La vida de Rodrigo Londoño tras el final de Timochenko
El último líder de las FARC lleva una vida tranquila junto a su esposa y un hijo de tres años. Los jefes guerrilleros que se negaron a dejar las armas han ido muriendo uno detrás de otro en la selva
Timochenko sintió un hormigueo en el pecho que le llevó a echarse la mano al corazón. Del resto de lo que ocurrió no se acuerda. Era febrero de 2015 y el líder de las FARC acababa de sufrir un infarto en medio de las negociaciones de paz en La Habana. Estuvo muerto durante un buen rato, lo que puso en verdadero peligro el diálogo. Durante su convalecencia, otro de los combatientes históricos de la guerrilla, Iván Márquez, insistió en que le contara qué había visto en ese lapso, dónde había ido. Márquez era un espiritista convencido que pedía consejo al libertador Simón Bolívar a través de una médium. Timochenko era escéptico, pero quiso contentar a su camarada: “Llegué y me encontré con Marulanda (fundador de la guerrilla) y me dijo, óigame, ¿usted qué vino a hacer aquí? Hágame el favor y se devuelve. Hay mucho que hacer”.
En los meses siguientes miles de combatientes, que estaban levantados en armas contra el Gobierno de Colombia desde hacia medio siglo, bajaron de las montañas. Timochenko volvió a ser Rodrigo Londoño, su verdadero nombre, el que abandonó cuando a los 17 años se marchó de casa sin despedirse de sus padres. Ahora vive en una finca a las afueras del pueblo en el que nació, La Tebaida, con una novia y un hijo de ambos. “La paz era el único camino, lo otro era un suicidio. En este momento un proyecto armado no tiene futuro”, reflexiona. Sin embargo, esa otra alternativa fue por la que optó Márquez. En algunas de sus conversaciones con el más allá dedujo que su destino era volver a empuñar un fusil en la clandestinidad. Casi todos los que le acompañaron a esa aventura absurda han sido asesinados y los servicios secretos investigan si el propio Márquez está muerto, después de que se supiera que había sido herido de gravedad en Venezuela. Londoño recibió la noticia mientras celebraba el tercer cumpleaños de su hijo.
El exguerrillero, de 63 años, camina renqueante por las calles de su pueblo por un problema de calcio en los huesos. En la selva sufrió paludismo y dengue, las enfermedades clásicas de los combatientes. Pero ha sido al regreso a su vida de civil cuando ha aflorado una salud quebradiza. Fue operado a corazón abierto y le colocaron seis stent. Después tuvo problemas en la vesícula y sufrió un accidente cerebrovascular. Más tarde, apendicitis. Vive bajo un estricto control médico. Sus paisanos lo ven de frente y hay quien se cruza de acera. Los crímenes que cometieron las FARC, que llegó a ser la guerrilla más potente de Latinoamérica, tienen el rostro de su vecino. Otros, en cambio, se acercan a saludarlo.
—Hombre, Rodrigo. No le veía desde el colegio.
—Germán, qué gusto saludarlo. ¿Qué fue de usted?
—Me hice contador y después pintor. Yo a usted lo vi en televisión...
El joven Londoño desapareció del pueblo en los años setenta. Mucha gente no supo de él durante décadas. Su familia tampoco recibió mucho información. Con los años reapareció con el alias de Timochenko y encabezando un frente de las FARC, una guerrilla campesina de ideología marxista-leninista. Acabaría siendo el miembro más joven en pertenecer a la cúpula. Con la muerte del jefe Alfonso Cano durante un bombardeo durante los primeros contactos con el presidente Juan Manuel Santos para buscar la paz, él quedó al frente. Le tocó culminar un proceso histórico que había fracasado antes muchas veces. Un paro cardiaco estuvo a punto de echar todo al traste. Pero se recuperó, y llevó hasta el final la idea de la desmovilización de sus compañeros de armas.
Sin el fantasma de la guerrilla, la izquierda política ha dejado de asimilarse a la violencia. Colombia ha pasado durante décadas de un gobierno conservador a otro. El estigma del progresismo era muy fuerte pero eso ha cambiado en los últimos años y ha culminado con la elección como presidente de Gustavo Petro, otro exguerrillero del M-19 que también participó en el proceso de paz de su grupo y después reescribió una nueva constitución más progresista. Muchos consideran que sin esos pasos hubiera sido imposible que alguien como Petro esté en el poder a partir de agosto.
“Insistí a los míos que con la paz se daba una situación revolucionaria. Esta no es la revolución del primero de enero de 1959, que se llegaba con el fusil y el uniforme verde olivo. Son procesos distintos, son tiempos distintos. Pero esto es revolución”, sostiene Londoño. Durante la campaña electoral le escribió al entonces candidato y a su vicepresidenta, Francia Márquez, por si querían participar en una reunión donde él pudiera mostrar su visión del país. “Petro fue inteligente en no verme. No me siento molesto porque no se diera esa foto. Le hubiera estigmatizado mucho”, añade.
