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LA ANTIGÜEDAD EN CHANCLETAS / Y 6

La minilegión perdida de Formentera

El fortín romano de la isla invita a imaginar la insólita vida de una pequeña guarnición en el paraíso de aguas azules

Jacinto Antón
Minilegión
Javier Olivares

Pocas personas prefirieron el otro día en vez de ir a la playa visitar el fuerte romano de Formentera. Y solo una fue hasta las ruinas llevando en su vaina en la cintura -al lado derecho, como era reglamentario- una espada de legionario. Pasearte por la isla luciendo el gladio, el arma básica de las legiones de Roma junto con el pilum, la célebre jabalina (comparable por su letalidad a las sombrillas voladoras del chiringuito Pelayo cuando se levanta viento), da empaque, pero también ocasiona algunos problemillas. Primero, que si vas en bici, la espada se bambolea peligrosamente, y segundo, que has de dar embarazosas explicaciones a la patrulla de la Guardia Civil embozada y emboscada entre las sabinas y que ya te denunció la semana pasada por no tener pasada la ITV en el coche, con la que está cayendo.

La antigüedad en chancletas
Primera entrega: Toda la ‘Odisea’ cabe en la isla de Formentera
Segunda entrega: Las aventuras eróticas de Ulises
Tercera entrega: Craso, el general romano que perdió la cabeza un día de calor
Cuarta entrega: De veraneo con un etrusco, entre oscuros presagios
Quinta entrega: Serpientes clásicas y de hoy en las vacaciones

MI gladio, regalo de Daniel Fernández, el editor de las novelas de romanos de Simon Scarrow (el gran escudo cuadrado que guarda en su despacho sólo me lo presta), es una réplica exacta de uno estándar auténtico. Tiene pomo de bola de madera y mango anatómico de hueso y cuenta con una funda de piel teñida de rojo con apliques de latón dorado. Lo envidiaría el inevitable Máximo Décimo Meridio, comandante de los ejércitos del Norte, etcétera., tan abonado a estas páginas Y ya posee una historia: me acompañó a las ruinas ibéricas de Ullastret (Girona) durante una visita para escribir una sentida guía del yacimiento. Traerla a Formentera, junto a las palas de playa, las gafas y máscaras de buceo, la red y pelota de vóley, ha requerido de profusas negociaciones familiares y afrontar la insoslayable pregunta retórica: “¿Pero tú crees que tienes que llevarte una espada romana a Formentera?”, con el colofón de siempre, “además de tantos libros”. Pero el gladio era fundamental para los legionarios y ninguno se hubiera movido por esos mundos de Dios (dioses) sin él. La corta espada romana es una de esas armas históricas emblemáticas comparable al Colt o el Kalashnikov. En Rome and the sword (Thames & Hudson, ), Simon James subraya cómo el gladio -adoptado tras ver lo bien que funcionaba en Hispania-, concebido para herir sobre todo con la punta y no con los filos, para apuñalar, vamos, se adaptó fenomenalmente a la ideología de las legiones centrada en el combate colectivo en orden cerrado, la temida “picadora de carne”.

En fin, yo llevaba la espada porque quería meterme en la piel de un romano de guarnición en Formentera. Saber que hubo soldados de Roma en la isla de aguas azules de mis veraneos, tan ajena hoy en sus usos y costumbres a la idea que tenemos de esas tropas que conquistaron el mundo me resultaba intrigante. ¿Cómo sería en la antigüedad estar destacado en un lugar así? Evidentemente, parece un destino mejor que el Muro de Adriano o los bosques de Germania, y en Formentera no había peludos bárbaros (ni todavía peluts turistas) ni sanguinarios druidas. ¿Se empaparía también el legionario de la paz, el aislamiento, el carácter de la isla?, ¿iría a la playa?, ¿a los chiringuitos? -¿habría algo similar para la tropa?- , ¿daría trocitos de su comida a las lagartijas?, ¿observaría pájaros?, ¿se volvería algo hippy? Cargado de estas y otras preguntas, algunas incluso más tontas, me dirigí al Castellum de Can Blai o Can Pins, que está cerca de Es Caló, al final de un corto camino de tierra que sale de la carretera.

