El tapado de la democracia
El enroque político del régimen de Franco y el azar propiciaron su sorprendente designación
El 9 de junio de 1976 las Cortes franquistas escuchan el discurso de un joven ministro del Gobierno de Arias Navarro, explicando la necesidad de la Ley de Asociaciones Políticas que a continuación van a votar. El orador, Adolfo Suárez, es ministro secretario general del Movimiento y exhibe una amplia ejecutoria de servicios al franquismo. Sin embargo, lo que propone no es una forma de continuidad más o menos enmascarada, sino pura y simplemente la democracia. Algo que poquísimos intelectuales y publicistas de la oposición podían (podíamos) esperar: desde el interior del régimen cobraba forma el proceso de una transición democrática, bajo la cobertura del nuevo jefe de Estado, Juan Carlos I. Una auténtica cuadratura del círculo expuesta con sencillez: la sociedad española no era monolítica, sino plural y, correspondiendo a esa realidad, existen ya en ella fuerzas políticas organizadas. “El Estado debe ser neutral ante los partidos”, explicaba Suárez, haciendo trizas el tabú franquista, “si quiere ser justo, pero no puede desconocer su existencia”. También había que garantizar “los derechos de reunión, expresión, manifestación y asociación”. Era preciso “escuchar la voz del pueblo, que la tiene, y que quizás sea diferente de cómo pensamos” (subrayado nuestro).
La nueva ley fue ampliamente aprobada y aun cuando Arias cercenara de inmediato su puesta en vigor, la pauta para el futuro quedaba trazada, así como el protagonismo de quien hasta entonces era para los demócratas españoles un franquista más. Semanas más tarde, el 6 de julio de 1976, graba el primer discurso como nuevo presidente del Gobierno y el objetivo se concreta en dos fórmulas inequívocas: será “gestor legítimo para un juego político abierto a todos” para que, como consecuencia, “los Gobiernos del futuro sean el resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles”.
Los motivos personales para la conversión de Adolfo Suárez, así como de otros jóvenes políticos del franquismo a la democracia, pueden ser objeto de múltiples especulaciones. Lo que cuenta es que Suárez, lo mismo que otro protagonista en la sombra, Torcuato Fernández Miranda, fueron las personas justas, dentro de un reducido elenco de probabilidades, para el momento justo impulsar el cambio. Sin duda intervino el azar, sobre todo en forma de la enfermedad incurable de Alejandro Rodríguez Valcárcel, pero en términos sociológicos existían fundamentos suficientes para que llegara lo que efectivamente tuvo lugar.
“El Estado debe ser neutral ante los partidos”, explicaba Suárez, haciendo trizas el tabú franquista, “si quiere ser justo, pero no puede desconocer su existencia”
El punto de partida sería el carácter del régimen franquista, calificado erróneamente por Juan Linz de “autoritario”, si atendemos a los rasgos que al autoritarismo adscribe el propio politólogo. El primero de dichos rasgos sería la existencia de un sistema político de pluralismo restringido, como el vigente durante décadas en México, en la Turquía de 1980 o en el Egipto posnasserista. Sin pluralismo democrático y sin monopolio de poder de signo totalitario. La presencia de las familias políticas no suponía en España límite alguno a la voluntad omnímoda del dictador, de manera que faltó ese mínimo de autonomía que hubiera permitido preparar la sucesión. Intentos en ese sentido no faltaron, fundamentalmente a cargo de Fraga en los años sesenta, pero Franco fue siempre muy claro en su negativa a que surgiera otro centro de poder, ni siquiera subordinado y para garantizar su relevo, o una apertura efectiva, si ello alteraba la naturaleza del sistema.
De ahí la importancia de Carrero Blanco, dispuesto a cumplir el deseo de Franco, al instaurar tras su desaparición, Juan Carlos mediante, “una monarquía con las esencias del Movimiento”. Cinco años de Gobierno suyo -no estaba obligado a dimitir por la muerte del dictador- hubiesen quemado la figura del nuevo Rey, manchada por la inevitable represión necesaria para mantener el statu quo. Claro que entra aquí en juego su declaración al Príncipe de que en tal caso dimitiría, lo cual es más que dudoso si atisbaba el menor riesgo para el continuismo. Recuerdo que en una conversación informal, hace 25 años, ante el determinismo histórico exhibido por un personaje de la izquierda, el Monarca replicó: “Por supuesto, yo soy radicalmente contrario a los atentados. Pero sin ese no estaríamos hoy aquí”. Por coherencia consigo mismo, Carrero hubiera hecho cuanto estuviera en su mano para bloquear una eventual transición.
