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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mi red de cuidados

Una peluquera, una persona que hace manicura o alguien que depila son parte de una red de bienestar que ayuda a mantenernos cuerdos.

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Érase una vez una mujer llamada Emma Kunz que era artista y recetaba cuevas. Vivió en la primera mitad del siglo XX en un pueblo de Suiza. Kunz no solo desarrolló una obra geométrica estupenda (hasta la Serpentine Gallery expuso sus dibujos), sino que, además, era sanadora. Formó parte de la estirpe de artistas ligadas a la espiritualidad y a la abstracción, como también lo fueron Agnes Martin o Hilma af Klint, una artista cuya exposición ha sido la más visitada en la historia del Guggenheim de Nueva York, con 600.000 personas. No nos despistemos, sigamos en Suiza. Entre sus muchas terapias, Kunz prescribía a sus pacientes entrar en una cueva excavada en una roca curativa, a la que llamó AION A, en las canteras romanas de Würenlos. En 1986, Anton C. Meier fundó, en su honor y en ese lugar, el Emma Kunz Zentrum. Hoy, quienes acuden a él lo hacen buscando cargarse de energía y de equilibrio dentro de la cueva. Yo soy la clase de persona que entra en esa cueva. Soy una adicta irredenta a los cuidados, de los más prosaicos a los más locos. Una manicura de 10 euros es cuidado, teñirme la raíz cada mes es cuidado, un masaje a ritmo de los Beatles (lo he hecho) es cuidado.

Comenzaba a caer la gran nevada sobre Madrid cuando salió de mi garganta, por primera vez, la palabra facialista. Iba en un taxi surcando la Castellana cuando, pronuncié, por teléfono y sin atisbo de ironía, las cuatro sílabas: fa-cia-lis-ta. Y el taxista ni frenó, ni me ordenó que me bajara; quizá fue porque le dio miedo que pasara frío. Cuando colgué la llamada pensé: «Me he convertido en alguien que va a hacerse un tratamiento facial al filo de la tormenta más grande del último medio siglo. Soy alguien que tiene facialista y que la llama así. ¿Soy Kate Middleton, quizá? No, porque su facialista iría a verla al apartamento 1A del palacio de Kensington». Este momento tan leve me hizo pensar en un tema más profundo: el de las personas que nos cuidan, en la red que forman y en lo necesaria que es su presencia. Qué afortunados somos quienes la podemos tener. Una peluquera, una persona que hace manicura o alguien que depila son parte de una red de bienestar que ayuda a mantenernos cuerdos. Nos apoyamos en ellos más de lo que nos gustaría; si no, por qué nos hunde que nos cancelen una cita. Estas personas nos agarran, sobre todo en estos tiempos en los que la vulnerabilidad es una de las macrotendencias sociales. Cuanto mayor es la red, mayor es el privilegio y mayor es, también, la dependencia.

Una facialista es alguien que, con regularidad, cuida el cutis. Me gusta esta palabra, suena a poema de Ruben Darío. Facialistas ha habido siempre, no es un invento de revistas como esta. La mía se llama Diana y recorro la ciudad (con pandemia, con temporal) para verla cada cierto tiempo. Ella mira mi piel, la toca y actúa en consecuencia. Yo me tumbo y me callo. O no me callo: a veces hablo mucho y ella escucha, porque una facialista no tiene una camilla, tiene un diván. Además, escucha mucho. Ese día me dijo: «Trabajo con el oído, sé cuándo tragas saliva o cuándo suspiras y eso significa algo». Ese día yo llegué con la piel de alguien que había ingerido demasiadas patatas fritas e isoflavonas.

No querría pasar muchas semanas sin ir a ver a Lili. Es la persona que cuida mis uñas a veces. Es una mujer alta y fabulosa que parece sacada de una película de Wong Kar-wai y que, mientras espera que se seque el esmalte, hace abdominales sentada en una silla. Tampoco querría pasar tiempo sin entrenar con Marisol, que ha logrado que esté fuerte y que pronuncie la palabra hipopresivos sin atragantarme. Hace un tiempo, durante una época nefasta, iba a ver a mi quiropráctico, Gonzalo, una vez a la semana. Durante ese tiempo fue el hombre más importante de mi vida. Necesito encontrar un peluquero/a de cabecera, alguien por quien me cruce la ciudad en medio de una tormenta de nieve. Ellos no lo saben, pero forman mi red privilegiada de cuidados. Ojalá se sientan también (y tan bien) cuidados por alguien más.

Yo entraría en la cueva de Emma Kunz. Por tanto, debo tener cuidado conmigo. Hay una línea muy fina entre buscar una red básica de cuidados y entrar en cuevas con energía pulsátil en un pueblo de Suiza. Me la salto con la misma soltura con la que brinqué sobre la nieve el día que pronuncié la palabra facialista a bordo de un taxi. Prometo no volver a hacerlo.

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