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Constitución sin ira

Se trataba de aquello que cantaba Jarcha, y eso era absolutamente necesario en aquel momento. Ser inclusivos, lo más que se pudiera, y de huir de anatemas y condenas

Los padres de la Constitución en una sala del Parlamento. De pie y desde la izquierda, Gabriel Cisneros, José Pedro Pérez Llorca y Miguel Herrero (UCD). Sentados: Miquel Roca (Minoría Catalana), Manuel Fraga Iribarne (AP), Gregorio Peces Barba (PSOE) y Jordi Solé Tura (PCE).
Los padres de la Constitución en una sala del Parlamento. De pie y desde la izquierda, Gabriel Cisneros, José Pedro Pérez Llorca y Miguel Herrero (UCD). Sentados: Miquel Roca (Minoría Catalana), Manuel Fraga Iribarne (AP), Gregorio Peces Barba (PSOE) y Jordi Solé Tura (PCE).Jordi Socias (Cover)

"¿Qué tal Herr Kollege? ¿De vuelta de Siracusa?"

Así saludó un profesor a Martín Heidegger cuando este, arrepentido aunque no tanto como debiera de su colaboración con el peor totalitarismo, habiendo abandonado con el Rectorado de Friburgo de Brisgovia el coche oficial, se subió de nuevo al tranvía para ir a dar su clase de Filosofía.

El apoyo teórico a un poder que, por ser total puede solucionarlo todo rápidamente, ha tenido su tradición en la historia del pensamiento político.

Platón pensó que un poder total ejercido por un rey filósofo podía traer, junto con la igualdad instantánea y más absoluta, tales beneficios inmediatos a la “polis” que la naturaleza humana podría cambiar su paradigma.

Probó en Siracusa a convertir al tirano en filósofo rey y de tal magnitud fue su fracaso que apenas alcanzó a escaparse para salvar su pellejo.

Además de querer destruir España, el nacional catalanismo, devenido ahora en nacional anarquismo, está usando la peor de las emociones, que es la ira
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De vuelta de Siracusa Platón escribió las famosas páginas defendiendo la necesidad absoluta de limitar el poder mediante las leyes a las que este debería ser sometido y no al revés.

Sobrados motivos tenían los constituyentes de 1977 para optar decididamente por la limitación del poder. El discurso fue el de encontrar una limitación que no convirtiera el poder en inoperante. Parece que en esta cuestión el acuerdo fue fecundo.

En auxilio de ese equilibrio vino el incluir una excelente tabla de derechos y libertades, dotada además de unas garantías tan eficaces como inéditas en nuestra historia. Igualmente inédita fue la decisión de darle a la Constitución el valor de norma directamente aplicable, lo que ocurrió también por primera vez en nuestra experiencia constitucional. Todo ello ha hecho que las libertades hayan sido incorporadas a la cultura y a los usos sociales y hayan sido asimiladas, e incluso somatizadas, por la sociedad entera como nunca antes ocurrió.

Porque es bien sabido que hemos tenido otros periodos democráticos adaptados a épocas distintas. La ley histórica del péndulo, a la que parecíamos irremisiblemente condenados, hizo que esos anteriores periodos democráticos fueran en cada ocasión abolidos por la fuerza y que la democracia, entendida según las épocas, fuera sucesivamente restablecida. Es decir, hemos tenido variadas y distintas transiciones democráticas. Si se las compara, algunos podemos llegar a la conclusión de que la última, hasta hace poco casi llevada a los altares y ahora tan denostada, no estuvo tan mal. Desde luego peor habrían podido ir las cosas.

Si me tuviera que quedar con una frase que sintetizara el espíritu de aquel periodo, elegiría sin duda el tema de la canción que por aquellos tiempos popularizó el grupo Jarcha para el lanzamiento de un nuevo periódico, Libertad sin ira. De ello se trataba y eso era absolutamente necesario en aquel momento. Además, yo creo que fue muy buena cosa. Se trató de ser inclusivos, lo más que se pudiera, y de huir de anatemas y condenas. Así, la Constitución, si no de todos porque ello es imposible, nació con vocación de poder ser asumida por todos, lo que implicó que no podría tener el entusiasmo de ninguno. A diferencia de lo que ocurrió en otras transiciones, la Constitución pudo ser para todos porque no nació contra nadie. Yo creo que esto ha sido muy útil y no me parecería inteligente tirarlo ahora por la borda.

Cierto es que hay imperfecciones. Puesto a ser crítico, me temo que podría ser mi lista más larga y exhaustiva de las que están al uso. Prácticamente todas están explicadas por los requerimientos del consenso, algo tan necesario como a veces poco amigo del rigor y hasta de la gramática.

Me parecía a mí que hasta hace poco podíamos afirmar que en general, y resumiendo mucho, las cosas habían ido razonablemente bien.

Últimamente ha habido que enfrentarse con dos retos que están teniendo un enorme impacto sobre el sistema.