El Castellum, al que al llegar, por si acaso, di la familiar contraseña “fuerza y honor”, es una pequeña fortaleza cuadrada (40 x 40 metros) de piedra, de la que solo queda la planta. Tenía cuatro torres en los vértices más una extra y fue construido en una pequeña elevación en la parte central de la isla de manera que, desde sus (se calcula) seis metros de altura, disponía de privilegiada visibilidad sobre ambas costas, la norte y la sur, las playas de Es Caló y las de Migjorn. Posee un aire de los fortines pequeños que jalonaban el Muro de Adriano y también de fuerte del Far-West. Y está lleno de misterios. De hecho, claramente romano como es (se cree que del Bajo Imperio), parece inacabado y no se sabe si llegó realmente a estar ocupado, aunque algunos estudiosos afirman que sí e incluso especulan con que tuviese una guarnición de 70 u 80 soldados, una centuria, medio manípulo, con su centurión, su optio, su signífero, su corneta (cornicine). La misión sería defensiva y de vigilancia. Sin pictos, germanos, dacios o partos a la vista, se trataría de garantizar el orden y estar al tanto de la arribada de piratas, que infestaban el mundo Mediterráneo.

He echado mano del Compendio de técnica militar de Vegecio (edición de Cátedra, 2006), el famoso Epitomana rei militaris, para hacerme una idea de la vida de nuestro soldado. Veo que para hacer un buen legionario se requería medir 1,77 metros (justo como yo) y tener al menos un testículo; “ojos despiertos, hombros musculosos, cuello erguido, pecho ancho, vientre discreto, magro de nalgas… “. Vegecio recomienda que los reclutas aprendan la natación, así que podemos imaginar al destacamento del fuerte haciendo prácticas en la playa, seguramente sin bañador. Se ejercitarían también en las marchas (el paso militar era de 6 kilómetros por hora, así que la isla se les quedaría pequeña enseguida) y en la armatura, la esgrima. En Formentera podrían saltarse el capítulo Cómo se pude hacer frente a las cuadrigas falcadas y a los elefantes.

Que yo recuerde hay una sola película que muestre a un grupo de legionarios romanos en una guarnición aislada en una isla (en el cine generalmente siempre están combatiendo). Se trata de la curiosa Sebastiane (1976), de Derek Jarman, una revisión gay militante de la vida de san Sebastián, icono de éxtasis masculino flecheado (con lo del arco y las saetas volvemos a los predios de Ullises, de Apolo, de Filoctetes…, también a los de Mishima y Burt Reynolds). El filme, con todos los diálogos en latín, narraba la vida y relaciones (intensas) de un pequeño destacamento en un rincón del imperio en el siglo IV. Rodada en Cerdeña, los legionarios se pasaban el día desnudos, más dedicados al dolce far niente que a la disciplina del gladio (y valga la frase). Sebastián (quitaremos lo de santo) era un bello pretoriano pacifista y célibe, exiliado por haber intervenido en favor de un catamita de Diocleciano caído en desgracia entre bailes orgiásticos del añorado Lindsay Kemp. Su llegada a la guarnición provocaba una tormenta de celos y deseos que culminaba en el concurso de tiro con arco con el protagonista como alfiletero.

Me gusta pensar que nuestro legionario no tendría una estancia tan convulsa y disfrutaría, en la medida que sus obligaciones militares se lo permitieran, de las mismas delicias de la isla que yo. Se bañaría en las inenarrables aguas, aún libres de motos acuáticas y yates estratosféricos (todo lo más alguna galera o liburna). Observaría a los pájaros cotidianos, conociéndolos por su nombre en latín: columba, falco, epops, muscícapa, caprimulgus, charadrius alexandrinius. Se sorprendería con el cruel hábito del lanius senator (alcaudón) de empalar a sus víctimas, que le recordaría los sacrificios humanos de los dacios. Escucharía por las noches a las lechuzas (tyto) y a los raros alcaravanes (burhinus) con su voz salvaje y lastimera, leería a Catulo (“me preguntas cuantos besos tuyos, Lesbia, me son bastante y de sobra… tantos como incontables estrellas, cuando calla la noche, son testigos de los furtivos amores de los hombres”), y se sentiría un privilegiado en su feliz aislamiento del mundo. Lejos de las invasiones bárbaras, de las pestes, de la corrupción, de la decadencia y caída del imperio, de los tráfagos, vejaciones y sinsabores de la vida allá afuera.

No sabemos cómo acabó nuestro soldado ni la suerte de la guarnición que pudo o no haber ocupado el fuerte de Can Blai. La isla guarda todavía muchos de sus secretos arqueológicos (este año se ha revelado la existencia de una casa púnica en San Francesc). A mí me gusta imaginar que el destacamento del castellum, tan parecido al grupo de amigos de la isla, de alguna manera sigue aquí, como una suerte de minilegión perdida, una réplica en pequeñito de la famosa Legio IX Hispana desaparecida en Caledonia en 122 antes de Cristo y que tanto ha dado que hablar. Paseando en bici por el camino viejo de la Mola, entre los campos, estirado en las arenas de Migjorn o nadando en las aguas cristalinas del 10.5, a veces siento una presencia detrás y giro la cabeza para vislumbrar por un momento, como un fogonazo, la eterna y reconfortante presencia de la antigüedad, calzada de chancletas.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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