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EL PAÍS SE QUEDA EN CASA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mientras, en Soria

Aquí no aplaudimos en los balcones: no hacemos masa crítica. Dos de cada tres casas están vacías o en ruinas

Un rebaño de ovejas en una carretera cerca de Soria, el pasado 27 de abril.
Un rebaño de ovejas en una carretera cerca de Soria, el pasado 27 de abril.Felipe Dana (AP)

El 2 de marzo me vine a trabajar a mi casa diminuta en el pueblo minúsculo de Somaén, municipio de Arcos de Jalón, en Soria. “Teletrabajo” y “distancia social” ya eran el plan y aquí me he quedado.

Me preguntan a veces: ¿Pero estás allí solo? En el allí y en el solo hay pudor: parece turbio, triste, vivir solo y por gusto más de 10 días “en el campo”. Me gusta Madrid y ver mundo, claro. Pero solo aquí o en Asturias, de donde era mi padre, cunde un silencio mental durante meses seguidos tan necesario como el jaleo urbano.

He ido muchas veces de Barcelona a Madrid en el tren regional que pasa por el pueblo. Ese trayecto u otro parecido debería ser prueba de Selectividad (perdón, EBAU). Tarda nueve horas. Para cada 20 minutos. Es increíblemente placentero. Llegas como nuevo. Lo entiendes todo. Va casi vacío y cuesta 30 euros. Ideal para la “nueva normalidad”. Lo han suprimido. Y a ver si vuelve, porque ya le tenían ganas.

Aquí hay mala cobertura. El 3G no da para zooms y yo me alegro aunque no lo digo. Ojalá no me sintiera tan egoísta y culpable por estar aquí, y Soria no sonase de pronto como las Maldivas. Muchos sueñan con ese “campo”, esa “Madre Naturaleza” inalcanzable que el verano pasado era “el coñazo” del pueblo de los abuelos, lo marrón sobrevolado o atravesado a 140 antes de la playa. Ojalá esto “hubiera pillado” a más gente en el pueblo de los abuelos. No a escondidas y saltándose el confinamiento, sino viviendo a gusto ya de antes. Y con los abuelos, de paso. Ojalá en “la nueva normalidad” puedan hacerlo quienes sigan queriéndolo “cuando esto pase”. Para nuestra vieja anormalidad es imposible o indeseable. Entre vivir en el campo y vivir del campo está el abismo que separa 2020 de 1960. Por supuesto. Pobrezas e injusticias traumáticas cristalizan en España en un discurso dominante terrible: “el campo” es para monterías, golfistas o fracasados, un secreto de familia vergonzoso y reprimido al que agredimos casi freudianamente. Con qué terapia nos lo haremos ver.

Hacia el 5 de marzo fui a hacer una gestión al Ayuntamiento de Arcos. La encargada, muy agradable, me preguntó si quería empadronarme. Yo no podía, claro. Lo tomé a broma y no lo era. “¿Claro?” No paro de acordarme.

Aquí no aplaudimos en los balcones: no hacemos masa crítica. Dos de cada tres casas están vacías o en ruinas. La vida sigue igual: se saluda y pregunta a diario y a dos metros, se hacen y piden pequeños favores. Como era antes y será “cuando esto pase”. En los pueblos hay una ley tácita de cortesía inquebrantable que es también instinto de supervivencia colectiva. No son Arcadias de bondad (aunque es un hábitat más propicio, ojo): son grupos solidarios y eficientes, amortiguadores de soledad, entre la familia y “el Estado” que con las prisas impone normas pensadas para las ciudades que aquí son de locos (se cumplen igual). En esta red social, postureos, liantes y bronquistas no tienen likes porque son peligrosos para todos. “Hoy por ti, mañana por mí”, “estamos todos en esto”… no se dice de boquilla ni hubo que desempolvar tan rompedor concepto.

Por misteriosa ósmosis rural, todos estamos al día de lo bueno y lo malo: las muertes de gente del pueblo en Madrid o Zaragoza; la residencia de Arcos (un diez: cero contagios por ahora); los guardias parando al que iba a su huerto. En alguna subsecretaría de “soberanía alimentaria” ven más sano, seguro y sostenible comer piñas de súper que borrajas de casa “mientras dure la crisis”.

La casa da a las huertas, y por ahí ha ido pasando lo que pasa siempre sin que nadie se fijara mucho antes y menos ahora, “con la que está cayendo”. Pues lo que cae es vital, literalmente. Dos nevadas en marzo y diluvios todo abril. El Jalón baja crecido. Dicen que la laguna de Judes rebosa tras muchos años seca, que las cascadas de Velilla y de Chaorna se oyen a kilómetros. Ahora tocaría ya sol y se quejan mis vecinos, así solo lucen las ortigas. Han enjambrado las colmenas pero la lluvia lavó el néctar de los frutales. Por orden de aparición florecieron sucesivamente almendros, perales, membrillos y manzanos entre la maleza de los huertos abandonados hace décadas. Se fueron los pájaros invernantes y han llegado los nidificantes. Los socios locales de la SEO llevan la cuenta y anotan cuidadosamente los avistamientos, lo sigo por internet. Mi padre, Miguel Ángel García Dory, fue de los primeros miembros, y un pionero del movimiento ecologista y el desarrollo sostenible que nos enseñó a mi hermano Fernando y a mí, a base de puro placer y felicidad infantil, la curiosidad por todo lo del “campo”, los nombres de los árboles y los animales. A casi todos mis amigos y colegas les parece una fricada inofensiva.

Una vez leí algo (Doris Lessing, creo) que no olvido: las cuestiones que desdeña una generación son las cruciales para la siguiente.

¿Que qué tiene todo esto que ver con el coronavirus? Si hace falta explicarlo, “con la que está cayendo”, no vale la pena, porque ya no lo entenderemos nunca. “Desescalar”: otra palabra fea y cursi y necesaria. Desescalaremos por las buenas o seremos desescalados por las malas. Ni el virus es un villano malvado que nos odia, ni la “Madre Naturaleza” nos quiere particularmente. Demasiado Disney. Nosotros también somos naturaleza, aunque se nos olvide. A ella no.

Javier Montes es escritor. Su nueva novela, Luz del Fuego (Anagrama) está prevista para junio

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