Estaba además el Consejo del Reino, institución en la cual Franco confiaba para eliminar toda veleidad de liberalismo en el nuevo Rey: “Para que no pueda venir un régimen liberal que ya ha fracasado en España, sea Monarquía o República”, le decía Franco a su primo Pacón, “está el Consejo del Reino, que asegura la continuidad del régimen español”. Un auténtico parque jurásico del franquismo. Con Franco, constituía una pura formalidad la designación de una terna para que él eligiera el jefe de Gobierno. Vale la pena evocar otro recuerdo: al morir Carrero, y preguntarle yo a Juan Velarde por quién iba a sucederle, no tuvo duda alguna: “Franco ha elegido ya a Arias y en el Consejo pondrán dos nombres más”.
Para Juan Carlos la cosa iba a ser mucho más difícil y se resolvió bien gracias a la suma habilidad del presidente del Consejo del Reino, Torcuato Fernández Miranda, quien no solo lo reunió de inmediato para no dar tiempo a iniciativas adversas, sino que evitó votar de entrada preferencias, donde Suárez nada tenía que hacer, e impuso ir votando descartes de quien no obtuviera apoyo alguno a partir de una amplia lista. Así se llegó al trío Silva Muñoz (favorito), López Bravo y Rodríguez Valcárcel, sustituido finalmente este por Suárez dado su cáncer terminal. “Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que me ha pedido”, declaró Fernández Miranda, antes aun de que se conociera la designación de Adolfo Suárez. La colaboración de ambos prosiguió a la hora de elaborar la Ley de Reforma Política.
El ascenso a un puesto tan destacado de Adolfo Suárez, con su pasado en el régimen, sorprendió a los observadores. Pero al margen de la excelente impresión que había producido anteriormente en Juan Carlos, cuenta el hecho de que entre los recursos disponibles para seleccionar un personal político que encabezara la reforma, otros descartes iban paradójicamente a favorecer a quienes se habían apuntado a la carrera política o a la colaboración con el régimen en la agonía de este. La dictadura seguía en pie el 20 de noviembre y, en consecuencia, nada tenían que hacer los políticos de la oposición, ni los jóvenes que protagonizaran las luchas de los años sesenta. También era, asimismo, muy fuerte el lastre para los posibles líderes de la reforma desde el sistema, casos de Fraga o de Areilza, tanto por la desconfianza que suscitaban en el búnker como por la falta de sintonía generacional e ideológica con el Rey.
Quedaban aquellos que iniciaron rápidas carreras en el vacío franquista de los sesenta, sin ser sospechosos además de deslealtad, justamente despreciados por la izquierda, y que sin embargo fueron conscientes de que el tiempo de la dictadura se acababa con la vida de Franco. Esto les colocó en una rampa de lanzamiento muy favorable, tanto en la política como en los medios de comunicación. En un marco autoritario, hubiesen estado en condiciones de ensayar algo parecido al PRI, solo que Franco les puso al borde del abismo y tuvieron que elegir la senda democrática. De forma complementaria, con el apoyo de quienes asentados en el régimen juzgaban inevitable el cambio, les gustase o no, la sorprendente conversión hizo posible que el vuelco institucional se hiciera desde el marco franquista, a partir de ese artículo 10 de la Ley de Sucesión esgrimido por Fernández Miranda a modo de llave maestra para ir “de la ley a la ley”.
El Rey se lo explicó a José Luis de Villalonga: Adolfo Suárez “procedía del franquismo y no se le podía hacer sospechoso de pretender cambios demasiado radicales”. Joven, moderno, ambicioso -siempre en palabras del Rey-, supo ir dando los pasos para desmentir esa imagen previa, hasta el más arriesgado de la legalización del Partido Comunista, con el cual de antemano firmó tanto el éxito de su empresa democratizadora como tal vez su propia sentencia de muerte política.
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