Por qué es mejor no beber si tienes problemas emocionales
Es habitual calmar el malestar con consumo de alcohol, pero puede ser la puerta de entrada a un abuso con consecuencias enormemente negativas. Es un factor de riesgo evitable de suicidio, violencia, accidentes de tráfico y claro empeoramiento de la salud física y mental
Soy el primero en entenderlo. Estás pasando una racha terrible, ha ocurrido eso que no te imaginabas —en el trabajo, con la pareja, otra decepción que añadir a la lista—, notas una punzada en el pecho que no cede y que probablemente sea de rabia, impotencia o desesperación. No te gusta especialmente hablar de emociones y detestas verte vulnerable, y entonces tomarte una copa parece lo natural: primero notas cierto alivio —porque el alcohol es ansiolítico y activa el circuito de la recompensa—, luego te atontas un poco y dejas de preocuparte tanto, finalmente te desinhibes y vences esa timidez que te ha bloqueado tanto en la vida. Bebiendo, compartes códigos de conducta socialmente aceptados y siempre tienes la complicidad de ese colega que te anima: “¡Pero tómate otra, hombre!”. Sin embargo, sin puritanismos ni dogmas, podemos analizar los estudios y considerar —serenamente— si beber alcohol es o no la mejor opción cuando se tienen problemas psicológicos.
El alcohol reduce la capacidad para pensar, reevaluar la situación y buscar modos eficaces de afrontamiento del estrés. Funciona como cortina de humo que dificulta la comunicación entre las personas próximas y suele empeorar la situación: a veces facilita que una racha mala se convierta en desastrosa. Su consumo perjudicial reduce el rendimiento laboral, empeora la convivencia familiar y la salud física. He visto a personas sin hogar, desahuciadas, enfermas y adictas al tetrabrik de vino que me han dicho: “Yo era normal, pero todo empezó cuando me echaron del trabajo y me dio por beber…”. Además de su naturaleza evitativa (“beber para olvidar y no pensar”), el alcohol produce una merma cognitiva, incluso en cantidades mínimas. El efecto de una borrachera se detecta hasta cinco días después en algunos tests. Uno puede pensar que bebe “lo normal”, pero con el tiempo es fácil deslizarse hacia el abuso o la dependencia. “¡Que yo controlo!”, suele exclamar el adicto. Dos tercios de los alcohólicos iniciaron el cuadro antes de los 25 años, de una forma normalizada y casi sin darse cuenta. Hasta un 15 % de la población española desarrolla un patrón de binge drinking: tomar cinco o más bebidas alcohólicas en un intervalo de 2 horas. Los signos de riesgo son desear el primer consumo con ansia (craving) y luego no poderlo detener. También lo es necesitar cada vez más cantidad para obtener el mismo efecto o hacer intentos repetidos de dejarlo (murmurando en plena resaca: “yo no vuelvo a salir”). Es responsable —se dice pronto— del 40 % de los accidentes mortales de tráfico. Cuando uno bebe, minimiza los riesgos pese a tener reducidas las capacidades para afrontarlos. La hilaridad ebria convierte en imprudentes a personas muy cabales, que luego se lamentan de los hechos ocurridos.
Tras el espejismo de la inicial euforia, el alcohol deprime. Hay una evidencia abrumadora de asociación entre alcohol y depresión, siendo responsable principal de un 15% de suicidios consumados. La desinhibición mental favorece la aparición de ideas catastróficas, de muerte y de suicidio. La ebriedad con armas de fuego es un problema de salud pública en Estados Unidos de primera magnitud. En Europa, la reducción de su uso perjudicial está incluida en los planes de prevención del suicidio sensatos y basados en la evidencia. Sabemos que el efecto del alcohol tiene sus idiosincrasias y hay gente genéticamente vulnerable: si tu padre, madre o abuelos tuvieron alcoholismo, seguramente no debas ni olerlo.
Un tema importante. El abuso de alcohol se asocia robustamente a conductas violentas, a través de la desinhibición de conducta, una mayor susceptibilidad a la provocación (esas terribles peleas en las discotecas entre machitos “por mirar a mi novia”) y una mala interpretación de las intenciones sexuales. El alcohol actúa en el abusador y en la víctima de una forma explosiva, y luego tenemos que gestionar las consecuencias psicológicas y legales del trauma. Algunos perpetradores aducen la excusa de “estar ebrios”, como si eso les diera patente de corso y sus actos no tuvieran consecuencias. Es un factor relevante en el tema sangrante de la prevención de la violencia machista.
Aunque no se suele saber, el consumo de alcohol en el embarazo es la primera causa evitable de discapacidad intelectual. Entre el 20% y 30% de embarazadas beben, y el síndrome alcohólico-fetal, que se da en 20 de cada 1.000 nacimientos, cursa con bajo cociente intelectual, anormalidades faciales, baja estatura, TDAH y problemas de comportamiento. El simple hecho de no beber y fumar en el embarazo tendría un enorme efecto preventivo. Pero es en la adolescencia donde vemos con claridad el daño del alcohol en el cerebro y cómo reduce literalmente el volumen de su materia gris. En estudios epidemiológicos realizados en Suecia, haber sido hospitalizado por intoxicación etílica en la adolescencia fue el factor pronóstico más robusto de desarrollo posterior de demencia. El abuso de alcohol reduce el rendimiento académico y en los adultos produce un cuadro equivalente al Alzheimer (la demencia alcohólica) y, en ocasiones, el síndrome de Korsakoff, en el que el paciente olvida lo que va ocurriendo y lo rellena con fabulaciones. En las consultas de psiquiatría vemos cuadros de alucinaciones y delirios producidos por dependencia a alcohol. El alcohol empeora el pronóstico de la mayoría de los trastornos mentales, a través de lo que llamamos la patología dual (dos enfermedades mentales a la vez, que se retroalimentan trágicamente). No hablo de su efecto sobre el hígado, el páncreas, el corazón o su relación con los ictus o el cáncer.
Pienso que son demasiados efectos negativos, y la puerta de entrada a este consumo perjudicial de alcohol es el malestar, el sufrimiento, la punzada incesante. Estos datos sanitarios se enfrentan a una arraigada cultura alcohólica, una potente industria y una visión romántica de su consumo. Nos han hecho mucha gracia las tertulias etílicas de los poetas españoles de los 70 y hemos creído ver ideales de libertad en las adicciones de Scott Fitzgerald o Malcolm Lowry (“nuestro ideal de vida contiene una taberna”). En un país que no estuviera políticamente desquiciado, igual se podrían plantear medidas de salud pública para reducir el consumo perjudicial de alcohol y sus terribles consecuencias, sin que ello signifique ser hooligan o detractor de un partido político u otro.
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