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Feminismo
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿De qué hablamos cuando hablamos de género?

Es nuestra responsabilidad crear una sensibilidad colectiva, es necesario educar en entornos seguros alrededor del género, la diversidad y la inclusión

Alumnas y ex-alumnas de un colegio en Bogotá durante una denuncia pública de acoso, en marzo de 2023.
Alumnas y ex-alumnas de un colegio en Bogotá durante una denuncia pública de acoso, en marzo de 2023.Chelo Camacho

¿Has vivido alguna vez violencias de género? ¿Te has sentido discriminada o acosada en tu ejercicio de liderazgo por ser mujer? Propongo estas preguntas para reflexionar juntos sobre la consciencia en los asuntos de género.

En mi caso, he dicho ―y reitero― que no por ser mujer soy capaz de responder a estas preguntas adecuadamente. Confieso que me he demorado mucho en construir en mi vida una consciencia de género y que en múltiples ocasiones he defraudado a otras mujeres que en un auditorio han esperado de mí respuestas inspiradoras, claras y contundentes sobre el tema.

Por ello, esta meditación no la voy a centrar en la necesidad de avanzar en la erradicación de las violencias de género, una causa sin duda urgente y obligatoria moral y éticamente. Mi interés en este espacio es reflexionar sobre la pobre educación y sensibilidad con la que contamos para comprender de qué hablamos cuando hablamos de género.

Soy mujer y me reconozco como tal. Desde pequeña, ante la pregunta por mi sexo, nunca tuve dudas. Crecí en un hogar de seis hijos, de ellos cinco mujeres; me eduqué en un colegio religioso de mujeres; y nunca me pregunté ―ni tuve acompañamiento educativo en esto― sobre las diversas percepciones ante el género, o sobre las cargas históricas, sociales y culturales de ser mujer. Crecí en la atrevida ignorancia, sin mayores preguntas. Esa ingenuidad seguramente me hizo cándida y audaz a la vez, porque, al no cuestionarme sobre el tema, tampoco lo sentía, en principio, como una barrera.

Viví mi universidad rodeada de chistes como “Acá las mujeres son MMC (mientras me caso)”, queriendo decir que solo las feas seguiríamos estudiando; el acoso en el aula o las expresiones sexistas no eran un tema de reflexión. Estábamos llenos de incorrecciones, aunque hay que admitir que no solo en este sino en muchos aspectos de la vida de esa época. Todo esto se traducía en un mundo altamente tolerante con las violencias sociales, psicológicas y físicas contra la mujer. Juzgar a la mujer por su forma de vestir, destruir su reputación, hacer bromas sobre sus capacidades e intelecto, e incluso, en casos más graves, obviar el maltrato y el abuso.

Debo confesar, también, que a la pregunta sobre si he sido acosada o maltratada en entornos laborales, he tenido que responder que sí, que, como en los tiempos de las brujas, me he sentido quemada, en este caso en la hoguera de la reputación. Te señalan de ser hija, esposa o amante de algún hombre importante para justificar tus méritos. Incluso, en más de una ocasión, he visto comprometida mi seguridad por no ser consciente de que en nuestra sociedad una mujer sola en un lugar, a ciertas horas, parece exponer un letrero de “Disponible e interesada”, casi perdiendo el derecho a decir “NO”.

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Pero tal vez lo más complejo de todo este asunto es no haberme dado cuenta de esto mientras me sucedía. Siempre se lo atribuí al hecho de ser más joven que otros, a no ser parte de las élites o, simplemente, al haber dado papaya, pero en ningún caso al hecho de ser mujer.

Solo comprendí el peso del género cuando me encontré con otras mujeres que me hacían ver en sus historias una repetición de la mía; un camino más difícil de lo normal. Cuando me acercaba a mis 40 años, empecé a preguntarme por los sesgos cognitivos y culturales alrededor de ser mujer. Me hice consciente de los estereotipos y de cómo los alimentamos entre todos, supe qué eran los techos de cristal, los pisos pegajosos y el síndrome del impostor.

Entonces me convertí en feminista, sobre todo, para mí y por mí. También para saber entender las luchas de las mujeres que me han antecedido y cuál es mi responsabilidad con las más jóvenes a quienes abro puertas con mis propias búsquedas. Me encontré con el compromiso ético de ejercer como mujer más allá de serlo, es decir, me sentí llamada a tener una voz propia que representara la voz de otras mujeres. Una voz que no me dejara dudar ante la pregunta sobre cómo me siento por ser la primera rectora de la universidad que dirijo, y que me permita decir lo significativo y poderoso que es ser parte de un grupo de mujeres que en el mundo de hoy lideramos las transformaciones educativas con una nueva sensibilidad, y con la gran tarea de proponer nuevas conversaciones para ampliar el espectro de pensamiento y de acción desde la educación.

Es así como he aprendido y sigo aprendiendo sobre el valor de ser mujer y de cómo, desde mi lugar, puedo contribuir a la construcción de una sociedad más consciente, que se permita filosofar, es decir, cuestionar, asombrarse y reflexionar sobre qué significa hablar de género.

Creo que es nuestra responsabilidad crear una sensibilidad colectiva, es necesario educar en entornos seguros alrededor del género, la diversidad y la inclusión. Una sensibilidad que nos oriente en la construcción de protocolos para acompañar y atender situaciones que generan violencias de género, en especial en entornos escolares y universitarios; y que, sobre todo, nos obligue a pensar y repensar lo que decimos y hacemos para identificar los sesgos intelectuales y culturales, con la idea de alejarnos de las historias únicas que eliminan la diversidad de voces y perspectivas, y que perpetúan violencias asociadas a la exclusión y a una mirada simplista de la vida.

@eskole

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