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Crónica
Texto informativo con interpretación

Vivir bajo un volcán (una experiencia siciliana)

Al pie del Etna se convive con las lluvias de ceniza como si fueran nevadas y se establece otro sentido de la vida y una relación distinta con el tiempo: siempre se sabe que algo puede estar a punto de pasar

Erupción del Etna desde la ciudad de Pedara, en Sicilia, en febrero de 2021.
Erupción del Etna desde la ciudad de Pedara, en Sicilia, en febrero de 2021.Salvatore Allegra (AP)
Íñigo Domínguez

“¿No ven allí la puntita de un tejado que asoma entre las rocas? Es la estación de esquí que había aquí, quedó sepultada en la colada de 2002”. Esto nos contaban este verano en el Etna, en Sicilia, el mayor volcán activo de Europa, donde identifican las coladas por años, como los vinos, son sucesos periódicos. Del estilo de las placas “Hasta aquí llegó la inundación de 1983”, en Bilbao, pero sin dramatismo, son catástrofes que se integran de forma natural en el paisaje, en la vida de cada día. Porque se sabe que van a suceder y no hay nada que hacer, solo convivir con ello. Se comprueba si se pasa unos días viviendo bajo el volcán, durmiendo encima de él. Uno se levanta por la mañana y lo primero que hace es mirar el humo que sale del cráter. Se pregunta de qué humor estará hoy. Qué estará tramando. Es algo vivo. Es una sensación muy rara. A veces es una amenaza y otras hace compañía. Este mismo martes ha habido una erupción.

El volcán produce pensamientos trascendentales, pero al mismo tiempo es fuente de hábitos puramente pragmáticos. Si hay una erupción de dimensiones aceptables se cierra rutinariamente el aeropuerto de Catania. De vez en cuando cae ceniza, como si nevara, y todo se vuelve negro. De hecho ya es un paisaje oscuro, pero en esas ocasiones cae una carbonilla que cubre varios centímetros y hay que barrer, palear, quitarla de las carreteras. Hay señales de tráfico de ir a 20 que dicen: “En caso de erupción volcánica, reduzca su velocidad”. Y la reduces, claro, porque patina. La gente limpia la ceniza en torno a su casa y la deja en bolsas de basura, y pasan a recogerla. Estás cenando en un restaurante, retumba la tierra y una señora comenta sin inmutarse: “El Etna ya está refunfuñando”. Se forman de repente algunas tardes grandes columnas gaseosas que no sabes si son nubes tropicales o gases telúricos.

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El escritor siciliano Gesualdo Bufalino decía que el Etna es un gigante bueno: “Tiene un aire de familiar inocencia y no ha matado nunca a nadie, salvo por accidente fortuito o imprudencia suicida”. Aunque lo cierto es que algunas de sus erupciones sí han causado muertos en las últimas décadas. Está siempre haciendo ruido y humeando, pero no es explosivo, solo que a veces se pone muy serio y fluyen lentos e inexorables ríos de lava durante días, o semanas, o meses, que amenazan a los pueblos cercanos. En ese sentido su estilo se parece al volcán que vemos ahora asombrados en La Palma. Ellos están más acostumbrados. Por eso en las alturas de la montaña siciliana (3.357 metros en la última medición, porque va cambiando) todo es extrañamente provisional. No sabes cuánto va a durar, aunque lleve allí miles de años. Hay un bosque de pinos que de repente desaparece un centenar de metros, barrido por una lengua de magma solidificado, y sigue en el otro lado. Luego la vida empieza a crecer otra vez encima, hay árboles pequeñitos sobre las rocas. La carretera discurre sobre la lava, de momento, hasta la próxima colada, que ya se verá por dónde va. Es un suelo cambiante, móvil.

Esta continua inestabilidad del mundo, de la que no somos tan conscientes los que no vivimos en volcanes o sitios raros, tiene un ejemplo perfecto en un caso muy curioso: la isla Ferdinandea. Es una isla que aparece y desaparece, entre Sicilia y Pantelleria. La última vez emergió la noche del 10 de julio de 1831, con una erupción submarina. Nada, salió una cosa de cuatro kilómetros cuadrados y sesenta metros de alto. Pronto fue también metáfora perfecta de las tonterías humanas, porque el reino de las Dos Sicilias, Inglaterra y Francia se pelearon inmediatamente por su soberanía. Un almirante inglés desembarcó en agosto y plantó allí la bandera. Los otros países hicieron lo mismo. Finalmente, fue paradigma perfecto de la fugacidad de las peripecias terrenas: a los seis meses se volvió a hundir, con banderas y todo. Hasta la próxima, porque ahí sigue bajo la superficie.

