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La verdad de Carlos Lehder, el temible socio de Pablo Escobar

El narcotraficante, uno de los más célebres de la historia, relata su vida como miembro clave del cartel de Medellín tras salir de una prisión de EE UU, donde ha cumplido 33 años de condena

Carlos Lehder
Carlos Lehder, en Colombia, en una fotografía tomada en febrero de 1988.Eric VANDEVILLE
Juan Diego Quesada

La pantalla del ordenador está fundida a negro. Al otro lado de la videollamada se escucha hablar de manera pausada a un hombre mayor que se deshace en reverencias y atenciones. Disculpe un momento, señor Carlos Lehder, ¿podría encender su cámara unos segundos para comprobar que es usted quien dice ser? Suena un click y en la imagen aparece de repente un tipo canoso, con entradas pronunciadas, de ojos pequeños y nariz gruesa. Viste una camiseta naranja y detrás de él se ve un escritorio, un viejo butacón y, colgadas de la pared, fotos enmarcadas en blanco y negro. Lehder ha guardado con celo su apariencia durante casi cuatro décadas. Ahora, a sus 74 años, parece un abuelo de los que juega al bingo en el hogar del jubilado, pero en su día fue uno de los narcotraficantes más célebres y temidos. Socio de Pablo Escobar, resultó ser un miembro clave del cartel de Medellín y estuvo en el centro de las conspiraciones de una de las mayores empresas criminales que ha existido.

Carlos Lehder, a bordo de uno de sus yates.
Carlos Lehder, a bordo de uno de sus yates.Cortesía Random House

Lehder vive desde 2020 en Frankfurt, adonde fue a parar después de cumplir 33 años de prisión en Estados Unidos. Un juez federal de la corte de Jacksonville, Florida, lo condenó a cadena perpetua a finales de los años ochenta por dirigir una empresa criminal y a otros 135 años de reclusión por conspirar para introducir cocaína en Norteamérica. Lo encerraron en una cárcel de máxima seguridad con un régimen brutal de aislamiento que estuvo a punto de quebrarlo, en el que parecía que iba a pasar la vida entera, pero después de testificar contra el dictador panameño Manuel Antonio Noriega, de quien contó que había traficado con Escobar, le redujeron la pena y lo trasladaron a una cárcel con menos restricciones, en la que se empleó en la cocina. Se dedicó a partir de entonces a leer y a estudiar, algo que apenas había hecho durante su etapa de bandido. Conseguida la libertad, se puso a escribir un libro, Carlos Lehder, vida y muerte del cartel de Medellín, que ha publicado este año la editorial Debate, el sello de no ficción de Penguin Random House, y que justo sale ahora a la venta en España.

La de Lehder es una de esas vidas exageradas que uno pensaría que no caben en una sola. Su padre fue un ingeniero alemán que se estableció en Colombia y conoció a su madre en Armenia, una ciudad con vistas a la cordillera de los Andes. El matrimonio abrió una pensión llamada La Posada Alemana, que fue muy popular en su época. De adolescente no quiso dedicarse a la hostelería ni insistir en los estudios universitarios. En cambio, empezó a contrabandear con vehículos robados en EE UU, un delito por el que pasaría un tiempo en la cárcel federal de Danbury, Connecticut. No le sirvió para rehabilitarse. Al salir montó su propio concesionario en Medellín, Lehderautos, y comenzó a traficar con marihuana y cocaína. A los veintipico aprendió a pilotar avionetas de manera autodidacta y se convirtió en un experto en inundar de droga los Estados Unidos. La DEA lo tuvo pronto en su radar, pero como no conseguía detenerlo, para los agentes federales se convirtió en un mito.

Carlos Lehder hablando, durante un evento en donde al fondo de la fotografía se puede observar a Pablo Escobar.
Carlos Lehder hablando, durante un evento en donde al fondo de la fotografía se puede observar a Pablo Escobar.Cortesía Random House

Amasó una fortuna tan grande antes de los 30 que se compró su propia isla, Cayo Norman, en Bahamas. Sobornó a policías, ministros y hasta al presidente de ese país recién independizado, donde construyó un puerto y pistas de aterrizaje. Un ejército de mercenarios lo protegían a él y al negocio. Las fiestas en Cayo Norman se volvieron legendarias. Guapo y atlético porque nunca dejó de correr y hacer pesas, de noche se entregaba a la parranda. De día, patrullaba armado con fusiles y granadas de mano, protegido por un chaleco antibalas. En una ocasión, otros colombianos intentaron asaltar la isla y los repelió con disparos. Sin duda, en su libro hay acción, pero se muestra a sí mismo como un personaje de la serie The A Team, donde ocurre de todo, pero no hay muertos ni heridos: la sangre no brota por ningún sitio. A Lehder le gusta describirse como un pacifista armado, racional y de buen corazón que tiene piedad con sus enemigos.

