Los rasgos del encanto
En las distancias cortas mostraba un carácter seductor y cercano
El encanto le acompañó siempre. Incluso en los momentos de fracaso, quienes se acercaban a él contaban luego maravillas sobre la conversación disfrutada a su lado.
Las claves de esa seducción se pueden desgranar en algunos rasgos breves pero intensos.
Comportamiento campechano. Adolfo Suárez hablaba en las distancias cortas a la pata la llana. Eso contrastaba con lo conocido hasta entonces. La dictadura acababa de terminar, pero el recuerdo de sus dirigentes seguía firme en la memoria de todos: personajes enfadados, serios siempre, solemnes incluso sin ningún motivo; pocas bromas con ellos. Frente a ese recuerdo -que se encargaban de actualizar políticos como Manuel Fraga o Arias Navarro-, todo un presidente del Gobierno se dirigía a sus interlocutores con calidez y cercanía, y estaba dispuesto a escuchar siempre. Suárez empleaba un lenguaje próximo, sin palabras rimbombantes, y no por eso chabacano.
Los candidatos electorales de aquellos años recorrían parte de España en autocar, rodeados de periodistas. Suárez jugaba con ellos al mus. Alfonso Guerra, vicelíder socialista, le había llamado “tahúr del Misisipí” por sus triquiñuelas políticas, pero su paisaje era la meseta castellana y sus cartas salían de la baraja española; y a veces, eso sí, de su manga.
En una ocasión, se celebraba en Ponferrada una boda en el salón contiguo a donde Suárez presidía una reunión de su partido. La novia, empujada por los comensales, decide pasarse al salón donde el dirigente centrista hablaba a sus militantes, y tras ella fue la tuna que amenizaba el banquete nupcial. Suárez, ni corto ni perezoso, agarró la pandereta y la golpeó con tanto entusiasmo que se hizo un cardenal en un dedo.
Contador de anécdotas. Incluso los interlocutores más distantes quedaban conquistados por sus anécdotas, generosas por lo común para quienes aparecían en ellas. Podía prolongar la conversación tras la cena hasta entrada la madrugada sin parar de narrar hechos curiosos. Incluso contaba anécdotas en sus mítines, como la siguiente, que usó para ilustrar su dedicación política al completo: Él era gobernador de Segovia y hacía un recorrido por toda la provincia para reunirse con los alcaldes. Se encontraba en Pedraza cuando por fin un motorista consiguió localizarle y le entregó una carta con el siguiente mensaje: "Has sido padre de un hermoso niño hace dos días". Suárez lamentó entonces no haber estado presente en el nacimiento de su hijo y uno de aquellos alcaldes le espetó: "Lo importante no es estar presente cuando los hijos nacen, sino cuando se encargan".
Sonrisa permanente. Su habitual sonrisa dejaba ver unos dientes blancos como las teclas de un piano y mostraba una gran bonhomía. Tenía mucha cintura para las críticas, aceptaba las bromas ajenas y no se quedaba a la zaga a la hora de urdir las propias. Eduardo Punset, candidato y compañero de viaje en una caravana electoral, preguntó en el autocar quién le había enviado dos desayunos a su habitación del hotel cuando en realidad estaba durmiendo solo. Todos sospecharon que el culpable fue Adolfo Suárez.
Confidencias continuas. Las confesiones que haría un amigo a otro (sobre cuestiones triviales, pero de cierta exposición personal) salían de su boca sin prevenciones pese a rodearlo personas que acababa de conocer, incluidos los periodistas. Ahora sería impensable, porque alguno de los presentes vulneraría la confianza y alguna frase de tan relevante personaje acabaría en Internet o quizás en una cabecera de raigambre. A veces también él pedía confidencias a cambio. En una campaña electoral, retó una noche a los periodistas que le seguían a calcular cuántos de ellos le iban a votar. Hizo su pronóstico, y lo contrastó con el de los informadores. Alguno hasta expresó abiertamente su intención de voto.
Poco debate. Toda la habilidad que desplegaba Suárez en las distancias cortas le faltaba en el debate interno. Son célebres algunos de sus discursos ("puedo prometer y prometo"), que salían de plumas ajenas pero leía con gran convicción. Sin embargo, su origen en el régimen franquista no le había habituado a los comités ni a las asambleas, a diferencia de lo que ocurría entonces con los políticos de izquierda. Podía discutir durante horas ante un café, prolongar la charla tras una cena, extender la sobremesa hasta la extenuación; pero los debates colectivos no le iban. Lo describía así un compañero suyo de trayectoria: "Cuando negociábamos en la Transición con gentes del PCE o del PSOE, ellos se pasaban horas debatiendo. Y nosotros nos cansábamos enseguida".
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