Amigos canarios cuentan que su relación con los volcanes es amistosa, de admiración, de belleza, al menos hasta ahora. Al Teide le hacen coplas y en Lanzarote fríen huevos a los turistas en el suelo. En el sur de Italia no, hay un miedo latente, porque además hay terremotos. Dice el príncipe de Salina, el protagonista de El Gatopardo, en su célebre reflexión sobre Sicilia: “Esta violencia del paisaje, esta crueldad del clima, esta tensión continua de cada aspecto (…), todas estas cosas han formado nuestro carácter, que queda así condicionado por fatalidades exteriores, además de por una terrible insularidad de ánimo”. Es así, la presencia del volcán establece un sentido de la vida y una relación con el tiempo completamente distinta: siempre se sabe que algo puede estar a punto de pasar. Puede parecer que “una vida” es igual a “siempre” (en tu vida verás una erupción), pero no tiene por qué, puede ser dentro de cien años, pero también mañana. ¿Puede ocurrir? Sin duda. ¿Va a ocurrir? Sí, pero no sabemos cuándo. Este sutil juego de dilemas crea una forma de vida peculiar, de una sensibilidad especial, muy diferente de quien vive, no sé, en Albacete o Stuttgart, o en cualquier ciudad que como mucho se pregunta si lloverá o no. El habitante de estos lugares adquiere un inevitable sentido de la fatalidad, a veces imbuido en mitos y leyendas. Los habitantes de Stromboli llaman al volcán Iddu (Él, en siciliano), porque es una presencia casi personal, con prontos de carácter. Polifemo era siciliano. Furioso y con su único ojo, para el historiador británico John Julius Norwich, enamorado de Sicilia, quizá representa el Etna. La playa de los cíclopes, al pie del volcán, está diseminada de peñascos, los que se supone que arrojó el gigante a Ulises y sus compañeros cuando huían.

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Esta relación algo mágica es, paradójicamente, más realista. Es decir, esta gente sabe mejor en qué mundo vive. Es más consciente de vivir en un planeta. Esto le pasa a cualquiera que tenga un contacto estrecho con la naturaleza: al borde del mar, en alta montaña, en regiones de clima extremo. La vida en una ciudad de clima templado es, en este sentido, una ilusión. Una creación artificial maravillosa. Salvo para quien vive en la calle, claro, que también es muy sensible al planeta y sus estaciones.

El Etna puede ser un gigante bueno, pero el Vesubio, en Nápoles, es tremendo. El día que estalle será una tragedia colosal, allí lo sabe todo el mundo. Entre ellos, por supuesto, las cerca de 700.000 personas que viven en las faldas del volcán (buena parte en casas ilegales) y que, en caso de erupción no se sabe muy bien cómo van a salir de allí, todos cogiendo el coche a la vez. Pero será mucho peor al otro lado del golfo, en la zona de Campi Flegrei, un supervolcán dormido donde emergió Sophia Loren (que en realidad nació en Roma, pero creció allí). Viven unas 800.000 personas, pero en pueblos enteros y parte del propio Nápoles construidos encima del centro del volcán, no en las faldas. Además está junto al mar y una erupción podría causar un tsunami. Los planes de evacuación de estas zonas son un choque diabólico de números imposibles, medio millón de coches en carreteras que ya se atascan un día normal. Prevén que se puede sacar a todo el mundo en 72 horas, pero claro, depende de cómo de grave sea la cosa.

También en este lugar fascinante lo natural se funde con lo sobrenatural. Allí está nada menos que el lago del Averno, la entrada del mismísimo inframundo. Y en una gruta que se puede visitar tenía su despacho la Sibila Cumana, la sacerdotisa de uno de los oráculos más famosos de la Antigüedad. Se expresaba en versos y los vientos de la cueva hacían todo aún más ininteligible y misterioso: era sibilino (de ahí viene la palabra).

Los sitios con volcanes suelen ser bonitos, mágicos, fértiles, con excelentes vinos. Un buen sitio para vivir salvo por esa pequeña cláusula, la letra pequeña: un día puede saltar por los aires. Lo gracioso y fascinante del ser humano es eso de pensar que, bueno, malo será. Pero sí tienen marcado a fuego en el inconsciente, como un instinto natural, que mañana la vida puede cambiar, somos poca cosa y la vida es una aventura. Es, por cierto, uno de los mensajes de la pandemia, de la vida en este mundo en general, que teníamos un poco olvidado.

Fe de errores

Fe de errores: en una primera versión del texto se decía que Sophia Loren había nacido en la zona de Campi Flegrei, cerca de Nápoles, pero en realidad nació en Roma, y luego de niña se trasladó allí, al municipio de Pozzuoli, donde pasó su infancia y adolescencia.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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