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Libertad de expresión
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Quién siembra la cizaña?

Que los gobiernos del cambio y las revoluciones entiendan que deben mantener el respeto que otrora exigían para la libertad de expresión.

Libertad de expresión en América Latina
Un hombre en un puesto de periódicos en Bogotá (Colombia), en junio de 2022.Diego Cuevas

Miguel Díaz-Canel, presidente de Cuba (animada nación caribeña a la que rodea por todas partes el agua, más no la democracia), lo ha dicho sin ambages: “la libertad de expresión en la Revolución sigue teniendo como límite el derecho de la Revolución a existir. Dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada”.

Viendo la precaria situación de la libertad de expresión, de los medios y del periodismo en Cuba, el mensaje se explica solo y refleja la incomodidad de las revoluciones con aceptar voces de crítica. A la izquierda, cuando el poder le es esquivo, la caracteriza como uno de sus pilares fundamentales el derecho a disentir y cuestionar, pero, una vez en el poder, prefiere los coros y la costumbre de desestimar abiertamente a quien se salga de la partitura.

Las inquietudes del ciudadano descontento, las advertencias de los gremios, la preocupación del empresariado, los llamados de atención de la academia, los semáforos en amarillo de cualquier tipo de organización no gubernamental y la información u opinión que registran los medios, todo, es nada. Porque “el cambio” tiene piel de bebé recién nacido, que se irrita con cualquier palabra o concepto que no se ajuste a su visión.

No hay crema que valga. Las ampollas son dramáticas y solo disminuyen si las voces se acallan o entra en escena la autocensura. Pareciera que el diálogo, la discusión y el debate solo funcionan bien cuando la izquierda es oposición. Una cascada de episodios confirma que los gobernantes de izquierda tienen una propensión a practicar un nuevo modelo de oposición: oponerse con dureza, y con veladas amenazas, a quienes se inquietan con sus actuaciones.

Valga decir que sucede lo mismo con la derecha, porque los extremos son finos espejos, pero repugna que quienes esgrimen las banderas del valor de la protesta, terminen pisoteándolas. No hay que rebuscar en la lejana historia para confirmar que el patrón se repite.

Ahí está el ejemplo del expresidente ecuatoriano Rafael Correa, con su artera Ley Orgánica de Comunicación, sus agresiones legales y económicas y sus respuestas amedrentadoras a los periodistas, quienes le dedicaron en su momento carta abierta: “Durante nueve años, el gobierno de Rafael Correa ha lesionado gravemente la libertad de prensa en el Ecuador. Ha perseguido a quien opina distinto, ha enjuiciado a medios de comunicación y periodistas, ha insultado y estigmatizado a quienes ejercen el oficio periodístico o simplemente expresan un pensamiento crítico, ha impuesto un régimen de censura previa mediante la imposición de contenidos, ha utilizado la publicidad oficial como instrumento de premios y castigos, ha anulado el acceso a la información”.

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Ahí están las maniobras oprobiosas de Daniel Ortega, y su esposa-funcionaria-pitonisa, para desestimar cualquier nota disonante de parte de la oposición o de la opinión pública. Ortega, firmemente anclado al poder para preservar su propuesta “democrática”, no tiene problema en encarcelar a quienes osen recordarle que pasó de revolucionario a tirano. Un tirano que atropella a sus antiguos camaradas.

Ahí está, para citar solo uno de muchos casos, la ira de Nicolás Maduro contra el diario El Nacional, perseguido, atropellado, censurado y expropiado en sus bienes. Porque a Maduro solo se le pueden dedicar alabanzas. Tampoco se admite hablar de ese oscuro perro rabioso en que se ha convertido Diosdado Cabello, a quien no se le puede tocar un cabello ni desconocer el “Dios” dado en la pila bautismal por sus padres a través del nombre.

Predestinados todos para llevar la verdad en sus palabras y castigar a quienes, manifestando desavenencias, según ellos, solo mienten. Porque la verdad es una y es la del cambio. Lo demás es ñola, boñiga, cagajón.

El mensaje es claro: fortalecer la ofensiva narrativa de que el periodismo trabaja para defender negocios. Hay que dejarlo de lado, para tener un contacto directo con la gente; el pueblo merece acercarse a la verdad y la verdad solo está en la lengua del gobernante. No por otra cosa pide el analista León Valencia, quien siempre ha podido expresar sus opiniones en medios, la llegada rápida de “una estrategia de comunicación del gobierno para un equilibrio democrático”.

Los generosos ejemplos que hemos padecido en la región obligan a atender con entereza los borradores de propuestas para leyes de medios emparentadas con la “democratización”. Este y muchos otros asuntos relativos a la libertad de expresarse que tiene todo colombiano, y a las mínimas condiciones que hay que garantizar al oficio del periodismo, deben tratarse abiertamente. O vamos a llegar al estadio en que informar, así como opinar, queden incluidos en la agenda del ministerio de Agricultura, con un plan para erradicar la siembra de cizaña.

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