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Amalia Andrade: “La salud mental de Colombia estaba en los hombros de Jaime Garzón”

La escritora e ilustradora colombiana entra en el mundo del teatro con ‘Todas las cosas maravillosas’, un monólogo para hablar de motivaciones, dolores vitales, traumas y bienestar

Amalia Andrade
La escritora colombiana Amalia Andrade.Joan Sanchez
Santiago Triana Sánchez

A las 7.30 de la noche, Amalia Andrade (Cali, 38 años) aparece en el escenario del Estudio de la Piña, en el norte de Bogotá, y empieza a repartir a algunos de los asistentes recortes de revistas, papelitos de colores, cartones de pizza, sobre vacíos y hojas rasgadas. En ellos están escritas Todas las cosas maravillosas que dan nombre al monólogo con el que debuta en el teatro. Se intuye que el público, que espera sentado alrededor del espacio central que será el escenario, tendrá que participar. Cuando termina de repartir, se retira, de nuevo detrás de las bambalinas. Unos minutos después de las ocho regresa, y empieza la función.

Hasta antes del 14 de febrero pasado, día de la primera función, Amalia Andrade era conocida por ser escritora e ilustradora. Los libros Uno siempre cambia al amor de su vida (por otro amor o por otra vida) y Cosas que piensas cuando te muerdes las uñas (Planeta, 2015 y 2017) la convirtieron en una superventas cuya fama salió de Colombia hace tiempo. Ahora, con la organización del Teatro Nacional y la dirección de Esteban Godoy, adaptó el monólogo teatral Todas las cosas maravillosas (Every Brilliant Thing), de los británicos Duncan Macmillan y Jonny Donahoe, a su realidad colombiana y al marcado acento caleño que no la abandona, sobre todo en los momentos de euforia. La obra, en funciones hasta el 9 de marzo próximo, tiene todas las entradas vendidas.

La ahora actriz dice que cuando era niña quería actuar o ser cantante. Formó parte de cuanto grupo teatral había en el colegio. Pero abandonó la idea. Hasta que, después de ver la versión original de esta obra en HBO, el eco de una frase de Joan Didion, una de sus escritoras favoritas, empezó a sonar con fuerza. La recita mientras mira al vacío como en busca de las palabras, en un salón luminoso en el norte de Bogotá: “Yo quería ser actriz y entendí que actuar y escribir se parecen mucho en el sentido de que la actuación es adueñarse de palabras que no son de uno, y la escritura es generar un universo, y en ambos casos tiene que ser tan creíble que la otra persona no se dé cuenta”. Entonces le surgió el deseo de protagonizar esa obra de teatro.

La representación transita por picos y valles, por momentos conmovedores, tristes o reflexivos, y por otros cargados de música, gritos y chistes que hacen reír a los presentes a pesar de tratar temas delicados como la depresión o el suicidio. “El humor es muy poderoso, porque lo que hace es crudo, te muestra la verdad, pero a través de un vehículo brillante”, dice. Más que un monólogo, la obra podría llamarse un polílogo. Porque, aunque Amalia es el centro de atención, a petición de ella en el público hay personas que se convierten de repente en ancianas decrépitas, las primeras lesbianas de Colombia, un padre de familia o una veterinaria. Quienes reciben los papelitos (o cartones, o tapas, o pedazos de cajas), deben intervenir leyéndolos en el momento de la obra que ella indique. “Sin humor no sobrevivimos. El humor ha sido el vehículo más grande de sanación de mi vida”.

La obra se toma ciertas licencias e incorpora elementos de la vida de la actriz: un padre melómano, salsero, que toca timbales, trompeta y bongós, y una familia en el que la música es un asunto central (“Un día llegué del colegio, a los 15 años, y en la sala mi mamá me presentó a mi profesora de salsa. ‘Porque sin todo lo otro podemos vivir. Pero que en esta casa esta niña no sepa bailar salsa, no se puede”). Como en la obra original, la música es muy importante. Pero a diferencia de aquella, en la que había jazz y blues, en esta, al ser protagonizada por una caleña, el asunto estuvo casi resuelto. Por la banda sonora desfilan leyendas como Héctor Lavoe o Celia Cruz, e irrumpen el Cali Pachanguero, del Grupo Niche, la oda por excelencia a su ciudad natal, o el momento de mayor éxtasis del Sonido bestial, de Richie Ray y Bobby Cruz.

