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El crudo recorrido de la covid entre las calles desiguales de Bogotá

En una ciudad cuyo territorio está dividido por estratos, la incidencia de la epidemia es directamente proporcional al lugar que uno ocupa en la escala socioeconómica

Trabajadores ferroviarios con mascarillas recogen basura dejada por personas sin hogar en las vías del tren en Bogotá.
Trabajadores ferroviarios con mascarillas recogen basura dejada por personas sin hogar en las vías del tren en Bogotá.JUAN BARRETO (AFP)

En la línea de atención de auxilios funerarios que tiene Bogotá para las personas más pobres, el teléfono suena desde las seis de la mañana y no para hasta la media noche. Las voces que piden ayuda al otro lado del teléfono reflejan una realidad: el coronavirus ha golpeado con fuerza a los “estratos bajos”, como se llama en Colombia a la distribución administrativa de las viviendas que se ha convertido también en una suerte de orden social impuesto.

“Nosotros en cada llamada lo comprobamos. A veces nos llegan casos enviados desde Medicina Legal o ahora desde los hospitales”, dice Jeimy Pachón, que coordina la unidad de identificación de la Secretaría de Integración Social y a las cuatro personas que atienden las llamadas. Solo entre el primero y el 18 de agosto han recibido 238 solicitudes de aquellos que no pueden pagar el funeral de sus familiares fallecidos por la covid-19. Desde que comenzó la pandemia, atienden, en promedio, 20 casos semanales. Y aunque el programa ya existía, durante la cuarentena se han disparado las llamadas, incluso de personas de clase media que perdieron el empleo y ya no tienen cómo solventar un sepelio.

La alcaldesa de Bogotá, Claudia López, sugirió que el virus tenía un impacto socioeconómico fuerte, en los inicios de la crisis sanitaria. Se tuvo, de pronto, indicios e historias de que así era, conforme los balcones de ciertas viviendas de Bogotá se llenaban de banderas rojas que eran peticiones de apoyo ante el hambre. Pasados cinco meses, los datos que publica la Secretaría de Salud de la propia alcaldía lo confirman. La Universidad de los Andes publicó un estudio con ellos a principios de agosto: “Para una persona que vive en estrato 1 resulta más probable ser hospitalizado o fallecer por el virus y seis veces más probable ir a parar la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) que una persona de estrato 6”, dicen. Las cifras más recientes mantienen esta misma tendencia: la pandemia ha marcado con contagios y muerte la tradicional desigualdad de Bogotá.

“Desigualdad” no es un concepto abstracto. El estrato, de hecho, es una medida que se refiere literalmente a las condiciones de habitabilidad del hogar, de la vivienda que lo contiene, y de su entorno inmediato: fachada, materiales de construcción, y estado de la vía en que se ubica el domicilio. Todo ello correlaciona fuertemente con el nivel de ingresos, claro. La desigualdad se plasma así en condiciones específicas de vida para los millones de habitantes de la ciudad: informalidad y pobreza que obligan a salir a trabajar para obtener un ingreso o condiciones de vida y habitabilidad que facilitan el contagio. Nada de ello desaparece durante la cuarentena. Si acaso, se refuerza. Empezando por la propia norma: mientras el teletrabajo era mandato para una mayoría de empleos de oficina y profesionales (habitualmente mejor pagados), las personas que desarrollaban trabajos esenciales o permitidos debían seguir saliendo, y aquellas en servicios personales no podían hacerlo pese a necesitar el ingreso. Una programadora o un arquitecto residentes en estratos 4, 5 o 6 han trabajado más de cinco meses en cuarentena más o menos estricta, en hogares más confortables y amplios; un proveedor de servicios estéticos (peluquero, esteticista) apenas ha podido emplearse de manera intermitente la mejor de las veces; y un operario técnico en una industria permitida no ha dejado de salir a la calle, exponiéndose con ello al contagio.

