Nuevo Orden Mundial ‘Motomami’: por qué el disco de Rosalía sigue generando conmoción
En su libérrimo derroche de creatividad, Motomami no sólo sienta las bases de un nuevo y caleidoscópico lenguaje, sino también y directamente de un nuevo orden mundial: el de las motomamis. Un orden mundial que inevitablemente a algunos les huele a amenaza y que remite a la soberana Imperator Furiosa en esa maravillosa macarrada distópica que es la última película de Mad Max (2015). Pero que también trae a la memoria La ciudad sin hombres (1969, Jess Franco), la fantasía kitsch en la que la bella Sumuru, líder de Fémina, una ciudad habitada sólo por mujeres, entrena un ejército de amazonas para hacerse con el control mundial. Para ello, las guerreras secuestran a hombres con el objetivo de extorsionarlos o hacerlos desaparecer. Lo fantástico es cómo acaban con ellos: llevándolos al límite de su paciencia sexual hasta que de pura excitación no satisfecha les acaba dando un ataque al corazón. Al igual que las amazonas, las motomamis no son el bizcochito de nadie, aunque tengan tó lo que tiene delito.
Motomami es el más oscuro, sucio, gozoso, luminoso, dulce y roto de los presentes para el más desconocido e imparable de los futuros. Y por eso molesta e incomoda e inquieta y apremia entenderlo, aprehenderlo y domesticarlo. Porque es un disco difícil pero a la vez tremendamente instantáneo y visual. Directo pero nada evidente. Porque está lleno de capas pero al mismo tiempo se ha quedado con toda la esencia. La raspa. Exactamente como este tiempo que nos ha tocado vivir. Excitado, alterado, tembloroso, caótico, violento, hipersexualizado, poderoso, extremadamente frágil. Y aun así, hermoso y palpitante en su deforme contradicción.
Resulta paradójico que en una sociedad tan aparentemente hedonista como la nuestra exista esta exagerada necesidad de argumentar, de interpretar, de razonar, de diseccionar, de escribir un manual de uso de todos los productos culturales. Detrás de ese buscar una coartada a toda costa aparenta esconderse una mala conciencia del disfrute, o peor aún, una mala praxis del ‘báilalo’. Motomami es una creación puramente disfrutable, casi primitiva, desbordante de energía, que apela a los sentidos. Y no es que no resista sesudos análisis, que por supuesto que lo hace. Es que no los necesita.
Es un artefacto que ha sabido capturar como pocos el signo de los tiempos. Es el fiel reflejo de la contemporaneidad. Y probablemente el mejor de ellos. Entonces cabe preguntarse por qué tanto rechazo, por qué tanto temor a ver nuestro presente tan fragmentado y tan raro (en el sentido más amplio y bello del término) plasmado en un disco, por qué tanto veredicto escatológico de señores que se ponen capa en fechas señaladas o de una turba de fans airados que claman por aquella pureza perdida de su ex diva.
Es cierto que vivimos en tiempos en los que opinar no parece derecho fundamental, sino obligación ciudadana, y que hay que posicionarse, estar a favor o en contra y que hacerlo en un sentido o en otro tiene sus consecuencias: serás un esnob o un ignorante según quien escuche tu opinión. Es posible incluso que haya quien piense que, si no perteneces a la generación de la cantante, estés intentando hacerte pasar por joven. Este álbum, argumentarán, con todos los instrumentos de comunicación que se han usado para promocionarlo, es un vehículo generacional y tiene demasiados códigos que se escapan a cualquiera que sobrepase las escasas décadas de Rosalía. Como si no viviéramos todos en este mismo universo globalizado que lo ha aplanado y acelerado absolutamente todo, incluso la curva de la edad. Como si fuera tan difícil entender la ironía de algunas letras (a ver, es un disco que empieza con un socarrón ‘Chica, ¿qué dices?’), los guiños de otros fraseos (la retahíla de referencias fashion en La combi Versace), el salseo de ciertas pullas (la dedicada a alimentar su histórico beef con La Mala en Bizcochito: “¿Qué más da que me tire La Mala? Si Haraka me tira la buena”), los samples heterodoxos (la elegancia de meter un sample del Archangel de Burial en Candy), el puzzle desprejuiciado de tantos fragmentos (el inesperado arreglo de freejazz en Saoko) y la belleza extraña de sus directos en plataformas digitales. Pero, sobre todo, como si hubiera necesidad alguna de entender algo de todo esto para sentirlo y disfrutarlo. Porque aquí hay de todo: bachata, reguetón, hip hop, tik tok, jazz, spanglish, bolero, dembow, electrónica bien oscura y densa, spoken word… Y de ese cóctel que a priori pudiera parecer imposible, Motomami sale más que victorioso. Es un disco preciso y milimétrico (idea de esta exactitud la da la interminable lista de créditos o la propia Rosalía cuando explica en una fabulosa entrevista con Zane Lowe que sólo la mezcla del álbum le llevó nueve meses) pero también profundamente emocionante y conmovedor. Y por primera vez, según confiesa la propia Rosalía, juguetón y autobiográfico.
Si hay algo que no cabe en este disco es la nostalgia, ese inevitable sentimiento tan rentable en términos de consumo y tan confortable para crear. ¿Cómo no conectar con aquellos tiempos a los que, como poco, sí sobrevivimos? Hace unos días, el músico y productor Guille Mostaza escribía un tuit (no creo que haya ningún artículo en el que sea más pertinente citar a Twitter como fuente) en el que decía que este disco había puesto “el último clavo en el ataúd del indie. Un clavo bellísimo y reluciente, eso sí”. Y tenía razón. Motomami ha dado el portazo definitivo a ese regodearse en lo que fue, a rebuscar en los cajones del pasado, a llamar a los de siempre, a lamentarse por las extintas y desfasadas charlas de copa y puro. Y como todo salto hacia delante supone un reto. Por parte de quien lo plantea, pero también para quien lo escucha. No es complaciente, ni condescendiente. Pero sobre todo huye de la acomodada nostalgia como de la peste. Porque quizás cuando eres mujer y joven, la ene de nostalgia (“ni se te ocurra, ni pensarlo”) no ha lugar: no hay nada que echar de menos.
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