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Columna
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El coraje y la prudencia

El exvicepresidente del Gobierno Rodolfo Martín Villa (izquierda) y el exministro de Exteriores Marcelino Oreja, ayer en el Congreso.
El exvicepresidente del Gobierno Rodolfo Martín Villa (izquierda) y el exministro de Exteriores Marcelino Oreja, ayer en el Congreso.ZIPI (EFE)

Señor:

Con la marcha de Adolfo, son ya muchas las gentes de la Transición que has llamado a tu presencia, por no hablar de Amparo y Marian, su mujer y su hija mayor, cuyas manos él ahora recuperará. No nos queda, pues, más remedio que asumir el mucho tiempo que ya ha transcurrido. El consuelo, no pequeño, es el largo fruto que ha dado aquel ejemplar proceso que condujo a que en la Transición todos ganáramos después de una incivil guerra en la que todos habíamos perdido.

Siempre es difícil asumir la pérdida de alguien a quien quieres y admiras, así que tenemos que recurrir al viejo catecismo y comprender que para que tu Reino sea la colección de todos los bienes es inevitable que desaparezcan de aquí personas como Adolfo. En cambio, nada costará entender que te pida que acojas a quien supo ser tan firme con los fuertes como misericordioso con los débiles. Buena prueba de ello es que, en estos momentos de dificultad, aún se recuerdan sus Pactos de La Moncloa en el deseo de asegurar, como se hizo entonces, el imprescindible Estado del bienestar.

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Aquellos días de la Transición nos trajeron la fortuna de contar con los personajes excepcionales que fueron el Rey, Adolfo, Felipe, Fraga y Carrillo. Ahora podemos sorprendernos de que se nos permitiera disfrutar entonces de unos políticos de su envergadura, con la fibra que la nación necesitaba.

El primer Gobierno de Suárez, en el que figuraban, figurábamos, gentes que no siempre habían estado en la democracia pero sí siempre en la reconciliación, dejó las cárceles sin presos políticos y a España sin exiliados por primera vez en muchísimos años. El proceso de la amnistía no habría sido posible sin las profundas convicciones de Adolfo. Porque, como he recordado recientemente parafraseando el salmo, Adolfo, de joven, había descansado los lunes, miércoles y viernes en las “verdes praderas” de los azules campamentos de Ávila, y los martes, jueves y sábados bebía en las “fuentes tranquilas” de la Acción Católica de su diócesis.

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Estoy seguro, Señor, de que le permitirás que siga haciendo lo que más le gustaba y mejor hacía en esta vida: manejar la política como herramienta para la convivencia. Y que con tu respaldo ahí, como lo tuvo de los españoles aquí, mantendrá su pasión por el diálogo y su vocación por el pacto. Te ruego que le facilites los medios para que desde ahí nos ayude. No me extrañaría que se reuniese con los cuatro ponentes constitucionales que también viven en ese Reino -Gabriel Cisneros, Fraga, Peces-Barba y Solé Tura-, quienes sin ninguna duda estarán de acuerdo en que si la reforma fue el camino acertado para pasar de la dictadura a la democracia hoy resultaría extraño que se escogiera la ruptura cuando contamos con una Constitución democrática. Una reflexión de la máxima importancia ahora para resolver los problemas que puedan crear algunos españoles que quieran dejar de serlo.

Para resolver este y otros retos seguimos necesitando, Señor, el ejemplo de quien ha representado el valor del que más orgullosos estamos, el que ha concitado nuestra unión en torno a un éxito colectivo: el del consenso con que se hizo la Transición, el de la construcción de una democracia en la que cabemos todos. El ejemplo del hombre que supo llevar a cabo con coraje y prudencia los cambios que una sociedad ya preparada para ellos necesitaba. El mismo coraje y prudencia con que el Rey le eligió.

Así sea.

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