Así es el láser capaz de disparar 3.000 veces la potencia de la red eléctrica española
En Salamanca hay una joya que atrae a científicos de todo el mundo: uno de los pocos láseres capaces de disparar un petavatio. Se utiliza para la investigación en oncología y la ablación de metales
En un apacible parque científico a las afueras de Salamanca, frente a un edificio abandonado que estaba destinado a ser un centro de estudio del jamón y se quedó en los huesos, se levanta el Centro de Láseres Pulsados de Salamanca. Es una bonita construcción modular sobre la que rebota un anaranjado sol de otoño, digna heredera de esas edificaciones con piedra franca de Villamayor que han hecho famosa la ciudad universitaria.
Como si fuera la Catedral Nueva de Salamanca, la construcción del Centro de Láseres Pulsados (CLPU) también ha sido un largo proceso. Todo empezó allá por 1995, con la idea y el tesón del catedrático de Óptica Luis Roso, máximo responsable del centro. Roso había pasado una época en EE UU y a su regreso pensó que sería interesante levantar una instalación equiparable a las que había visto en Norteamérica. Un lugar lo suficientemente avanzado y versátil como para que pudieran acudir estudiosos de la luz de todo el planeta para realizar sus experimentos. La luz del Sol tarda unos ocho minutos en llegar a la Tierra, pero conseguir el visto bueno de la Administración pública lleva mucho más tiempo.
Construir un láser tampoco es un proceso sencillo. De hecho, se tardó dos años en hacerlo, más otros dos en crear las condiciones en las que pudiera funcionar. La particularidad del CLPU es su versatilidad, ya que es un “tres en uno”. Hay tres láseres de diferentes potencias: el VEGA 1, el VEGA 2 y el VEGA 3, la joya de la corona, uno de los pocos en el mundo capaz de “disparar” un petavatio, o lo que es lo mismo, mil millones de millones de vatios (en números, 1.000.000.000.000.000 vatios). Si no se les dan bien las ciencias, Luis Roso nos lo explica con una comparación: “La red eléctrica española son unos 40 gigavatios… y después ya vienen los teravatios y los petavatios. Un petavatio puede ser unas 3.000 veces la potencia de la red eléctrica española”.
- Oncología y ablación de metales
A Luis Roso no le gusta mucho la ciencia ficción. Su cerebro científico no la entiende. Le resulta incomprensible que los láseres de La guerra de las galaxias, por ejemplo, se limiten a un metro. Lo que sí le gusta, y mucho, es Hergé. Su despacho lo preside una reproducción de Tintín y las siete bolas de cristal, esas que rodean al profesor Tornasol. Cuando quiere explicar lo que hace en el Centro de Láseres Pulsados Ultracortos Ultraintensos que dirige, señala la portada: “Producimos una bolita minúscula más pequeña que una cabeza de alfiler. Una bolita microscópica de 10 micras”. Consciente de que solo entendemos lo que vemos, tiene la mesa llena de objetos que permiten ayudar a la comprensión de lo que es un láser pulsado: un círculo de papel de 24 centímetros de diámetro que representa un haz de luz: “Lo que hacemos es crear bolitas de luz que atraviesen este papel”.
Roso cree en el poder de la luz. Pero no de una manera espiritual, sino científica. Puede estar horas desgranando la importancia que tiene el conocer cómo funciona, y por qué los láseres están en todas partes, desde las cámaras de fotos a los LED, aunque, según Roso, “cuando hablas de láser, nueve de cada diez personas piensan en operación de miopía y en depilación. No tiene nada que ver con lo que hacemos aquí. Aquí se hacen experimentos sobre cómo aplicar los láseres a la oncología, por ejemplo, o a la ablación de metales. Con lo de pulsados queríamos dar la idea de que hay algo en nuestras instalaciones que no es normal”.
- Cristales de 150.000 euros
Los láseres se encuentran en el subterráneo. La sala inmediatamente anterior a ellos no anuncia el prodigio científico que se produce en la estancia contigua. Tiene cierto aspecto de almacén mezclado con puesto de seguridad, con sus pantallas y su espacio para que los investigadores dejen sus equipos. Si se mira bien, sin embargo, se verán tres botones: son los que hay que apretar para producir el disparo del petavatio y que corresponden cada uno a un responsable diferente: el investigador interno, el externo, y el encargado de la seguridad. En un pasillo adyacente, está el equipo de refrigeración, con el aspecto de cefalópodo que tienen estos equipos llenos de mangueras y canalones.
La joya de la corona, el sistema láser, está en una sala blanca de otro edificio, aunque parezca el mismo. Y lo que se llama el “búnker” es la zona del área de experimentación; donde impacta el haz láser una vez que sale con su potencia final. El búnker está formado por bloques de hormigón aislados con una losa antivibración. Toda precaución es poca: lo más nimio podría cambiar la dirección del haz de luz y provocar el desajuste del carísimo dispositivo.
Tanto es así que, cuando se nos muestren las tripas del ingenio, su laberíntica red de espejos y cristales, las redes de difracción que comprimen el pulso, se nos pedirá que no hablemos por temor a que la saliva perturbe el viaje de la luz. Es aquí donde Luis nos pide que nos abstengamos de fotografiar. Cada uno de los cristales de titanio-zafiro, por ejemplo, vale 150.000 euros. Hay mesas ópticas, cámaras de vacío y compresores que parecen cámaras de criogenización de una película de ciencia ficción y que aguantarían el peso de un elefante o una ballena. “Muchas de las piezas son diseños únicos, creadas a medida durante meses en colaboración con empresas e investigadores”.
Por supuesto, hay que ponerse batas y demás equipamiento para protegerse de la radiación. “Nuestro láser es infrarrojo. Según la legislación vigente, eso hace que no seamos una instalación radioactiva, pero al ser tan intensos sí que lo somos, porque aceleramos protones y electrones. Hemos hablado con el ministerio y hemos avanzado en demostrar que la legislación estaba mal. El Consejo de Seguridad Nuclear se ha mostrado muy receptivo”.
Nos alejamos de la luz, del VEGA 3 y su petavatio. Con nuestro cerebro de letras, solo acertamos a pensar en Hergé y su Tintín. Aquel que, en La estrella misteriosa, hizo aparecer en sus viñetas al ficticio profesor de la Universidad de Salamanca Porfirio Bolero y Calamares, miembro de una expedición al Ártico. Hoy es Luis Roso el que recibe a investigadores de Japón, Canadá y EE UU en el CPLU. Algo ha cambiado el cuento. Y ha sido para mejor.
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