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PÁGINAS MARCADAS
Columna
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Julien Gracq, el pulidor de oro

Digan lo que digan, no creo que el escritor francés pueda confundirse con el pelotón de los llamados ‘antimodernos’. Él creó una obra inmune y solitaria, eterna, ajena a los premios y a la televisión

El escritor Julien Gracq, retratado en París 1951.
El escritor Julien Gracq, retratado en París 1951.Keystone France/Gamma-Rapho (Getty Images)

De momento, no hablaré mucho de un librito, o mejor, opúsculo suyo, que puso patas arriba, en 1949, al ambiente literario francés y de rebote a medio mundo. Se titulaba La littérature à l’estomac. Sí, causó muchos ataques de gastroenteritis y pataleos silenciosos entre los entendidos, y también animó las tertulias en casa después de cenar y con copas. Eso ocurría muchos años después, cuando llegó por fin la excitante y primorosa traducción de María Teresa Gallego Urrutia en castellano, publicada por Nortesur en Barcelona en 2009, con un persuasivo aspecto de livre de poche.

Creo que este es uno de los libros más marcados que aún resisten entre todos. Llegó un momento en el que no había página sin subrayar. Ahora que lo acabo de releer, tiene un aire de muro esgrafiado. La primera disensión, que pronto dejó lugar a encarnizadas interpretaciones a favor y en contra de la industria cultural europea de aquellos años, pero que de momento desplazaba lo más singular —la tersura y belleza de esa prosa sin edad— era el título elegido para la edición en castellano: La literatura como bluff. Sonoro pero equívoco o, mejor dicho, muy del gusto de los presuntos lectores que siempre andan buscando carnaza. Bluff, estoy casi segura, me sonó a otra maniobra comercial más de ésas que Gracq venía a desmontar.

¿A qué os suena bluff? Busco en el diccionario y encuentro, en orden pavorosamente creciente y categórico: “ingenuidad”, “diligencia”, “engaño”. ¿Toda ingenuidad comporta engaño? No lo creo; tal vez coquetería. ¿Cómo se hubiera sentido Gracq con este título ladino, que anuncia una simple gresca pasajera y que cuanto más lo manoseas va tomando el aspecto de una irreparable ofensa? Me imagino que ese bluff reduplicó las ventas y también pudo enfurecer al autor, que —¡menos mal!— había ya muerto en paz, tras una larga vida. A mí, francamente, ese bluff no me gusta. Consultados sabios amigos francófilos, como la exigente lectora Silvia Saenger y el atento Luis Gago, me he decidido por títulos libérrimos pero más íntimos: La literatura visceral, o bien La literatura encinta, o, por fin, Cuando la literatura te empacha. Ahí lo dejo.

Julien Gracq, que era un pseudónimo, nació como homenaje al Julien Sorel de Stendhal y a la estirpe romana de los Graco. Ahora estamos con él mismo, Louis Poirier, profesor de instituto y licenciado en historia y geografía, al mismo tiempo que se diplomaba en Ciencias Políticas. Como docente, ejerció hasta jubilarse. Y de este trabajo vivió más o menos tranquilo. No fue todo un camino de rosas: su movilización para la guerra en 1939, los tiempos de cautiverio y sus heridas. Sin olvidar que en 1936 había salido del Partido Comunista, al conocer el pacto de no agresión entre Hitler y Stalin. Aunque no soy muy de datos, insisto en las fechas porque ellas nos proporcionan ya una idea bastante clara de quién era este lector y degustador de palabras, venerado por toda Francia, y del que Ernst Jünger escribió tras su desaparición: “Gracq es, tras la muerte de Marcel Jouhandeau, quien ha escrito la mejor prosa francesa, y un ser muy dulce”. Lo suscribo.

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Retrocedo y empiezo de nuevo, como prometí al principio, con mi libro favorito, En lisant en écrivant (1980). Para entonces nadie se atrevía ya a tomarle por un simple incendiario. Se trata de un minucioso relato o diario. Una confesión apasionada de sus felices lecturas, esas que haces en la cama, antes de desayunar, un poco aterido y con un cuaderno grande al lado para tomar notas. El aspecto de este hombre de ancha frente y ojos de pájaro, de barbilla respingona y gestos volátiles, me recuerda al de un niño suavemente empecinado que acaba saliéndose con la suya. Las palabras para él eran sensibles y caprichosas; había que prestarles la máxima atención. Gracq es el pulidor del oro, y sus palabras resplandecen y te atrapan.

Así, en algún lugar confiesa que escribir consiste siempre en “avivar la chispa de esos minúsculos contactos y cortacircuitos que se producen entre la punta de la pluma y la vasta carga de electricidad estática de la biblioteca”. Creo que fue la profesora Amelia Gamoneda Lanza quien me dio la pista definitiva: escribir al hilo de la lectura. Y Roland Barthes, que no se perdía una, añadía sobre Gracq que los suyos eran “textos de goce”. Digan lo que digan los compadres, no creo que Gracq pueda confundirse con el pelotón de los llamados antimodernos. Él creó una obra inmune y solitaria, eterna, ajena a los premios y a la televisión. Hay unas imágenes muy expresivas de él, acosado por una masa de cámaras el día que renunció al premio Goncourt. También lo hizo cuando le propusieron para ocupar un sillón en la Academia Francesa. Sólo en 1989 permitió que sus obras se publicaran en la Pléiade. Así se convirtió en uno de los pocos autores que pudo disfrutar de esa gloria en vida.

En La littérature à l’estomac, hubo y hay mucho que desencajó y podría todavía paralizar la precisa maquinaria que él llamó “reputaciones de confección”. A pesar del éxito del librito, el escritor siguió apartándose cada vez más de ese mundillo que ignoraba. Creo que ha llegado el momento de oír una vez más la refrescante voz de Gracq en su nota al final del citado libro: “Cuando digo que “la literatura lleva unos cuantos años siendo víctima de una gigantesca maniobra de intimidación por parte, de lo no-literario, y de lo no-literario más agresivo”, sólo aspiro a recordar que un compromiso irrevocable del pensamiento en la “forma” da aliento día a día a la literatura: en el ámbito de lo sensible, este compromiso es la mismísima condición de la poesía; en el ámbito de las ideas, se llama el “tono”: cabe tan poca duda de que Nietzsche pertenece al mundo de la literatura como de que Kant no pertenece a él. Por habernos olvidado de tal cosa, dando muestras de cierta ligereza, es por lo que nos amenaza en la actualidad este suceso inconcebible: una literatura de pedantes”.

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