De Art Basel a ARCO: ¿cómo se viste en el mundo del arte?
EN ARCO, ‘los estilismos’ de cada figura de la escena son una expresión artística.
Ni todas las ferias de arte son lo mismo ni en ellas la gente viste igual. Por eso nada tiene que ver, pongamos por caso, Art Basel Miami Beach con Art Cologne: en cuanto a indumentaria, la primera alcanza momentos equidistantes entre Dinastía y Kika de Almodóvar —en un mejor escenario— y la segunda no queda muy lejos de un funeral protestante. De nuestra ARCO dice el cliché que es “una puerta entre América y Europa”, así que, siendo optimistas, en ella convive lo mejor de ambos mundos.
Sin embargo, hay cosas que nunca cambian. Por ejemplo, las mujeres del arte permanecen fieles a la referencia de Peggy Guggenheim, cuya sombra sigue planeando sobre ellas como la inflación sobre nuestra economía. Esto explicaría el apego a la bisutería y joyas aparatosas, las combinaciones en color block y, sobre todo, la gafas XXL entre galeristas, comisarias y coleccionistas de cualquier las edad, raza y latitud. En cuanto al armario masculino, a nadie debe engañarle el supuesto rupturismo del mundo del arte: como en casi todas partes, suele resultar bastante aburrido. En particular, y con honrosas excepciones, los directores de museo han asumido su faceta funcionarial con una literalidad descorazonadora.
Por otro lado, se comprende que entre galeristas y asesores exista propensión al uniforme, porque un uniforme sugiere eficiencia y credibilidad. Por eso abunda el traje oscuro de dos piezas —con jersey de cuello vuelto o camisa blanca— y en general lo monocromo. Pero, cuidado, es importante comprender y activar los matices que diferencian el atuendo de galerista del de consultor explotado por una big four: incurrir en semejante confusión podría resultar fatal. A cambio, por culpa de la moda de las camisas de trabajo de sarga azul marino o añil con bolsillos de solapa, que el sector ha abrazado con entusiasmo, a veces uno puede creerse en pleno advenimiento de la Revolución Cultural china. Sin abandonar Oriente, Issey Miyake y sus plisados siguen teniendo gran predicamento, como Yamamoto o Kawakubo: recurrir a la crema del diseño japonés es acierto seguro ante una invitación a un sarao posferial.
Los estilos más atrevidos, que ocasionalmente pueden tomar como referencia el clubbing berlinés, están reservados a jóvenes asistentes de galería, o bien a las/os comisarias/os de tendencia queer. Ya que vamos a eso, hay que lamentar que las teorías de género que triunfan en los discursos artísticos no terminen de arrasar en el plano social. Para creer de verdad en el poder transformador que el arte contemporáneo reclama deberíamos ver más fluidez de género en nuestros agentes.
Para el factor originalidad suele confiarse en los propios artistas. Y se aprecia el esfuerzo, aunque resulte difícil encontrar el relevo de Leonor Fini, Jean-Michel Basquiat, Maruja Mallo o Joseph Beuys. David Hockney sigue entre nosotros, pero ya no se prodiga mucho. En cuanto a Yayoi Kusama, se inventó un estilo imbatible, pero por desgracia solo se manifiesta en versión maniquí comercial.
Como siempre que hablamos de ARCO, sería injusto no rendir homenaje a una generación de mujeres galeristas que, además de cimentar la escena artística de nuestro país, contribuyeron a construir su imaginario. Por muchos motivos —también el puro goce visual— echamos de menos a Soledad Lorenzo por los pasillos de la feria. Afortunadamente sigue en activo Juana de Aizpuru, que no solo es la autora y primera directora de ARCO, sino su auténtico icono. En todas sus épocas y momentos constituye una fuente de inspiración para quienes formamos parte de este sector. Mi Juana favorita es la de principios de los años ochenta, cuando comandaba las inauguraciones flotando en un mar de señores trajeados. Juana, más alta que la mayoría de ellos, elevada sobre sus tacones y coronada por su inconfundible cardado, encarnaba el triunfo de la esperanza sobre la monotonía. ¿No es eso lo que toda manifestación artística debería prometernos?
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