Las FARC se convirtieron en un partido que se llama Comunes. La sociedad no ha terminado de acostumbrarse a ver a los guerrilleros haciendo campaña. Su presencia en el panorama político colombiano es residual. Londoño es el presidente de la formación. Hasta 2026 tendrán cinco senadores asegurados por el acuerdo de paz. A partir de ahí volarán solos, y las expectativas no son nada halagüeñas. “No hubiéramos sacado esa representación en las urnas. Esa es una verdad”. El grupo cometió atrocidades, entre otras 96.952 homicidios (los paramilitares suman 205.028). Los ideales con los que empezó la lucha armada se esfumaron por completo.
Su política de secuestros fue brutal. Mantenían a personas encadenadas a un palo durante años, a la espera de que las familias pagasen rescates millonarios. Cuando no tenían objetivos concretos, se apostaban en la carretera y paraban coches al azar. Lo llamaban pescas milagrosas. Los colombianos dejaron de transitar por las carreteras regionales. La gente de la ciudad abandonó sus casas en el campo. Timochenko apoyó esa forma de financiación. “Me arrepiento de haberlo hecho. El debate se planteó. Se puede secuestrar, ¿pero a quién? A un paramilitar que tenga un capital y valga la pena, pues sí. Pero esos fueron los que nunca se dejaron secuestrar. Entonces le echaban mano al más huevón, a uno que aparecía con cinco vacas y pensábamos que tenía plata. Era una injusticia”. La guerrilla también pudo mantener a tantos combatientes en nómina por el auge del narcotráfico, que se originaba en las zonas que estaban bajo su control.
El dejar las armas vino acompañado de un proceso de búsqueda de la verdad en la que también han participado militares. Londoño ha mantenido reuniones con centenares de víctimas a puerta cerrada y en audiencias públicas. Escuchar el perdón de los guerrilleros, que eran inmunes a la autocrítica y podían justificar cualquier acción con la excusa de estar librando una guerra, fue un momento catártico para las víctimas y la sociedad colombiana en general. Londoño asegura que su arrepentimiento es sincero: “Me quiebro a veces, aunque hago el esfuerzo de no llorar. No es por machismo, me da temor hacer el ridículo o que piensen que estoy fingiendo”.
Un hombre que se cruza por la calle, le grita:
—¡Viva el Ejército del pueblo!—, en referencia a las FARC.
—Imagínese—, contesta él, incrédulo, ajustándose las gafas.
Más tarde, a la hora de pagar el almuerzo, la dueña del restaurante dirá mirándole con gesto severo: “Debería cobrarles doble”.
Se enfrenta a procesos muy graves en su contra que serán juzgados en los próximos años por un tribunal especial que busca aclarar lo ocurrido, pero no se enfrentará a penas de cárcel siempre y cuando colabore. En la región del Catatumbo, con una de las unidades que comandaba, asesinó a 34 raspachines, como se le conoce a los recogedores de coca. Londoño cuenta que sus hombres tenían la misión de atacar a unos paramilitares, pero acabaron agarrando a estos trabajadores. Los concentraron a todos, unos 90, y les dijeron que si alguno trataba de huir les dispararían. Uno de ellos trató de evadirse. Los guerrilleros empezaron a disparar a quemarropa. “Fueron personas asesinadas miserablemente, sin justificación ninguna. Hablar con sus madres fue doloroso. Me quedé en la miseria”, dice.
También se vio en privado con la viuda de Guillermo Gaviria Correa, un exgobernador de la región de Antioquia que fue secuestrado por las FARC en 2002 y posteriormente asesinado. La mujer le regaló las memorias de su esposo.
—Me fui para la casa y estuve como dos o tres noches leyéndolo. Fue más duro que la propia audiencia. Era un hombre de paz, ¿por qué hicimos eso? Tengo el libro subrayado.
Los combatientes desmovilizados no han tenido fácil reintegrarse a la vida normal. A menudo no encuentran trabajo y los propietarios de bienes raíces no quieren alquilarles. Más de 300 de ellos han sido asesinados. Él también ha visto la muerte de cerca más allá del ataque al corazón. El mismo Márquez que se interesó por su experiencia en el tránsito a la otra vida le envió hace dos años un comando de élite a asesinarlo. Lo tachaba de traidor. La policía desbarató el plan y abatió a dos de los guerrilleros dispuestos a acabar con su antiguo jefe, Timochenko. Iban a matar a un hombre que ya no existía. Londoño, en el patio de la casa en la que se crio, cuenta esa historia desapasionado, con un punto de tristeza. Él reclutó a Iván Márquez en 1982.
La última vez que visitó esta casa para ver a sus padres llevaba cuatro años viviendo en la clandestinidad. En la parte delantera había una tienda regentada por su madre. Cuando entró, ella atendía a un policía. Bienvenido, sobrino, le dijo la mujer, para despistar a las autoridades. “Mi mamá de conspiradora”, se ríe “Yo temía que me rogara que me quedase, que no volviera a la lucha”.
—¿Qué hubiese contestado?
—Lo mismo, me hubiera quedado en casa.
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