Pakistán pierde el paso
Ni el Gobierno ni los islamistas han sabido rentabilizar la guerra desatada en Afganistán para redefinir su identidad
El cambio de régimen en Kabul ha dejado a Pakistán sin estrategia. Ni el Gobierno ni los islamistas han ganado el pulso político que desató la apuesta del presidente Pervez Musharraf en Afganistán. Al contrario, el principio del fin del conflicto ha abierto la caja de los vientos en un país que aún tiene que definir su identidad. Es cierto que los islamistas han perdido apoyo popular tras el derrumbe talibán, pero el Gobierno no ha capitalizado esos dividendos. Su reticencia a aceptar a la Alianza del Norte y el quiste de Cachemira están lastrando las posibilidades de saneamiento político que ofrecía Musharraf.
La llegada de la Alianza del Norte a Kabul hace dos semanas se recibió en Pakistán como un fracaso. Islamabad había estado trabajando para evitar esa posibilidad. 'Tanto George W. Bush como Colin Powell han seguido llamando a Musharraf', apuntan los observadores, 'pero no cabe duda de que este país ha perdido su papel central en la crisis'. El desengaño se ha traducido en un doble juego muy peligroso, en el que el lenguaje apoya los planes de la comunidad internacional y los hechos boicotean esos esfuerzos (tal como se ha visto con la retirada de los pastunes en Bonn).
La llegada de la Alianza a Kabul se recibió en Islamabad como un fracaso
Esa misma ambigüedad, pero con relación al alcance del apoyo facilitado a Estados Unidos para su acción militar en Afganistán, ha minado el respaldo general de la población y aumentado el resentimiento hacia el Gobierno. Sus portavoces han mentido respecto a la presencia de tropas extranjeras, al número de bases a su disposición e incluso sus actividades. Muchos paquistaníes sienten que sus autoridades les tratan como menores sin capacidad política, lo que no deja de recordarles que en el horizonte sólo hay una promesa de democracia vigilada.
A pesar de ello, el número de participantes en las manifestaciones antigubernamentales ha decrecido de forma radical en las dos últimas semanas. El día negro convocado el pasado viernes en protesta por las muertes de Mazar-i-Sharif fracasó en todo el país. Sólo unos pocos centenares de seguidores se movilizaron en las principales ciudades frente a los varios miles que lo hacían antes de que Kabul cambiara de manos.
Sin duda, las historias de terror que cuentan los voluntarios que regresan de Afganistán han tenido tanto que ver como la detención de los principales dirigentes islamistas. Miles de familias tienen estos días el corazón en un puño porque los hijos a los que sus imames arrastraron a la yihad contra EE UU no han vuelto. Y los que han regresado, hablan de asaltos y asesinatos a manos de los propios talibanes para robarles el dinero y las armas, algo que recordó el propio presidente en su última intervención televisada.
Aun así, Musharraf no ha capitalizado ese descontento. Su Gobierno insiste en no reconocer como ciudadanos paquistaníes a los miles de muertos y detenidos que está dejando la guerra. Si el incidente de Kargil es un ejemplo, los cuerpos de las víctimas no regresarán a casa para recibir sepultura, lo que amenaza con agrandar aún más el foso entre el Pakistán político y ese sector más radicalizado de la sociedad. Algunos observadores temen que los descontentos recurran a la violencia indiscriminada una vez que concluya el Ramadán.
El general presidente se muestra, no obstante, convencido de que sólo un Gobierno militar puede acabar con el extremismo religioso que en el pasado animaron los uniformados en el poder. Alentado por el fracaso de los islamistas en movilizar a la población, prepara un amplio plan para frenar sus actividades (la violencia sectaria se han cobrado 2.675 vidas en 10 años). De momento, Pakistán va a restringir el reclutamiento de voluntarios para la yihad, la recogida de fondos con ese fin y el entrenamiento militar dentro de sus fronteras, incluidas las madrazas.
El proyecto, en principio razonable, choca con el escepticismo de los analistas políticos. Un editorial del diario The News se preguntaba el pasado fin de semana cuál va a ser la diferencia entre la nueva ley y la legislación antiextremismo que ya existía con anterioridad. Para muchos de ellos, lo que falta es una verdadera voluntad de aplicar las normas. Además, los portavoces gubernamentales se han apresurado a aclarar que las nuevas regulaciones no afectan a Cachemira. 'Los luchadores por la libertad continuarán disfrutando de [nuestro] apoyo diplomático y moral, aunque se les va a pedir que restrinjan sus actividades a esa región', han manifestado a través de la prensa local.
La aclaración supone un reconocimiento implícito de que, a pesar de todos los desmentidos, antes no lo hacían. Pero además, entra en contradicción frontal con la política de EE UU, que ha incluido en su lista de organizaciones terroristas a dos de esos grupos, Laskare Taiba y Hizb ul Muyahidín. Mientras Pakistán no logre solucionar sus diferencias con India en Cachemira, cualquier intento de meter en cintura a los islamistas va a resultar incongruente.
Como incongruente resulta que después de apostar públicamente por la coalición internacional contra los talibanes, Pakistán se haya mostrado remiso a aceptar el peso de la Alianza y sus servicios secretos sigan jugando la carta pastún. El peligro de esa actitud (y Washington ya ha filtrado en Bonn su malestar al respecto) es que el Gobierno militar puede quedarse sin los frutos que una eventual paz traiga a la región.
Algunas voces lo han recordado. 'Pakistán no necesita un Estado vasallo en su frontera occidental para sobrevivir, sino un Estado afgano representativo que esté en paz dentro y con sus vecinos', ha dicho el ex ministro de Exteriores Sardar Asseff Ahmad Ali. En su opinión, 'Pakistán tiene una oportunidad de arreglar sus relaciones con Irán y Uzbekistán. En lugar de buscar profundidad estratégica para su Ejército, debieran trabajar a favor de una presencia económica en Afganistán y Asia Central'. 'Los dividendos de la paz serán enormes para Pakistán', asegura.
De momento, las relaciones con Irán van por buen camino. 'Se han acabado los problemas con Pakistán', anunció el pasado fin de semana su ministro de Exteriores, Kamal Jarrazí, tras una visita a Islamabad. Sin embargo, la oferta del Departamento Central de Impuestos para poner en marcha el servicio de recaudación afgano ha sido recibida como una broma. 'Es una de las instituciones más corruptas del país', comenta con sorna un experto paquistaní en Afganistán.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
Archivado En
- Pakistán
- Alianza del Norte
- Afganistán
- Cachemira
- Pervez Musharraf
- 11-S
- Política exterior
- Estados Unidos
- India
- Islam
- Negociaciones paz
- Atentados terroristas
- Acción militar
- Asia
- Proceso paz
- Gobierno
- Relaciones exteriores
- Administración Estado
- Conflictos
- Grupos terroristas
- Terrorismo
- Política
- Administración pública
- Religión
- Oriente próximo