‘Ripley’, o la mejor resurrección de Patricia Highsmith, un clásico que ahonda en la condición maldita del ser humano
Steven Zaillian firma una más que brillante adaptación, por profunda y postcanónica, de la historia del villano que reinventó el propio concepto de villano
Es inevitable preguntarse, ante el rescate de Tom Ripley, el personaje, el humanísimo villano creado por Patricia Highsmith, la escritora que trató de entender la maldad que anida en cada uno de nosotros, ¿qué necesidad había? Es decir, ¿no había Anthony Minghella fijado la idea de tan encantador y queer criminal en El talento de Mr. Ripley, una luminosamente oscura película convertida en un clásico instantáneo a finales de los noventa? ¿Tan falto está el presente de ideas?, se dirán. Pero déjenme decirles que les bastará con poner un pie —y para ello bastará con unos minutos de metraje— en la miniserie que firma Steven Zaillian (no en vano es el creador de The Night Of), Ripley (Netflix), para preguntarse todo lo contrario. Es decir, ¿por qué nadie lo había hecho antes? ¿Cómo pudo quedarse Minghella tan lejos, tan en la superficie del personaje, en realidad?
La sensación de que Ripley ha sido, desde el principio, más, mucho más, que un tipo aparentemente seductor —nunca lo fue, en realidad, para Highsmith siempre fue un tipo raro, que, sin embargo, conseguía que los demás confiaran en él porque, observándoles, les daba exactamente lo que querían, en todo momento, y lo que querían era atención, sentirse comprendidos—, y que a partir de él puede explicarse el mundo, y el ser humano —de todo de lo que alguien es capaz con tal de conseguir lo que quiere, y eso que quiere no es necesariamente algo bueno, ya verán por qué—, ha estado ahí desde el principio, pero se diría que lo que sabíamos de él era que, sí, era un farsante, un embaucador, una máscara perpetua. ¿Y por qué? ¿Cómo sufría esa máscara? ¿En qué lugar dejaba al resto? Bien, Zaillian responde, una a una, a todas esas preguntas, y plantea algunas más.
Y lo hace gracias a una hipnótica y fascinante narración que trae de vuelta el mejor cine negro, habitado por un presente en el que la subjetividad manda. Así, hay en el blanco y negro una intención, y es una excelente —y no únicamente por el aire a clásico, por el tributo a lo noir desde un neonoir de altura—, pues no hay color en el mundo de Ripley, todo se rige por el Bien y el Mal, y el matiz es doloroso porque nadie —la sociedad de la época: 1961— lo está viendo. Y también la hay en la tercera persona que se vuelve, todo el tiempo, primera. Es decir, el espectador está fuera y dentro del personaje, porque lo que está viendo no es solo lo que ocurre, sino cómo siente eso que ocurre el propio Ripley. ¿Y cómo lo consigue? Con uso, sublime, del sonido y el plano fijo —a objetos, y a un entorno que solo parece acechar al protagonista—. La calma ante cualquiera tormenta.
La forma en que se relatan los crímenes es el mejor ejemplo de esa subjetividad latente —e inmersiva— que consigue aquello que Highsmith se propuso, una y otra vez, en sus novelas, al contar de qué forma la oscuridad, lo maldito, anida en cada uno de nosotros: empatizar. Saben la historia. La madre de la escritora, recién divorciada, se bebe un vaso de aguarrás repleto hasta el borde cuando descubre que está embarazada. Y, sin embargo, la pequeña Pat sobrevive. Y crece para convertirse en una escritora que nada desea más que entender eso que hizo su madre. Su madre debía quererla; pero trató de deshacerse de ella, y ¿la convertía eso en alguien horrible? Fue a ritmo de villanos que no eran más que tipos corrientes con un pie al borde del abismo como Highsmith trató de entender a su madre. Y Ripley, su más perfecta, su más redonda, creación.
Recordemos la historia. Tom Ripley (aquí, un Andrew Scott con un toque tímidamente siniestro a lo Norman Bates), un estafador de poca monta, que vive interceptando correo que no es suyo y falsificando identidades para reunir pequeñas sumas, es contratado por un magnate naviero para devolver a su díscolo hijo, Dickie Greenleaf (un magnético y soberbio Johnny Flynn), a casa. Dickie vive en Atrani, un pueblecito de costa italiano, con su novia Marge (una fría y desconfiada Dakota Fanning), donde ambos llevan una vida minúsculamente bohemia. Se supone que Ripley y Dickie fueron amigos en algún momento —Dickie no lo recuerda—, y el intento de convencerle se convertirá en una imposible suplantación que el primero improvisa, concienzudamente, sobre la marcha, eliminando, criminalmente, un obstáculo tras otro.
La sutilidad con la que Zaillian retrata la finísima línea que separa el Bien del Mal —o aquello que no deberíamos haber hecho de lo que ya hemos hecho— la dibujan, en la pantalla, la forma en que la narración está atenta a los detalles. Y los símbolos. Hay una narrativa bajo la narrativa que estamos contemplando, y eso es algo que Minghella pasó por alto, y que aquí, le dan una profundidad al personaje abismal. Esas escaleras que Ripley sube, que al principio son intrincadas, laberínticas, y luego dejan de serlo, pero que recuerdan a Sísifo, en su ascenso, un ascenso repetido, al esfuerzo, a la conciencia del Mal que pesa cada vez más. El molesto, insidioso, reloj que marca la carrera contra el tiempo que nunca vamos a ganar. Lo opresivo del silencio. El silencio de la muerte. Ripley está solo consigo mismo cuando mata, y el espectador está dentro de él.
“Tom Ripley no es nadie y por eso puede ser cualquiera”, dijo de su personaje la propia Patricia Highsmith. “En ese sentido, es un impostor. Es alguien que se mete bajo la piel de otro, y por eso nos refleja un poco porque todos somos en cierta manera una máscara”, añadió. Sí, Tom Ripley es una máscara. Es un animal destinado a ser otro, que sobrevive siendo otro, y aquí cada retorcido monólogo ante el espejo de Andrew Scott da un paso más hacia algún tipo de abismo. Porque, decíamos, Ripley —o cualquier villano de Highsmith— es capaz de cualquier cosa con tal de conseguir lo que quiere, y lo que quiere no siempre es, decíamos, también, algo bueno. Ni siquiera para él. Y he aquí lo que esconde cada una de las creaciones de Highsmith: un deseo imperiosamente salvaje de destruir su mundo. Deseo que la miniserie de Zaillian —puro suspense, un suspense intelectualmente superior, ya verán— muestra mejor que nadie.
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