Mi nombre es Bond, por Loquillo
“Propongo que las nuevas entregas se desarrollen en el siglo pasado”.
Doy vueltas con el mito Bond y la fascinación de un icono nacido de la pluma y la imaginación, todo hay que decirlo, de Ian Fleming, que para mí no conoce el paso del tiempo. Me pregunto si las nuevas generaciones caerán fascinadas ante el héroe por derecho de la cultura occidental, mientras paseo por la esposición Diseñando a 007, que se puede ver en el Centro Cultural de la Villa Fernán Gómez de Madrid hasta el 30 de agosto, tal vez para que seduzca a los no iniciados en el mito para que acudan en masa al estreno de su nueva entrega, que será en noviembre de este año.
Para mí es solo un paseo agradable en el que apreciar el vestuario original de algunos de sus films, los míticos storyboards y disfrutar de sus gadgets más conocidos. Perfecto para arrancar la mañana, antes del primer Martini con vodka del día, mezclado, no agitado, como manda el canon de Mr. Bond.
La primera vez que lo vi fue en el cine Delicias de Barcelona, en un programa doble donde proyectaban la cuarta entrega de la serie, Operación Trueno.
Durante mi viaje adolescente conviví en la saga con tres Bonds diferentes: Sean Connery, que era mi favorito, George Lazenby y Roger Moore. Yo caí en seguida rendido a sus pies. Mi guion preferido era Vive y deja morir, y la canción estrella compuesta por Paul McCartney, que entonces ya lideraba a los Wings, me cautivó hasta tal punto que me compré un tarot como el que lucía Solitaire. Ese fue el primero de mi colección de gadgets Bond. Después llegaron carteles, novelitas de primera edición, reproducciones a escala de todos los Aston Martin que iba encontrando. La joya de mi colección me la regaló mi amigo Carles Prats, director de documentales y coleccionista de imposibles cuando me regaló la pieza más exquisita: el obituario de Ian Fleming que leyó William Plomer en sus exequias.
No hace falta decir que yo soñaba con un traje de tres piezas de Saville Road, un esmoquin para la hora del cóctel, conducir un DB5… (algo que descarté 30 años después cuando me subí a uno y comprobé que mi estatura y el mítico coche eran incompatibles) y una chica Bond.
Chicas Bond a las que echo de menos en la exposición. ¿Qué hubiera sido del agente secreto sin la rubísima melena de mi favorita, Honor Blackman, en Goldfinger? ¿Y de Goldeneye sin que al recién llegado al cargo, Pierce Brosnan, la oscura Xenia Onatopp, interpretada por Famke Janssen, le hubiese dado la réplica?… Seamos serios, ¿qué hubiera sido de Bond si Michelle Yeoh no le hubiera sacado las castañas del fuego en El mañana nunca muere? Siempre me he preguntado por qué a la vengadora Diana Rigg tuvo que tocarle el pánfilo de Lanzenby como partenaire en la saga.
Siendo yo más de Connery, como dije al principio, mi apuesta a mitad de los 80 siempre fue Pierce Brosnan, que ya apuntaba maneras en Remington Steele, mezclado y no agitado con la dureza de Connery y el sentido del humor de Roger Moore.
Reconozco que al último estreno que fui, la nueva versión de Casino Royale, tuve que preguntar cuándo salía Bond, porque pensaba que Daniel Craig era el malo… Como ven, soy un vestigio del siglo XX, un caso perdido. Igual que el agente secreto más famoso del mundo, al que se empeñan en seguir reinventando, cuando ni falta que le hace, abandonando sus rasgos más característicos: ni fuma, ni bebe, y de follar ni hablamos, un verdadero monumento a lo políticamente correcto. Menos mal que Javier Bardem nos bordó un malo repugnante y sin escrúpulos, como debe ser, en Skyfall.
Yo propongo para las nuevas entregas que se desarrollen en el siglo pasado, que se mantengan incorrecciones y se haga un género de este icono monumental de la cultura pop, con la banda sonora de John Barry por montera y esa primeriza e inimitable imagen del cigarrillo entre los labios del Dr. No:
–¿Señor?
–Bond, mi nombre es Bond.
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