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PREPUBLICACIÓN

‘El libro sobre Adler’, una obra póstuma de Kierkegaard

‘Babelia’ avanza extractos del volumen que reúne el ciclo de ensayos éticos y religiosos que el pensador danés escribió durante los últimos 10 años de su vida

Boceto de Kierkegaard realizado por Niels Christian Kierkegaard hacia 1840.
Boceto de Kierkegaard realizado por Niels Christian Kierkegaard hacia 1840.

‘El libro sobre Adler’ es un escrito póstumo. Tomando como referencia al pastor Adler, destituido por haber afirmado tener una revelación, Kierkegaard pone en evidencia con destreza dialéctica la confusión de nuestra época con respecto al cristianismo. Obra de madurez, se dan cita en ella los temas esenciales del pensador danés: el instante, la interioridad como relación con Dios, el verdadero cristianismo frente a la cristiandad, la paradoja o la ironía. Llega el 8 de febrero a las librerías de la mano de Trotta.

Un necio que se hace pasar por sabio, pero que en el fondo no sabe nada, no suele centrarse en cuestiones concretas; no habla específicamente de ningún diálogo de Platón, es demasiado poco para él, aunque con ello también se demostraría que ni siquiera los ha leído. No, habla de Platón en general, o de la filosofía griega en general, pero sobre todo de la sabiduría hindú o china. Este «todo Platón», «toda la filosofía griega», «todo el pensamiento oriental» es algo inmenso, ilimitado, que le permite ocultar su ignorancia.

La persona realmente extraordinaria no puede ser consolada ni obtener ningún tipo de alivio de lo público, pues solo lo obtendrá de Dios. Ahí está la dialéctica de la angustia, de la crisis, pero también de la salvación.

César cuenta que era costumbre en un poblado galo que cualquiera que planteara una nueva propuesta debía hacerlo con una soga al cuello para así poder colgarlo de inmediato en el caso de que la propuesta no fuera útil. Si esta loable costumbre se implantara en nuestra época, quién sabe si nuestro país dispondría de sogas suficientes, pues hoy todo el mundo tiene planes que proponer; aunque también puede que no hiciera falta ninguna soga, pues seguramente nadie se atrevería a proponer nada.

Es comprensible que, cuando se trata de dinero, títulos, caballos, carruajes, desfiles, vítores y otras indecencias por el estilo, resulte indiferente el modo de lograrlos, pues la adquisición no es lo mismo que la posesión. Se puede llegar a poseer realmente mucho dinero de maneras muy sórdidas; se puede llegar a presidir realmente un desfile y haberlo conseguido de maneras muy sórdidas, pero en relación con el espíritu no existe ninguna realidad externa palpable e indecente de tal tipo. La profundidad y la elegancia del espíritu consisten en que la adquisición y la posesión son lo mismo. Quien no se percata de esto en el ámbito del espíritu y se deleita en la ilusión de haber triunfado, aunque el modo de conseguirlo haya sido ciertamente soez, no se dará cuenta tampoco de la elegancia con la que la profundidad del espíritu es capaz de burlarse de él por no haber triunfado en absoluto, sino haberse limitado a conseguir una sátira de sí mismo.

Tener una mente profunda no es una condición estética en el sentido de la genialidad, sino una condición ética esencial.

Quien alguna vez se haya dedicado a una idea y en algún momento haya sido poseído por lo eterno sabe muy bien que el conflicto entre lo eterno y lo temporal en el instante, en el ahora, supone una tensión tremenda que, con demasiada facilidad, produce insomnio y, con demasiada facilidad también, demencia.

El libro sobre Adler, de Kierkegaard

Dios no necesita absolutamente nada para triunfar, es el más fuerte por toda la eternidad, probablemente por eso tenga tanto tiempo y serenidad para preocuparse por el modo de triunfar. Esto es algo que solemos olvidar, creemos que Dios está en apuros y que se muestra inseguro con respecto a su triunfo, en tal caso, no tendría por qué ser tan meticuloso con el modo y los medios. Cuanto más consciente es un padre de su superioridad en tanto que padre, más cuidadoso será al elegir el modo para conseguir que sus hijos le obedezcan. Sin embargo, para los padres mediocres que prácticamente se pegan con sus hijos, cualquier modo de conseguir que sus hijos les obedezcan será bueno, cualquier modo, a pesar de que los hijos se echen a perder por el modo de haber aprendido a obedecer.

