Matt Haig: “Instagram hace que sienta que mi vida es inferior”
El escritor bucea en su última publicación, Apuntes sobre un planeta estresado (Destino), por los peligros de vivir enganchados a la tecnología y critica especialmente cómo usamos las redes sociales
A Matt Haig (Sheffield, Reino Unido, 1975) nadie lo encontrará bajo la etiqueta de gurú de la tecnología. Su vida más bien ha estado ligada a un tabú social como el suicidio. Con 24 años, un último paso atrás antes de atreverse a saltar al vacío desde un risco en Ibiza echó por tierra su intención de apagar el botón de su existencia. Esta experiencia fue su leitmotiv para escribir Razones para seguir viviendo (Seix Barral). Su día a día, invadido por depresiones y ataques de ansiedad, le ha llevado a adentrarse y criticar este mundo moderno hiperconectado en Apuntes sobre un planeta estresado (Destino). “Las redes sociales son como una barra a las tres de la madrugada cuando tus amigos ya se han ido a casa”, expone en este libro.
Las redes sociales son peligrosas cuando esperamos que sean más de lo que son en realidad
Parte de sus críticas más feroces, precisamente, van destinadas a las redes sociales. Unas redes de las que optó por desengancharse porque le generaban ansiedad y una atención casi de 24 horas. “He pasado muchísimo tiempo en Twitter, Facebook e Instagram y he llegado a la conclusión de que no son nada buenas. No son buenas ni para nuestras políticas ni para nuestra psicología”, sostiene. Pese a que engloba en el mismo saco a todas las redes, sus dardos de advertencia no los lanza por igual. Con Twitter, por ejemplo, se tensaba y cabreaba con cierta facilidad. En Instagram, en cambio, su vida adquiría otro sentido, y no muy positivo: “Me hacía sentir que era inferior, incluso hasta con las versiones que publicaba de mí mismo”.
Haig –atención spoiler– aporta alguna pista de cómo contextualizar las todopoderosas redes sociales. Un apagón digital puede ser una opción, aunque en su caso resultó insuficiente. La clave la encontró en la trascendencia que les damos. “Son peligrosas cuando esperamos que sean más de lo que son en realidad. Cuando las abres e imaginas que las fotografías representan la vida real”, argumenta. En un entorno repleto de likes, retuits y teléfonos móviles –los españoles dedican una media de seis horas diarias a estar online, según un informe de Hootsuite–, parece complicado evadirse de tanta hiperconexión. “Es una extraña paradoja que la soledad esté en su punto más alto en el momento más conectado de la historia de la humanidad”, sugiere Haig.
Las preocupaciones que el escritor británico aborda en su último libro no solo se quedan en las redes sociales o la capacidad que tienen para desinformar. La inteligencia artificial también tiene un hueco entre sus páginas. Tal y como comenta, tiene cierta lógica temer el desarrollo tan rápido que se ha apoderado de esta tecnología. “Si continuamos con un progreso desenfrenado e incontrolado, llegará un punto en el que evolucionará por sí misma y la línea de progreso, de repente, no será moldeada por los humanos”, advierte. Roza la distopía, por no decir el catastrofismo. Incluso él mimo califica su discurso de “aterrador”.
- Robots que crean sus propios robots
Adentrados ya en plena provocación, Haig prosigue con ejemplos que a más de uno –como a Elon Musk– le sonarían a gloria en sus oídos. Propone que imaginemos un escenario en el que programamos un robot con inteligencia artificial para combatir el cambio climático. ¿Y qué decisiones toma? El robot decide que la mejor manera de ponerle freno es replicarse a sí mismo y aniquilar a los humanos. “Puede parecer un escenario poco probable, pero debemos pensar cuidadosamente hacia dónde queremos dirigirnos y tener en cuenta el error humano”, concluye a la vez que pide que se tomen muy en serio temas como el ciberacoso, los trolls, la adicción y la salud pública.
No solo necesitamos innovar, sino comprender nuestras innovaciones
Después del tirón de orejas tanto a políticos como a toda la sociedad, también le queda munición contra las grandes tecnológicas. Según su parecer, ostentan demasiado poder. La causa que esgrime es un elemento tan trivial como la velocidad: “Hace dos décadas, Google apenas se usaba; y hace 10 años, Instagram ni existía. Ahora cuenta con mil millones de usuarios mensuales. Ha sido difícil mantener su seguimiento porque la regulación es lenta y la innovación tecnológica, rápida”. Para no dejar la reflexión simplemente aquí, ahonda en las repercusiones económicas de esta transformación digital. Teme que el paro se dispare por el reemplazo del capital humano en detrimento de las nuevas soluciones. “Estas empresas emplean relativamente a pocas personas pese a la riqueza multimillonaria que generan”, lamenta.
Antes de concluir, Haig deja un último apunte acerca de cómo concibe que tiene que ser el futuro que nos espera. Centra sus argumentos en esa lentitud a la que aludía. Una lentitud que ha resultado en falta de reflejos para responder a los efectos del progreso tecnológico. “Espero que en los próximos años se tome más en serio nuestra salud mental y que las compañías sean responsables con sus servicios”, añade. Pero no quiere despedirse sin mirar un poco hacia atrás en la historia. Pone sobre la mesa un ejemplo clásico y monstruoso al mismo tiempo, la lección que dejó Mary Shelley con el relato del doctor Frankestein: “No solo necesitamos innovar, sino comprender nuestras innovaciones”.
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