estereotipo”.

Por otra parte, los estudios experimentales demuestran que las mujeres obtenían peores resultados en las pruebas de rotación tridimensional si se les decía de antemano que los hombres eran superiores en ello. Este descenso en las puntuaciones femeninas refleja la “amenaza del estereotipo”. El término se introdujo en estudios sobre los prejuicios raciales y sus efectos, pero enseguida se hizo extensible al sexo. Un estudio mostró que cuando se realizaba la prueba, no en dos dimensiones con lápiz y papel, sino en tres dimensiones en un entorno virtual, las diferencias de sexo se desvanecían. Otro corroboró que las mujeres se desenvolvían tan bien como los hombres en la prueba tridimensional, y, en ambas circunstancias, bastaba un breve curso de capacitación para que el desempeño de las mujeres alcanzara el nivel del de los hombres.

Los títulos de algunos artículos dan una idea de la diversidad: “Sex Differences in Parietal Lobe Morphology: Relationship to Mental Rotation Performance” [Diferencias sexuales en la morfología del lóbulo parietal: relación con el rendimiento de la rotación mental], “Playing an Action Video Game Reduces Gender Differences in Spatial Cognition” [Jugar a un videojuego de acción reduce las diferencias de género en la cognición espacial], “Mental Rotation: Effects of Gender, Training, and Sleep Consolidation” [Rotación mental: los efectos del género, el entrenamiento y la consolidación del sueño], y “Nurture Affects Gender Differences in Spatial Abilities” [La crianza afecta las diferencias de género en las capacidades espaciales]. La investigación es extensa, y después de leer decenas y decenas de documentos sobre la rotación espacial tridimensional, empecé a sentirme como Alicia.

—Pero yo no quiero estar entre locos —señaló Alicia.

—Oh, no puedes evitarlo —dijo el gato—, aquí todos estamos locos. Yo estoy loco, tú estás loca.

—¿Cómo sabes que estoy loca? —preguntó Alicia.

—Debes de estarlo —dijo el gato—. De otra forma no habrías venido aquí.

La escritora Simone de Beauvoir leyendo en su apartamento en París, 1968.
La escritora Simone de Beauvoir leyendo en su apartamento en París, 1968.Jacques Pavlovsky ((Sygma via Getty Images))

¿Qué conclusión puede sacarse de las innumerables investigaciones que se han llevado a cabo sobre esta cuestión en particular, aparte de que no hay una respuesta definitiva? Quizá que en todas las habilidades “cognitivas” humanas interviene una confluencia de factores, en particular el contexto y la sugestión, que incluyen las relaciones entre el “sujeto” de un ensayo y las personas que lo llevan a cabo. Pocos científicos discreparían. Las discrepancias llegan con el énfasis y la persistencia obstinada en presentar la naturaleza y la crianza como polos opuestos incluso entre aquellos que afirman saber más. Yo no creo que haya ninguna razón para rehuir las diferencias sexuales. Muchas de ellas (las barbas, los senos, los penes, los clítoris, las vulvas, el timbre de voz) son obvias. La pregunta es: ¿qué cambios entrañan esas diferencias y cómo debemos entender las diferencias psicológicas entre sexos? Pinker admite que muchas diferencias de sexo no tienen “nada que ver con la biología” y que las “diferencias de sexo actuales” pueden resultar tan efímeras como la vestimenta, los peinados o las tasas de asistencia a la universidad. Esto lo dice justo antes de soltar una larga lista de pruebas adicionales de las diferencias que, según da a entender, están profundamente arraigadas en nuestra “biología”. Una vez más, el problema es cómo enmarcar la distinción teórica entre biología y cultura.

Cuando di a luz a mi hija en 1987, me vi inmersa en una experiencia única para las mujeres, pero ni siquiera este suceso natural se presta a las severas divisiones entre la naturaleza y la crianza, lo biológico y lo cultural. La edad que yo tenía entonces, 32 años, mis deseos, mi historia personal, tanto consciente como inconsciente, la presencia de mi marido en la sala, el semblante franco y serio de mi obstetra, que me gustaba muchísimo, la mujer que aullaba al fondo de la sala de maternidad como si la estuvieran torturando, el Pitocin, una forma sintética de la hormona oxitocina, que convirtió el preparto en una larga contracción... Nada de todo eso puede disociarse de la experiencia corporal del parto ni analizarse como algo distinto.

Si se saca un cuerpo de su mundo particular y se le trata sin más como un objeto diferenciado, como una rana muerta, compuesto por una serie de mecanismos que pueden desmontarse y volver a montarse, se perderá una parte de su realidad

En El segundo sexo, Simone de Beauvoir afirma: “Sin embargo, se dirá que, desde la perspectiva que adopto —la de Heidegger, Sartre y Merleau-Ponty—, si el cuerpo no es una cosa, es una situación; es nuestra forma de aprehender el mundo y el esbozo de nuestros proyectos”. No dice que el cuerpo está siempre en una situación o contexto. Sostiene que es una situación. Se trata de una concepción dinámica de una persona como sujeto corporal. En la ciencia, el cuerpo es ante todo una cosa, un objeto de estudio que hay que diseccionar, medir y analizar. Es una cosa vista desde una perspectiva en tercera persona. No hay nada de malo en ello porque los descubrimientos interesantes han procedido, procederán y deben proceder de esta perspectiva, pero las realidades y las diferencias subjetivas se eliminan inevitablemente, y éstas también tienen algo que enseñarnos. Si se saca un cuerpo de su mundo particular y se le trata sin más como un objeto diferenciado, como una rana muerta, compuesto por una serie de mecanismos que pueden desmontarse y volver a montarse, se perderá una parte de su realidad. El cuerpo como situación se elimina del paradigma que anima lo innato frente a lo aprendido o el binomio naturaleza/ crianza. Es una forma de pensar que no divide a las personas por la mitad como mentes y cuerpos o incluso como sujetos frente a los otros y los objetos que los rodean. Adopta una posición profundamente anticartesiana.

Al mismo tiempo, la idea de que mi mente no era mi cuerpo, que de alguna manera yo, la oradora, era testigo de las contorsiones extrañas de mi ser corpóreo, fue particularmente potente mientras daba a luz. Mi narradora interna, ocupada formando frases en mi cabeza, era una comentarista en lugar de una participante en los procedimientos. Esta realidad también ha de tenerse en cuenta en el dilema mente/cuerpo. Esa criatura iba a nacer le gustara o no a mi narradora interna. Por otra parte, mi narración de los acontecimientos y mi comprensión de ellos no pueden considerarse fenómenos psicológicos puramente flotantes, ¿no? Yo quería ese bebé, esperaba con impaciencia la llegada de esa pequeña persona y, a pesar del suplicio del Pitocin, la expulsé de mí en un paroxismo de alegría. Pero mi experiencia no es ni mucho menos universal. Era específica para mí, para mi cuerpo como y en una situación. Es fácil cambiar la historia y la experiencia: la niña asustada de 12 años que da a luz, la mujer violada que da a luz, o la que ya tiene cinco hijos y no puede tener otro y da a luz, por no hablar de la mujer que parece, se siente y quiere estar embarazada pero no lleva ningún feto en sus entrañas y no dará a luz. ¿Qué hay exactamente de psicológico y de biológico en estas narraciones de “parto”?

Ensayo incluido en ‘Los espejismos de la certeza. Reflexiones sobre la relación entre el cuerpo y la mente’. Siri Hustvedt. traducción de Aurora Echevarría Pérez. Seix Barral, 2021. 400 páginas. 21,50 euros.

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