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Desmontando el mito de la rubia explosiva, tan liberada como corta de luces

Es un cliché femenino con dimensión política, económica y cultural al que las nuevas generaciones quieren dar una interpretación más profunda y positiva.

De izda. a dcha., y de arriba abajo, Nicki Minaj, Farrah Fawcett, Billie Eilish, Courtney Love, Paris Hilton, Jayne Mansfield y Britney Spears; Lindsay Lohan, Amanda Seyfried, 
Lacey Chabert y 
Rachel McAdams, 
en Chicas malas, y Margot Robbie y Ryan Gosling en Barbie.
De izda. a dcha., y de arriba abajo, Nicki Minaj, Farrah Fawcett, Billie Eilish, Courtney Love, Paris Hilton, Jayne Mansfield y Britney Spears; Lindsay Lohan, Amanda Seyfried, Lacey Chabert y Rachel McAdams, en Chicas malas, y Margot Robbie y Ryan Gosling en Barbie.Collage: Mar Moseguí

Estupidez. Promiscuidad. Materialismo. Dicen las matemáticas de la misoginia que en la intersección de estos parámetros (imagínelos en un diagrama de conjuntos de Venn) siempre hay una rubia. Una bombshell, una bimbo, una Barbie. Todo con b de blonde, rubia en el inglés universal de los tópicos pop. Nunca, jamás, nadie ha podido probar que esta mutación capilar —una pequeñísima alteración en uno de los genes que controlan la formación y distribución de la melanina, de la que apenas goza el 5% de la población mundial— tenga algo que ver con tan extendido y degradante estereotipo. Y, sin embargo, hasta algunos científicos han participado en la creación del prejuicio. “Es posible que su rareza resulte sexualmente atractiva”, exponía el doctor David Kingsley, biólogo de la Universidad de Stanford, al hacer público su estudio sobre el hecho diferencial rubio en la revista Live Science, en 2014. Se entiende que cuando Margot Robbie se plantó en las oficinas de Mattel hecha un rayo de sol para negociar los derechos cinematográficos del más popular de sus productos, en 2018, los ejecutivos de la multinacional juguetera perdieran la cabeza. “Es que es guapísima” (no dijeron lo mismo dos años antes de la menos normativa trigueña Amy Schumer, que abandonó el primer proyecto fílmico echando pestes). La compañía lleva casi una década intentado cambiar la percepción que el mundo tiene sobre la más rubia —en todos los sentidos— de las muñecas.

Lo que Barbie, la película, vaya a hacer o no por dinamitar el cliché está por ver, aunque algo se sabe: lo que empieza como una fabulosa utopía de tono magenta termina derivando en bocado de cruda realidad. ¿Lo convierte eso en un título feminista? Depende de a quién se le pregunte, claro. Vicepresidenta y productora ejecutiva de la flamante Mattel Films (de todo es posible hacer ya un universo expandido de héroes a lo Marvel), Robbie Brenner ha dicho que “no se trata de lo que sea o deje de ser. Es una película que abarca mucho. Todos somos partícipes de la broma, pero de pasteleo, nada”, responde.

La muñeca Barbie astronauta de 1965.
La muñeca Barbie astronauta de 1965.

El debate nace porque los escurridos hombros de ese trozo de vinilo moldeado a imagen y semejanza de una jovencita de 19 años —según su creadora, la tan controvertida como avezada Ruth Handler, que luego haría también fortuna con las prótesis mamarias— llevan demasiado tiempo soportando el peso de cierto ideal femenino. Cuenta el biólogo Armand Marie Leroi en La laguna: cómo Aristóteles descubrió la ciencia (2014), que el filósofo griego ya concluyó durante un viaje a Lesbos, hace más de dos milenios, que las rubias se lo pasaban mejor con el sexo. Hablamos, que no se olvide, del mismo pensador que proclamó que la mujer no tiene moral y, por eso mismo, tampoco alma. Que los antiguos asociaban la claridad capilar con las prostitutas es igualmente sabido (el peroxidado era práctica común en Grecia y Roma). Para el caso, parece que hay unanimidad académica en considerar Les curisités de la foire como piedra fundacional del relato de la rubia explosiva y corta de luces: una pieza teatral satírica de 1775 que en un solo acto hacía mofa y befa de Rosalie Duthé, cortesana del París de Luis XVI que hablaba intercalando largos silencios, lo que daba a entender que, además de coquette, era tontísima. La misma distracción/debilidad mental le sirvió a Anita Loos para rematar el mito en 1926 con la flapper de su novela Los caballeros las prefieren rubias. La adaptación al cine de 1953 le ganaría la medalla de símbolo sexual bobalicón definitivo a Marilyn Monroe.

