Nuestra obligación con Nicaragua
La decisión de Colombia de guardar un silencio conveniente en el caso del régimen de Ortega es difícilmente comprensible
En mayo de 2015, cuando la infame pareja de Ortega y Murillo no había destrozado por completo a Nicaragua, pasé unos días en Managua que todavía le agradezco a Sergio Ramírez, autor intelectual de Centroamérica Cuenta: un encuentro de escritores que, como tantas otras cosas buenas (y como el propio Sergio Ramírez), ha sido desde entonces expulsado por la dictadura. Fueron pocos días, pero suficientes para confirmar mi cariño por ese país tan extraño que produjo a Darío, aunque no sé si Darío habría estado de acuerdo; ese país que, por cuenta de la revolución sandinista, estuvo hace cuatro décadas en el ojo del mundo entero: tanto que en su momento lo trataron de contar desde fuera –o lo contaron para tratar de entenderlo– gentes tan dispares como Julio Cortázar, Joan Didion y Salman Rushdie. Es difícil entender el destino singular de ese país contradictorio, y ahora es más difícil que nunca, pues Nicaragua no sólo ha sufrido el fracaso de una revolución que echó abajo una dictadura, sino que la revolución fracasada ha tomado la forma de una nueva dictadura, tan tiránica y tan cruel como la que derrocó hace años.
Pues bien, uno de esos días de mi visita pasé por las oficinas y los estudios de dos medios, Confidencial y Esta semana, y tuve dos horas de conversación gozosa con el hombre que por entonces estaba al mando de ellos: el periodista Carlos Fernando Chamorro. Hablamos, si mal no recuerdo, de la historia de violencia de nuestros países, y de la literatura que esas violencias inventaban o provocaban. Hablamos también de su padre, Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, antiguo director del diario La Prensa, que murió asesinado por los sicarios del dictador Anastasio Somoza en 1978. En las paredes de la oficina, algunos recortes de periódico recordaban el asesinato; o tal vez mi memoria me engaña, y simplemente recordaban al hombre. Lo que sí recuerdo es que estaba presente Héctor Abad, hijo, como Chamorro, de un hombre asesinado por la extrema derecha que ha marcado la historia estremecida de nuestros países. En cualquier caso, allí estábamos, en las instalaciones de un medio de televisión desde el cual un periodista ejercía una crítica informada y constante contra un gobierno que hacía mucho había comenzado a preocupar a los demócratas.
Hoy todo eso ha cambiado. Confidencial y Esta semana, medios valientes que han seguido siendo críticos implacables de la dictadura de Ortega, fueron cerrados con pretextos imbéciles y sus instalaciones fueron ocupadas manu militari, y Carlos Fernando Chamorro se encuentra desde hace demasiado tiempo exiliado en Costa Rica: y desde allí sigue transmitiendo por streaming lo que antes hacía en televisión y publicando en línea lo que antes publicaba en papel. La Prensa, por su parte, es un símbolo de muchas cosas, pero sobre todo de resistencia: desde su fundación, hace un siglo mal contado, ha defendido tercamente las libertades del país frente a tres dictaduras distintas, y es lógico que se haya convertido en una piedra en el zapato para la pareja inefable. Hace cosa de un año, la policía de la dictadura ocupó las instalaciones del periódico, con cuya fachada larga y blanca me crucé también durante mi estadía. La recuerdo coronada por las enormes letras negras del nombre legendario, bien visibles desde la Carretera Norte por la que miles de nicaragüenses pasan todos los días. Pero ésta es la más reciente agresión del régimen: quitar esas palabras que son molestas para los sátrapas, porque hacen pensar en los que se han enfrentado a los autoritarismos.
Es una agresión simbólica que ha venido después de las agresiones físicas: el encarcelamiento con cargos espurios de varios miembros de la familia Chamorro, periodistas y directivos de La Prensa. Dos hermanos de Carlos Fernando, Cristiana y Pedro Joaquín, están en la cárcel; está en la cárcel Juan Lorenzo Holman Chamorro, último gerente del periódico. Son tres de los más de 170 presos políticos de Ortega y Murillo; a otros cuantos los vimos esta semana en los medios afines al régimen, pues la dictadura los ha sacado a la luz para desvirtuar las gravísimas acusaciones que ha venido recibiendo. Las acusaciones son varias: alimentación reducida a extremos insuficientes para el ser humano, por ejemplo, o confinamientos en condiciones de crueldad innecesaria, con frecuencia en solitario. Los presos políticos han perdido 15, 20, 27 kilos: eso se supo y Ortega quiso hacerlos desfilar con el pretexto cruel de una audiencia que no está prevista en la ley. Así es: cuando digo que los ha sacado a la luz, lo digo literalmente: a Dora María Téllez, excomandante sandinista presa desde hace más de un año, le dolieron los ojos cuando la hicieron desfilar frente a las cámaras del régimen, pues llevaba demasiado tiempo encerrada en una oscuridad de ratonera.
Todo esto es lo que se ha dado en llamar –porque siempre hay que inventar palabras para ir detrás de nuestras nuevas bajezas– “tortura blanca”. Se trata de causar enormes sufrimientos sin dejar rastro visible ni causar grandes traumatismos inmediatos: un sufrimiento lento y dosificado que se administra al preso para desquiciarlo lentamente hasta matarlo. Así están los líderes estudiantiles que marcharon hace unos años, y también los candidatos presidenciales que Ortega encarceló cuando vio que podían ganarle: los encarceló para llegar sin competencia a las elecciones de noviembre. El régimen de Ortega los está destrozando a conciencia y con meticulosa crueldad. Y nadie sabe qué se puede hacer para rescatarlos de ese infierno.
Por eso –por todo lo que he escrito– lamenté tanto que mi país se ausentara, hace unas semanas, de la sesión de la OEA en la que se condenaría la violación de derechos humanos que ocurre bajo nuestras narices en la Nicaragua de Ortega y Murillo, y que en los últimos días se ha ensañado con los sacerdotes católicos. Luego hubo toda clase de debates (estériles, por supuesto) en Colombia: se dijo que el viejo embajador –Alejandro Ordóñez, que nunca habría debido estar ahí– era responsable de alguna jugada sucia; se dijo que el nuevo embajador todavía no había sido nombrado. Todas las excusas eran igual de absurdas, pues Colombia tiene una de las delegaciones más grandes del continente, y la conforman diplomáticos de carrera que hubieran podido perfectamente hacerse responsables del voto colombiano. Hace unos días se han dado nuevas explicaciones que, me temo, son tan confusas como las anteriores, aunque más oficiales. Y no cambian nada en el fondo.
Lo que lamento es una oportunidad perdida. Colombia tiene ahora (o por lo menos podría tener, si hace las cosas con la cabeza clara) una autoridad que le viene, aunque les pese a tantos, de los acuerdos de paz y del informe de la Comisión de la Verdad. Es una autoridad que el país perdió en los últimos cuatro años, extraviado como estaba en los juegos infantiles del presidente Duque: sus amenazas de cercos diplomáticos, sus intervenciones ridículas en las elecciones de Estados Unidos. La decisión de guardar un silencio conveniente en el caso de Nicaragua es difícilmente comprensible; si lo que la provoca es un deseo de apaciguar a un dictador, es históricamente miope; si lo que la provoca es una estrategia de política exterior que, como leí en alguna parte con vergüenza ajena, “tiene carácter confidencial”, es una cachetada a los hombres y las mujeres que Ortega está torturando. “Esperamos que las filtraciones no tengan consecuencias adversas a lo buscado”, decía crípticamente el documento de la Cancillería. Pues sí: los presos también lo esperan.
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