Oliveros Gordillo nunca paró de trabajar. Mientras la ciudad se detenía y vaciaba en marzo, este bogotano de 50 años se aliviaba de mantener su empleo como instalador de antenas de telecomunicaciones. Era el principal ingreso del hogar que compartía con ocho personas más en el barrio Suba San Pedro (en su mayoría de estrato 2). Mascarilla, desinfectante y a la calle, aunque no sin zozobra. Esa era su rutina diaria hasta el 9 de julio que comenzó a sentirse mal. Un día después, lo enviaron a casa y 14 días más tarde logró que le hicieran la prueba. Pero al tiempo que él vivía el coronavirus con dolor de cabeza y tos, su padre de 73 años, a quien también hicieron el test, se deterioraba. “El viejo se desmayó acá en la casa y nos lo llevamos al Centro de Atención Médica Inmediata (Cami) de Suba donde llegó sin signos vitales”, cuenta por teléfono y aún con ardor en la garganta. Un día después de la muerte del padre, cayó enferma la madre. A ella-cuenta Oliveros- la llevaron a una sede de la Cruz Roja a la espera de ser trasladada a una Unidad de Cuidados Intensivos. No lo consiguió y tampoco logró sobrevivir.

Para ese momento, también se habían contagiado su esposa, de 46 años, su hermana, el esposo y una niña de 2, asintómatica. En medio del duelo y el malestar, tuvieron que hacer cuentas y buscar una funeraria que saliera un poco más barata para ambos y esperar varios días para recibir las cenizas en su casa. “Ni los pudimos acompañar y les hicimos un velorio acá solo nosotros”, narra Oliveros, que cree que el golpe emocional ha sido tan fuerte que les ha dificultado la recuperación. Oliveros, a pesar de todo, espera para volver a trabajar.

Los hogares en estrato 2, como el barrio San Pedro, son los que presentan una mayor proporción de personas obligadas a salir a trabajar. Un 30%, frente al 23% de los estratos 5-6. En contraste, casi un 20% de las salidas registradas por encuestas de la propia alcaldía en los estratos más altos fueron para pasear mascotas, hacer ejercicio o socializar. En 1-2 apenas roza el 6%.

Las dimensiones de la desigualdad van mucho más allá de los ingresos, el aspecto y la solidez de los materiales con los que se construye una vivienda o del barrio. Algo tan básico en mitad de una epidemia como el espacio disponible por persona se relaciona de manera directa e intensa con todo ello. Esto es particularmente cierto en los grandes distritos residenciales de Bogotá.

La ciudad está dividida en 20 localidades, que van desde la minúscula Candelaria (centro histórico, algo más de 20.000 habitantes) hasta la descomunal Suba (1,3 millones en crecimiento constante, todo el noroeste de la metrópolis). Las más pequeñas tienen dinámicas muy particulares: Teusaquillo es una zona acomodada y amable, Chapinero mezcla los barrios más ricos de la ciudad con un área comercial y de ocio (no siempre legal) considerable, y las céntricas Santa Fé, Los Mártires o Antonio Nariño mezclan dinámicas conflictivas con hacinamiento no necesariamente familiar. Si nos centramos solo en aquellas con más de 300.000 almas, que agrupan la inmensa mayoría de residencias (2,2 millones de hogares de un total de 2,7), observaremos que la incidencia de muertes por covid en localidades de hogares poblados (cuatro o más personas) y densidades elevadas (por encima de la media de la ciudad, ya de por sí una de las más densas del mundo).

San Pedro, parte de Suba, está ubicado en una zona con una de las densidades poblacionales más altas de la ciudad: El Rincón, con casi 50.000 habitantes por kilómetro cuadrado. El Tunal, en Tunjuelito (suroeste de Bogotá), es otro barrio notablemente denso (por encima de la media de la ciudad), aunque la presencia de un parque de referencia en Bogotá y una preponderancia de viviendas de estrato 3 le da un carácter distinto.

