Chantal Akerman, una habitación impropia
En su novela ‘Una familia en Bruselas’, la fallecida directora belga dotó de una voz literaria a su madre, figura fundamental en sus películas
La protagonista de Una familia en Bruselas (Tránsito) acaba de enterrar a su marido y deambula por casa enfundada en una bata, paseando por sus cavilaciones. Está sola. Sus hijas viven en el extranjero y, aunque desearía tenerlas cerca, nunca se atreverá a reprochárselo, salvo si es a la vuelta de la esquina de una frase de lo más anodina, ese arte en el que suelen sobresalir las madres. Natalia Leibel, judía polaca y belga de adopción, fue deportada a Auschwitz de pequeña junto a sus padres, que nunca lograron salir de allí. Fue una mujer de risa contagiosa y mutismo selectivo, que se convirtió en una presencia espectral en la obra de su hija, la directora Chantal Akerman. Este libro breve y modesto, escrito en 1998, fue un intento de conferirle una voz literaria.
Pese a que sus incursiones en la novela terminaran siendo escasas, Akerman iba para escritora, hasta que descubrir Pierrot el loco la desvió, como a tantos otros, hacia el cine. En el Nueva York de los setenta coincidió con los popes de la experimentación fílmica, como Jonas Mekas o Michael Snow, que la alentaron a desarrollar un cine anclado en los ritmos de lo real, pero siempre situado a las puertas de la ficción. “Si no hay una parte de invención, entonces no es un documental”, afirmaba Akerman. En esa misma intersección se sitúa Una familia en Bruselas, monólogo interior ideado a partir de situaciones vividas y de frases escuchadas, con el que la directora quiso salir de la crisis personal que supuso la muerte de su padre y del cataclismo creativo de Romance en Nueva York, su primera (y última) correría en el cine comercial, una fallida romcom que Juliette Binoche le pidió que le escribiera a mediados de los noventa.
Como en su cine, la sencillez del dispositivo disimula las emociones fuertes que Akerman, sin que sepamos cómo, siempre termina por suscitar, igual que las largas frases de su admirado Proust, a quien adaptó libremente en La cautiva (1999). “Sin saber adónde nos llevan, acaban llegando a un meollo de verdad”, dijo una vez la directora, trasunto de Albertine y miembro honorario de esa gran familia, magnífica y lamentable, que constituyen los nerviosos. Las repeticiones propias de la lengua oral y la nimiedad expresa de las viñetas escogidas recorren el libro. Su protagonista no deja de señalar las diferencias entre sus dos hijas, “la de Ménilmontant” —el barrio parisiense donde residía Akerman— y “la que tiene un marido y sabe conducir”, referencia velada a la homosexualidad de la autora, a una inadecuación social tolerada por la familia, siempre que quedase fuera de plano. El libro también refleja el imposible relato familiar del Holocausto, tanto por una cuestión de moral como de pura impericia. “Mi hermana (…) le guarda rencor a la vida y todavía sufre por el hecho de que perdiéramos a nuestros padres en los campos, se enfada cuando habla de eso y también se enfada con Dios yo no hablo de eso para qué y mi marido tampoco hablaba jamás de esas cosas”, afirma la madre, con una ausencia deliberada de signos de puntuación, ese artilugio del nouveau roman que Akerman usa aquí de manera extemporánea, algo recalentada.
Poética de la imperfección
Abundan en este libro los puentes con su obra cinematográfica, empezando por el uso del espacio doméstico como habitación impropia, como un lugar paradójico de encierro y de protección, de verdad femenina e innegable alienación. Uno imagina a esa mujer filmada de cara, con esa frontalidad emparentada con el face à face de Levinas, la ética del encuentro con el rostro ajeno de la que hicieron gala dos de sus obras más celebradas, ambas realizadas a los veintipocos: Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), donde la viuda protagonista pelaba patatas, rebozaba una escalopa con esmero y luego se prostituía por unas monedas; y, un año antes, Je, tu, il, elle (1974), que empezaba con una mujer enclaustrada que movía sin cesar los muebles de su cuarto y terminaba con una admirable secuencia de sexo lésbico en la que intervino la propia directora, en las antípodas de Abdellatif Kechiche.
La novela sigue la misma poética de la imperfección que tanto marcó su cine, siempre posicionado contra la noción de obra maestra. “He vuelto a leer lo que he escrito y me ha disgustado profundamente. Pero qué le voy a hacer, es lo que he escrito. Aquí está”, se podía leer en Mi madre ríe (2013), otra novela sobre la figura materna, traducida en 2020 por la editorial mexicana Mangos de Hacha. Esa postura resultó tan influyente como sus dilatados planos secuencia. En especial, en Estados Unidos, donde Akerman fue celebrada por cineastas como Todd Haynes, que tomó Jeanne Dielman como inspiración para Safe, o Gus Van Sant, que bebió de sus tiempos largos en la trilogía formada por Gerry, Elephant y Last Days, hasta llegar a nombres como Andrew Bujalski, padre del mumblecore y alumno de Akerman en Harvard, o Todd Phillips, que dijo inspirarse en los desoladores paisajes urbanos de News from Home (1977) para definir el aspecto visual de su celebrado Joker.
Una familia en Bruselas dialoga con esa película, donde Akerman superponía los planos fijos del Nueva York de su juventud con las cartas que le mandaba su madre, leídas con la voz tímida y monocorde de la directora, que se volvería rauca y poderosa con el tiempo. En News from Home se detectaba el mismo amor incondicional y algo asfixiante que reaparecería en su reverso tardío, No Home Movie (2015), rodada meses antes de la muerte de su madre, que vendría seguida del suicidio de Akerman en octubre de ese mismo año. En ese documental, donde las cartas se han transformado en videollamadas, la preocupación de la madre por su hija expatriada se ha invertido: ahora es esta última la que insiste en que coma mientras su estómago se cierra en banda, la que la observa errar por el piso donde acabará muriendo. Akerman filma esos últimos instantes de vida como si se agarrase a ellos, colgando del abismo, al ritmo de una tos seca de mal augurio. La madre ve la tele en un sillón. ¿Todavía respira? “Volveré en noviembre”, promete a esa muerta viviente mientras se despide. Es un testimonio hondo y conmovedor sobre la imposibilidad de ser otra que su madre, de dejar de estar sujeta a su tierna e inevitable opresión, ni siquiera poniendo varios océanos de por medio. Ni la muerte logró separarlas.
Una familia en Bruselas
Traducción: Regina López Muñoz.
Tránsito, 2021. 92 páginas. 13,90 euros.
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