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Tribuna
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Un abrazo, compi, amigo

Antonio Franco fue siempre un líder indiscutible, leal a los suyos, capaz de poner el alma en cuanto hacía; riguroso a la hora de contar los hechos, agudo al calificarlos

Inauguración de la edición catalana de EL PAÍS en el polígono de la Zona Franca de Barcelona. De derecha a izquierda, Juan Luis Cebrián, Antonio Franco y Jesús de Polanco.
Inauguración de la edición catalana de EL PAÍS en el polígono de la Zona Franca de Barcelona. De derecha a izquierda, Juan Luis Cebrián, Antonio Franco y Jesús de Polanco.
Juan Luis Cebrián

“Me gustaría mucho verte y no para hablar de la desdichada prensa de papel, la floja España y la tragicómica Cataluña”. Fue el último mensaje que recibí de él hace apenas cinco meses, tras años de silencio. Ahora me pesa no haber cumplido mi compromiso de visitarle en Barcelona antes de que el cáncer le venciera definitivamente.

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Conocí a Antonio en una entrevista para el dominical de El Periódico. Ya en aquella conversación descubrí que ambos participábamos de una misma concepción del periodismo. Cuando decidimos lanzar la edición catalana de EL PAÍS quedamos a almorzar. Él dirigía con energía y acierto aquel diario que había ayudado a fundar y me interesaba su opinión al respecto más que ninguna otra. Me aventuré, sin esperanza, a sugerirle que asumiera la dirección adjunta de nuestro periódico, al frente de la edición barcelonesa. Mi sorpresa fue mayúscula cuando aceptó sin dudarlo, pero mayor aún mi satisfacción. Los periódicos son como las orquestas sinfónicas: una tarea de equipo. Un buen profesional al frente no basta para triunfar si no es capaz de comprender y coordinar a los solistas.

Antonio fue siempre un líder indiscutible, leal a los suyos, capaz de poner el alma en cuanto hacía; riguroso a la hora de contar los hechos, agudo al calificarlos, mordaz cuando hacía falta; independiente hasta la médula. Aprendí mucho de él mientras trabajamos juntos, pero también después. Hablábamos de Cataluña de manera incesante. “En Madrid no os dais cuenta de que los catalanes tenemos una especie de faro añadido en nuestra manera de ver las cosas, por eso os equivocáis tantas veces al juzgarnos”, me dijo un día. “Tienes razón -le contesté- pero no olvidéis tampoco que las miradas hacia Cataluña desde Madrid son igualmente diferentes. Procurad también comprenderlas antes que combatirlas”.

Fruto de sus enseñanzas alcanzamos a tener una visión común. Deseábamos una España federal como respuesta a los problemas territoriales del país. Propugnamos la bicapitalidad entre Barcelona y Madrid a fin de promover el desarrollo y la igualdad entre españoles. Y quizás llegamos a creer que los Juegos del 92 nos dieron la razón. En abril de 1988 abandonó nuestro diario para hacerse cargo nuevamente de El Periódico. Pocos meses después yo dejé de dirigir EL PAÍS para incorporarme al frente de la empresa. Fueron seis años de intensa convivencia, de complicidad y de sueños. Naturalmente tuvimos controversias, las más de las veces menores. Se me quejó un día, en nombre de su equipo, por la publicación de una fotografía irreverente y hasta denigrante de Pujol. “¿No os dais cuenta de que para muchos catalanes el presidente de la Generalitat es como el rey para los españoles?” Sobre la organización y estructura del trabajo solo recuerdo una leve discrepancia por la creación del Defensor del Lector. Estimaba, como otros mandos de la redacción, que defensores del lector éramos todos. La discusión duró poco y terminó siendo el más ferviente colaborador de la nueva figura.

Maestro de nuestra profesión, lo fue mucho más de la vida. Desbordante de humanidad y de afectos, guardo como una reliquia su último correo: “Nunca podré olvidar que estuvimos juntos en el mejor momento del periodismo de papel y muchas toneladas de ilusiones sobre cosas que en algunos casos salieron bien. Compi, te mando un abrazo de verdad”.

Otro muy fuerte para ti, donde quiera que estés. Para Mylène y todos los tuyos.

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