Senaida Jaramillo y su hermano Edilberto crecieron en el campo y cocinaron con leña la mayor parte de su vida hasta que se instalaron en el barrio El Tunal. Ella se convirtió en esteticista y él en zapatero pero ambos arrastraron siempre con una dificultad respiratoria de aquellos tiempos. Un informe del Ministerio de Minas estimó el año pasado que algo más del 10% de los hogares de Colombia (1,6 millones) emplean usualmente este combustible. La Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica (EPOC) es uno de los cuadros clínicos habitualmente asociados con la necesidad de cocinar con leña. Y la localidad de Tunjuelito presenta, al mismo tiempo, una alta incidencia de EPOC y de muertes por la covid-19 hasta la fecha.

Cuando comenzó la pandemia, Senaida, de 58 años, se quedó sin empleo y tuvo que hacinarse en casa de su hija y nietos; mientras Edilberto, de 53, siguió arreglando zapatos. “Mi yerno trabaja como reciclador y hace lo del día; yo estoy durmiendo en la alcoba de una de las niñas desde hace cinco meses y mi hermano, que vivía aparte y solo, también se la rebuscaba”. La mujer habla atropelladamente, al ritmo de lo que le ocurrió a su familia debido al virus: Edilberto se sintió mal, le hicieron la prueba, se aisló y no permitía visitas. A lo sumo recibía la sopa que le dejaban en el quicio del pequeño apartamento que arrendaba. Les daba ánimos a sus hermanas: “Es solo malestar”, les decía. Pero un sábado a la mañana se comunicó con una de sus hijas, agitado. “Llegó una enfermera que él había pedido desde el día anterior, lo vio pero no llamó a una ambulancia. Horas después, otra hermana lo llevó caminando al hospital y nunca más lo volvimos a ver”, dice Senaida, que aún cree que Edilberto pudo haberse salvado e insiste en que no tenía la covid-19. “La primera prueba salió positiva, pero la segunda, que le tomaron después de muerto, dice que es negativa. Yo no entiendo, él entró caminando y minutos después estaba muerto. Nos dijeron que tenía dificultad respiratoria, lo intubaron y se infartó. Pero no creo, él era un hombre atlético, sano y joven”, dice la mujer.

El doble efecto de la necesidad de trabajar y la presencia de comorbilidades va más allá de los puros determinantes de edad, hasta ahora identificados como el mayor factor detrás de la probabilidad de muertes por covid. Hasta la fecha, las localidades y los estratos con más fallecidos no son las más envejecidas. Y, de hecho, las personas más jóvenes de los estratos 1, 2 y 3 parecen notablemente menos inclinadas a desdeñar el riesgo de contagio que sus equivalentes generacionales en estratos más altos.

En estos momentos, Bogotá se encuentra inmersa en un intento de vuelta a una cierta normalidad. Pero los anuncios de casos diarios siguen sin bajar de los miles (2.400 el pasado martes 25 de agosto). Es justamente este efecto desigual parte de lo que fuerza la convivencia con el virus, que los residentes de estratos más bajos llevan practicando desde el inicio de la epidemia. Agotadas las cuarentenas y otras restricciones masivas, la única vía que le queda a la ciudad y al mundo para minimizar los efectos desiguales de la epidemia es la ardua labor epidemiológica: ampliar pruebas diagnósticas, rastrear los contactos de posibles casos, y sobre todo aislar a los sospechosos para romper cadenas de contagio. Esto último, pilar fundamental de cualquier estrategia sobre el terreno, implica precisamente un cuidado especial hacia las personas que protagonizan estas historias, aquellas que hasta ahora no han podido evitar el contagio ni sus derivadas más graves: por informalidad, pobreza, hacinamiento o comorbilidades. En definitiva, por los condicionantes resumidos en la etiqueta “desigualdad”.

Información sobre el coronavirus

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