No es así como lo ven las personas que han investigado la historia del cartel de Medellín. En una ingente cantidad de libros se le describe como alguien impulsivo y violento al que temía el resto de narcotraficantes. A Lehder no le ha quedado otra que enfrentarse a estas zonas oscuras de su personalidad. En la página 370 de su libro, la redacción se vuelve sinuosa cuando se acerca un momento candente: el asesinato de un hombre. Es un crimen muy conocido y todos los que estaban allí ese día se lo atribuyen a él. Ocurrió en la hacienda Nápoles, la finca de Pablo Escobar. Era un día de excesos, cocaína y alcohol, nada raro en la casa de campo que construyó y llenó de hipopótamos, jirafas y aves exóticas. Lehder estaba esa noche con una mujer, Sonia, que se fijó en Rollo, un apuesto sicario de Escobar. Al narco le entró un ataque de celos, según una versión ampliamente extendida y documentada, y lo ejecutó delante de más gente. Lehder tiene otra versión: era Rayo —le cambia el nombre en el libro— el que quería matarlo a él. ¿Qué ocurrió entonces? “Se supone que yo iba a morir. No morí ese día”, cuenta en la entrevista Lehder, al que se le adivina un leve rastro de vanidad al decirlo. En su escrito, reconoce el crimen por omisión: “Ubiqué al Rayo, que caminaba seguido de su niño cargafusil y dos pistoleros más. Me concentré en vigilarlo. Al rato, sonaron tres disparos de fusil automático, que hicieron volar despavoridas a las palomas y golondrinas de los techos de la inmensa casa de Nápoles”.

Vista aérea de la isla de Carlos Lehder, en las Bahamas, con una pista de aterrizaje privada de 2 kilómetros, en 1988. Desde aquí, la droga que llegaba de Colombia se enviaba en pequeños aviones a Florida.
Vista aérea de la isla de Carlos Lehder, en las Bahamas, con una pista de aterrizaje privada de 2 kilómetros, en 1988. Desde aquí, la droga que llegaba de Colombia se enviaba en pequeños aviones a Florida.Eric VANDEVILLE

Lehder y Escobar se habían aliado para hacer negocios y oponerse al tratado de extradición entre los gobiernos de Colombia y Estados Unidos. Se les unieron otros capos como Gonzalo Rodríguez Gacha, apodado El Mexicano por su gusto por los mariachis y los caballos de paso fino, y la familia Ochoa. Esa es la génesis del cartel de Medellín. La organización criminal retó al Estado con el asesinato del ministro de Justicia colombiano, Rodrigo Lara Bonilla, que lideró una ofensiva contra los narcotraficantes inédita hasta ese momento. Lehder asegura que no participó en esa conspiración, aunque reconoce que celebró su muerte y felicitó a Escobar por el trabajo de sus sicarios. Defiende que Pablo mandó acabar con Lara Bonilla por una rencilla personal y no por atacar al Gobierno colombiano. Cuando se le pregunta por este hecho guarda un espeso silencio que se alarga por unos 10 segundos. Lo rompe con una justificación: “No participé en ningún asesinato ni ningún complot. He optado por defender mi vida en circunstancias en las que era de vida o muerte. Pero nunca contra el Gobierno de Colombia”. Durante toda la conversación queda claro que si algo le duele es que le acusen de traición a la patria.

Aunque ahora lo matice, fue un entusiasta del movimiento Muerte a Secuestradores (MAS). Escribió un manifiesto a su favor que se publicó en los periódicos. El MAS lo crearon los capos de la droga para perseguir a los guerrilleros del M-19 —la organización a la que perteneció el presidente Gustavo Petro—, que habían secuestrado días atrás a una hermana de los Ochoa. Era una entente entre criminales, policías, ganaderos, empresarios y militares que ejerció una violencia brutal en el país, sobre todo contra movimientos de izquierdas. Muchos consideran que esta organización fue la precursora del paramilitarismo en Colombia, que en los siguientes años cometería decenas de miles de asesinatos. Lehder zanja el asunto en un par de páginas del libro.

Carlos Enrique Lehder en la fotografía policial, durante su detención en Tampa, Florida.
Carlos Enrique Lehder en la fotografía policial, durante su detención en Tampa, Florida. Bettmann (Bettmann Archive)

Se labró durante su etapa de criminal una imagen de borracho, loco, vanidoso y fascista. Lo han pintado como un hombre con una metralleta al hombro y un casco del Tercer Reich. A un escultor le pidió una estatua en bronce a tamaño natural de John Lennon, uno de sus ídolos. “No soy ningún santo, pero fui disciplinado y tuve ética. De otra manera, no hubiera sido exitoso. No fui drogadicto jamás”, se defiende. Los delirios de grandeza lo llevaron a crear una comunidad ultranacionalista de nombre Movimiento Cívico Latino. “Era para denunciar que el tratado de extradición era ilegal y la gente tenía que saberlo”, añade. Los periodistas que lo siguieron dicen que mezclaban la ideología nazi con la indígena y que tenía la intención de convertirse en un grupo armado que peleara contra la guerrilla en el monte.

Sin embargo, que Lehder matase a uno de los pistoleros más importantes de Escobar fue el fin de la amistad entre ellos. A Lehder le entró la paranoia de que el jefe del cartel de Medellín quería matarlo, como había hecho con otros tres socios, angustia a lo que se le sumó la persecución de la DEA. Finalmente, fue detenido en 1987. Lo extraditaron al Estado de Florida, y así se convirtió en el primer jefe de un cartel colombiano en hacer ese viaje. Tiempo después se enteró por su abogado que había sido Escobar el que lo había entregado a las autoridades en venganza. Lehder, que ha vivido por esa delación tres décadas entre cuatro paredes, ahora se ha tomado la revancha y ha escrito un libro en el que le atribuye todos los crímenes de ministros, jueces y periodistas a Escobar, sin excepción. Los vivos son los que escriben la historia y a los muertos —Escobar fue abatido en diciembre de 1993— solo les queda revolverse en sus tumbas.

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Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.
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