Cuando el pensamiento se aleja de la verdad es cuando muchos pueden comprenderlo, es decir, entender la mentira.

Convertir el cristianismo en algo probable es lo mismo que falsificarlo.

Lo cristiano no tiene historia, pues lo cristiano es la paradoja de que Dios una vez fue temporal. Este es el escándalo, pero también el punto de partida. Y tanto si sucedió hace 1800 años como si fue ayer, podemos ser igualmente contemporáneos.

Un genio y un apóstol son cualitativamente diferentes, son condiciones que pertenecen cada una a su esfera cualitativa correspondiente. La condición de genio está en la inmanencia. El genio puede tener algo nuevo que aportar, pero es algo que desaparece de nuevo cuando es asimilado con normalidad por su generación, igual que la diferencia del genio desaparece en cuanto pensamos en la eternidad. La condición de apóstol está en la trascendencia, pues tiene algo nuevo paradójico que aportar, cuya novedad, precisamente al ser una paradoja esencial y no una anticipación del desarrollo de la generación, permanece invariable.

La autoridad es lo cualitativamente determinante. ¿O acaso no se da, incluso dentro de la relatividad de la vida humana (aunque sea algo que desaparece con la inmanencia) una diferencia entre las palabras de un mensajero real y las de un poeta o un pensador? La diferencia estriba en que el mensajero real posee autoridad y, por ello, no consiente ninguna impertinencia lanzada desde la estética o la crítica en relación con la forma y el contenido. El poeta y el pensador también poseen algo de autoridad, aunque no dentro de esta relatividad, pues sus afirmaciones se valoran de forma puramente estética o filosófica a partir de la forma y el contenido.

Puede que algún que otro lector se acuerde de que yo siempre me he referido a mí mismo en calidad de escritor como alguien que carece de autoridad, y es algo que he dicho de manera tan enfática que es como una fórmula fija que se repite en todos mis prefacios.

El escritor tiene tan poco que ver con el lector como el ruiseñor con quien lo escucha.

El silencio profundiza en la interioridad y es el camino para llegar a la originalidad, que es algo más que el sucedáneo de la originalidad del genio.

La astucia de la ironía se encuentra en el procedimiento negativo que consecuentemente logra que uno mismo se transforme sin aportar nada al fenómeno en la perplejidad de no hacer otra cosa que mostrarse a uno mismo. A primera vista, y para las personas más estúpidas, puede parecer que la ironía es la que sale perdiendo, cuando en realidad es la que con astucia sale ganando gracias a que el concepto cambia y, mientras que para la ironía esto es precisamente una prueba de su triunfo, los estúpidos piensan que ha perdido (pues la ironía nunca podrá ser popular). Seguro que muchos contemporáneos de Sócrates le tomaron por un bobo que ni siquiera era capaz de plantarle cara al sofista y decirle cuatro verdades.

¿Qué es lo que hacía Sócrates? Mantenerse consecuentemente negativo en su ignorancia con la debida ataraxia mientras seducía al sofista para que le sirviera más y más sabiduría. Entonces el concepto cambiaba y el sofista acababa revelando su ignorancia precisamente por su exceso de sabiduría. El sofista consideraba, igual que piensan todos los estúpidos, que cuanto más hablara, más demostraría su sabiduría. Mientras tanto, Sócrates le hacía creer astutamente que era de una opinión distinta, pero no la expresaba abiertamente, lo cual habría ayudado al sofista, sino que la callaba gracias al afán del sofista por convencer a Sócrates, gracias a que el sofista seguía discurriendo.