A pesar de ser una exaltación de las cosas maravillosas de la vida, el monólogo va más allá de un buenismo. “Hay una parte en la obra que dice: Qué ingenuidad pensar que con una lista de cosas maravillosas voy a curar la depresión clínica. No se puede. La obra lo que hace y dice al final es: A ver, esto no va a sanar. Hay que hablar, hay que hacer terapia. Es muy bonita porque siento que hace muchos chistes, pero también está muy responsabilizada. Dice cómo deberíamos hablar de estos temas. Lo que creo con Todas las cosas maravillosas, más que un buenismo, es cómo te cambia la vida ponerles atención. Eso no significa que va a curar, ni que no necesitas todo lo otro. Sí lo necesitas”.

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La puesta en escena sirve también para hablar sobre la salud mental colectiva de una sociedad “clasista” y “traumatizada”, como en su opinión es la colombiana. “Se ha considerado falsamente que es buena educación no hablar de los sentimientos, no hablar de lo feo, no llorar en público. Todo eso es educación socioeconómica. Es una represión horrible, y me parece absolutamente violento”. Y añade: “Colectivamente no hemos sanado una mierda. Hemos pasado por unos traumas tenaces y los hemos normalizado. Nos han vendido que somos el país más feliz del mundo. ¿Cómo vivimos en un país donde pasan masacres, donde la gente juega fútbol con cabezas, y eso no se socializa?”. Por eso recuerda una frase jungiana: “Lo que resistes, persiste’. Y nosotros sí que hemos resistido a hablar, a sanar. Y acá estamos: emproblemados”.

Es en ese momento de la reflexión en el que aparece el nombre de Jaime Garzón, uno de sus grandes referentes y una especie de arquetipo de la sátira política y social en Colombia, asesinado en Bogotá en agosto de 1999. “Necesitamos otro Jaime Garzón. La salud mental de este país estaba en los hombros de ese señor. Porque lo que él hacía no era solamente comentario político. Era claro que a través del humor integrábamos y sanábamos. Me da mucho dolor que no haya otra figura así. También entiendo que no la haya: lo mataron”.

Cuando la obra llegó a su vida, Amalia no estaba pasando por un buen momento. “No le encontraba sentido a pararme y estar viva, no estaba sintiendo mucha emoción”. De ahí parte el impacto que sintió al verla por primera vez, y que se ha manifestado en la forma en que el teatro ha cambiado sus facetas como escritora e ilustradora. A ellas desea llevar una idea que ha vuelto más consciente ahora: “No hay un vehículo más poderoso, sea en la ilustración o en la escritura, que encarnar verdades”. Todas las cosas maravillosas, reconoce, le ha enseñado a contar mejor una historia, a lograr que el público la acompañe, a acercarse a la gente. “Me ha hablado sobre mi propio camino con la depresión, con el sentido de la vida, con cómo lidiar con el dolor. Me ha sanado mucho. Suena bien cursi, pero nunca me he sentido más viva. Me siento muy viva”. Y se le quiebra la voz.

— ¿Volverá Amalia Andrade a hacer teatro?

— Esta obra fue como una gran puerta de entrada, muy bonita. Obviamente yo haría algo así, que yo sienta que ahí resueno. Creo que antes de hacer otras cosas, quisiera viajar mucho con esta obra y que mucha gente pueda verla. En Colombia y en el mundo.

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Santiago Triana Sánchez
Periodista de EL PAÍS en la edición América Colombia. Ha pasado por la sección de Cultura y por la redacción del Diario AS, en Madrid. Es egresado de Periodismo de la Universidad Javeriana y Máster en la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS.

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