De la crisis económica poco he de decir en este texto. Sus consecuencias, dramáticas para muchos, han tensado extraordinariamente el tejido social e introducido nuevos operadores políticos. La política económica siempre ha formado parte de la controversia política. Estos años la ha protagonizado con la sobresimplificación del discurso que la rivalidad partidista siempre conlleva. De las grandes crisis económicas no siempre han salido bien paradas las democracias. La recuperación, ya evidente, puede relajar la presión.

Los políticos frecuentemente tienden a resaltar los agravios y a que se perciban como tremendas injusticias

Claramente el mayor peligro que hoy nos acecha es la efervescencia nacionalista derivada del desafío separatista en Cataluña.

Yo creo que los españoles, siendo muy distintos por geografías, hemos llegado a ser mucho más parecidos que diferentes. Ello se hace aún más obvio si se nos mira desde lejos.

Una cosa es tener diferencias y otra instalarse en la voluntad de serlo en todo, de exaltar y fomentar esa diferencia, llegando a inventarla donde no la hay.

Igual pasa con el agravio. Los políticos frecuentemente tienden a resaltar los agravios y a que se perciban como tremendas injusticias. Si uno se instala sistemáticamente en él todo se hace motivo de sentirlo. A quien se acomoda en esa actitud del ánimo, todo le agravia, hasta el saludo.

La Constitución se enfrentó a la cuestión territorial, reviviendo el sistema que, creado en la segunda República, había ya revelado su extraordinaria potencialidad de conflicto. Cierto que se consiguió añadir algo de rigor, precisiones importantes e instrumentos que, considerados en conjunto, podrían haber sido eficaces. También se deslizó algún derrape innecesario, pero se evitaron otros peores. Sin embargo, el diseño ha vuelto a demostrar sus defectos sin que los problemas de base se hayan amenguado. Confiamos entonces en el desarrollo de los factores de integración que ciertamente han operado haciendo una España en muchas cuestiones, y sobre todo económicamente, más unida que nunca, pero fracasamos por la constante deslealtad de algún nacionalismo. También hubo en esto voluntad inclusiva. Cauces y no presas, sí, pero con el turbión que nos llega, todo está desbordado y cenagoso.

No se puede decir en esta cuestión que las cosas hayan ido razonablemente bien, porque ya empezaron a ir mal desde el principio. Más bien se puede decir que la más elemental irracionalidad y los más primitivos sentimientos se han enseñoreado de este asunto en el Principat.

Además, con ellos ha vuelto la ira. En España hay libertad pero hay mucha, muchísima ira, demasiada. No digo yo que no falten motivos, siempre los hay, pero un sistema político bien asentado lo que debe hacer es solucionar problemas económico-sociales y calmar los ánimos. En el Nordeste de España ciertos políticos regionales han agigantado los problemas y azuzado los ánimos. Ahora hablan de desconexión. A mí me parece que al actuar como “escamots” adolescentes de lo que están desconectando es del más elemental sentido común, del pensamiento adulto y de la realidad europea y mundial.

Sobrados motivos tenían los constituyentes de 1977 para optar decididamente por la limitación del poder

Con la muerte de Franco se abrió un periodo histórico que, con sus diferentes etapas, no ha concluido. El éxito o el fracaso de este periodo dependerá de cómo termine. Si, por mano del demonio, terminase como no debe terminar, ni podemos consentir que termine, es decir, con la pérdida de España, se trataría del mayor fracaso de nuestra historia.

Quienes con más o menos acierto e intensidad tuvimos la oportunidad de arrimar el hombro en el comienzo de este periodo, lo hicimos por muchas cosas: la verdadera paz, la concordia, el progreso, una sociedad más justa, una España libre y democrática, pero sobre todo por servir a España en su continuidad histórica.

Ahora parece que todo se nos pudiera ir como se escapa el agua de entre los dedos de la mano.

Además de querer destruir España, el nacional catalanismo, devenido ahora en nacional anarquismo, está usando la peor de las emociones, que es la ira, para alentar el nacimiento de un sistema político y está haciéndolo con el aroma de una extraordinaria pulsión totalizante en torno a “lo nacional”. ¡Qué mal recuerdo! Cataluña, que solo ha conocido la libertad unida a España, puede caminar a través de un inmenso trauma hacia la instalación permanente de la ira sin libertad. El simplismo demagógico promete resolver todos los problemas de una sociedad en un minuto con la ya mencionada desconexión, es decir, una especie de panacea, poción mágica o bálsamo de Fierabrás, y a lo que se dirigen es a una verdadera “purga de Benito”. Para salvar a un hombre, al pueblo catalán se le está forzando a tomar el camino de Platón hacia Siracusa, es decir, a ir al despeñadero.

Este artículo es una versión larga del publicado el domingo 15 de noviembre en el suplemento Ideas de EL PAÍS.

José Pedro Pérez-Llorca (Cádiz, 1940) es padre de la Constitución de 1978.

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