El festín pandémico de Iker Jiménez
En su regreso a los mandos de su nave del misterio, ofreció cuatro horas de tele en las que se mezcló el tremendismo con la sensatez, lo inane con lo sustancioso y la información con la especulación
Creo que no soy el único hijo que le pide de vez en cuando a su madre por teléfono que apague la tele o que, por lo menos, deje de ver tertulias e informativos y se pegue un atracón de cualquier serie. Tampoco seré el único ciudadano que ha visto cómo algunos amigos y conocidos han enloquecido poco a poco tras una dieta hipercalórica de datos y gráficos. Desazona verlos desayunar, comer y cenar cifras e informes sobre la pandemia, intentando abarcar lo inabarcable y comprender lo incomprensible. Hasta que alzan la vista de la pantalla y descubren que ya nadie les aguanta.
El domingo, en su regreso estelar a los mandos de su nave del misterio, Iker Jiménez les ofreció un festín digno de Pantagruel, que seguirá la semana que viene. Cuatro horas de tele en las que se mezcló el tremendismo con la sensatez, lo inane con lo sustancioso y la información con la especulación. Solo se quedaron fuera de la lista de ingredientes los de la plandemia que no llevan mascarilla: en estos meses, Iker ha perdido a sus seguidores más folclóricos, el núcleo duro de los ovnis y las casas encantadas, que le tienen por un traidor vendido a los poderes oscuros. En cambio, ha ganado a todos esos vigías con ojeras que atalayan no se sabe qué verdad entre el tráfago diario. Parecen los mismos, pero no lo son.
La obsesión es una forma de consuelo. Lo saben bien los detectives de las series de polis que persiguen a los asesinos más listos. Al llenar su cabeza de indicios, flechas y notas, la llenan también de sentido y evitan enfrentarse al caos cotidiano. Preocuparse por el fin del mundo les exime de prestar atención a los apocalipsis cotidianos que suceden en la habitación de al lado. Cada cual huye de sí mismo como puede.
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