“Ser rubia es un código de belleza, poder y estatus que ha sido obsesivamente alimentado por las industrias culturales, de la vecinita de enfrente californiana a la celebridad empoderada del ‘porque yo lo valgo’, para influir en la mujer. La dualidad entre la puta y la santa virginal rubia puede fluctuar, pero nunca desaparecer”, concede la historiadora y crítica de arte británica Joana Pitman, autora del referencial ensayo On Blondes (Bloomsbury, 2003). Podría entenderse así que lo rubio sea una identidad política y económica femenina definida por la mirada masculina: las madonnas y las diosas de cabellos dorados que idealizaron los pintores del Renacimiento y el Barroco, las nínfulas de brillantes tirabuzones ensalzadas por los escritores románticos o las divas platino que exigía el sistema de estudios hollywoodiense, todas forman parte de la misma narrativa que le dice a la mujer lo que tiene que ser. De ahí también que la cuestión nunca haya sido nacer rubia, sino llegar a serlo, parafraseando a Simone de Beauvoir. “Si solo tengo una vida, déjame vivirla como una rubia”, rezaba el eslogan de Miss Clairol, el tinte que revolucionó el peroxidado casero en 1956. Al año ya inquiría: “¿Acaso las rubias no somos más divertidas?”. Podían habérselo preguntado a Jayne Mansfield, sex symbol del momento, que con un coeficiente intelectual superior a 160 tuvo que pasar por lerda e inventarse una burbuja rosa (era una astuta relaciones públicas) para medrar como actriz.

Cuando Barbie nació en 1959 la forma causó conmoción, pero no tanta como el fondo: aquella réplica en miniatura de la bomba sexual platino venía dispuesta a comerse el mundo. Desde el momento mismo de su lanzamiento ya tuvo su kit de ejecutiva. Dos años después, comparecía como astronauta cuando Neil Armstrong siquiera soñaba con pisar la Luna. El sistema tragó porque vio cómo sacarle partido: si las anteriores muñecas con aspecto de bebé servían a las niñas de iniciación a la maternidad (o para atraparlas en un perverso bucle infantil, como a la Babydoll de Carroll Baker o la Baby Jane de Bette Davis), esta mujercita las introducía en los placeres del capitalismo con sus magníficas posesiones. Feminismo consumista y glamuroso. “Era todo lo que no queríamos ser, precisamente porque era lo que nos decían que teníamos que ser. Por eso la detestábamos”, admite Gloria Steinem en el documental Desmontando a Barbie (2018).

Ahora que TikTok bulle con el hashtag #BimboTok, reapropiación positiva del viejo estereotipo de la tonta del bote rubia por parte de las jóvenes Zeta (emparentada con la tendencia Y2K), todo parece color de rosa. Hasta las mujeres racializadas participan sin prejuicios de una fiesta a la que les costó ser invitadas. Sí, estas barbies ya lo son todo. Y Ken, bueno, Ken es solo Ken, constata la inteligente maquinaria promocional de la película. Claro, el muñeco tiene género masculino: a él nunca le ha hecho falta demostrar lo que vale, nadie le ha dicho jamás lo que tiene que ser. Le basta con ser hombre. Aun siendo rubio.

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