Cuando una persona posee una serenidad ética esencial, con la debida ataraxia y maestría en la dialéctica, estará en condiciones de mostrar cualquier fenómeno dialécticamente complicado y equívoco, pero no para todo el mundo, pues la ironía es y seguirá siendo impopular, de modo que un irónico que se haga entender por todos dejará de serlo inmediatamente para convertirse en un bromista.

Es innegable que el «instante», entendido como problema, es una cuestión muy complicada, pues tiene que ver con la relación dialéctica entre lo temporal y lo eterno. Lo eterno es la sustancia de lo infinito, pero tiene que hacerse conmensurable con lo temporal, y el punto de contacto es el instante. Y, sin embargo, el instante es la nada.

Cualquiera que posea los más mínimos conocimientos éticos de andar por casa sabe muy bien que la naturaleza es una pésima analogía sobre la ética y que eso de querer vivir al estilo natural es precisamente querer vivir sin ética.

Aparentemente, la vida terrenal es imperfecta, pues nadie puede hacerse comprender completamente por otra persona. Sin embargo, si lo analizamos con más detenimiento, podemos concluir que en realidad es perfecta, pues todo apunta a que cualquier individuo posee un fondo religioso que le impulsa a comprenderse a sí mismo en la intimidad con Dios.

Muchas veces se confunde lo físico con lo moral: como renegar de Hegel quemando unos manuscritos hegelianos.

La mayoría de las personas viven la vida como si siempre estuvieran fuera de casa y no dentro; los acontecimientos y empresas de su vida revolotean sin rumbo fijo alrededor de ese yo; puede que de vez en cuando cierren la puerta y se queden en casa, pero nunca dejan las distracciones fuera, de modo que es como si estuvieran siempre fuera.

Cuando piensan en la muerte no son conscientes al mismo tiempo de la inmortalidad, no tienen en cuenta que en cada instante que no somos conscientes de la inmortalidad, no somos realmente inmortales.

Cuanta más cultura, formación y discreción se aprende, más previsible es la vida de una persona; más frecuente es su habilidad para eludir las condiciones del espíritu con las estrategias típicas de los abogados.

El profesor Adler nació, creció, se confirmó y formó parte de una familia en la cristiandad geográfica, es decir, que era cristiano (igual que todos son cristianos); se licenció en teología, y era cristiano (igual que todos son cristianos); se ordenó pastor cristiano, y, sin embargo, tiene que esperar a que le suceda algo extraño para que, al recibir una fuerte impresión, realmente entre en contacto con lo determinante: convertirse en cristiano.

Por lo visto es algo característico de nuestra época que el concepto de educación, al menos en el sentido clásico, vaya desapareciendo del discurso y de la vida de las personas. El mundo clásico colocó el sentido de la educación en un listón muy alto, entendiéndola como un desarrollo armónico de aquello que debe albergar los distintos dones, talentos y facultades, la ética personal en la formación del carácter. En nuestra época parece que urge transmitir esta educación con celeridad para poder centrar la atención en la instrucción. Queremos que los jóvenes aprendan rápido y lo antes posible todo tipo de cosas, que aprendan lo más evidente para parecer sabios y llegar a ser alguien en la vida. La educación estricta, la formación ética del carácter parece no importar mucho, pues además requiere mucho tiempo y mucha constancia.

Respecto a la condición de lo «cristiano», debemos decir con absoluto convencimiento que no se nace con tal condición, por el contrario, es algo en lo que nos tenemos que convertir, que tenemos que hacernos.

El profesor Adler produce un efecto con su vida, un efecto indirecto. Su relevancia para la época actual no estriba tanto en lo que se convirtió tras la catástrofe o en la producción literaria que se derivó de ello, sino en el hecho de que con la catástrofe indirectamente puso de manifiesto cómo en la cristiandad geográfica se puede ser cristiano, incluso ordenarse pastor cristiano, sin haber tenido la más mínima impresión de lo cristiano en el sentido de convertirse en cristiano.

El libro sobre Adler, de Kierkegaard

El libro sobre Adler

Autor: Søren Kierkegaard.



Traducción: Eivor Jordà Mathiasen.



Editorial: Trotta, 2021.



Formato: Tapa dura, 224 páginas, 23 euros.

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