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Las orilleras de Quibdó o el orgullo de ser mujer, negra y campesina

Así se llamaba antaño a las agricultoras del Chocó colombiano. Y el nombre lo reivindican ahora un grupo de madres y cuidadoras afrodescendientes que han creado un espacio para la acción en el que reafirmar su cultura y evadirse de la violencia que las acompaña desde que nacieron a orillas de ríos como el Atrato

El grupo de Las Orilleras, en el barrio de Obapo, en Quibdó. De izquierda a derecha: Yasira Roleo, Danny Suley, Yuladis Padilla, Mariela Padilla, Yeniffer Pino, Mirna Perlaza y Lugis Torres.
El grupo de Las Orilleras, en el barrio de Obapo, en Quibdó. De izquierda a derecha: Yasira Roleo, Danny Suley, Yuladis Padilla, Mariela Padilla, Yeniffer Pino, Mirna Perlaza y Lugis Torres.Noor Mahtani Mahtani
Noor Mahtani

Se le dice orillera a quien es escandalosa; a la que viene del campo. Se usa como insulto y es sinónimo de iletrada o vulgar. Pero esta expresión despectiva hacía referencia en un inicio a las mujeres que se criaron a pies de los afluentes como el río Atrato, que cruza todo Chocó, en la costa oeste de Colombia. A estas campesinas que aprendieron a hablar alto para que se entendieran de orilla a orilla, a defenderse de un sinfín de violencias que sucedían en el silencio del campo y a cuidar de los suyos con uñas y dientes. “Nos tocó ser fuertes. Eso también es ser orillera”, cuenta Mariela Luz Padilla, sentada en una de las terrazas de sus vecinas.

Aquí, en el barrio popular de Obapo, en Quibdó, la capital del departamento colombiano, se reúnen semanal o quincenalmente una veintena de mujeres con muchas cosas en común: son afrodescendientes, cuidadoras de sus familias y vienen del campo. Se silban de una casa a otra y bajan puntuales a la cita. “Todas tenemos un pasado muy similar”, reconoce Lugis Elena Torres Cuesta. Pero nunca habían hablado de ello.

Yasira Carmen Roleo Maturana en el portal de su casa, junto a su sobrina.
Yasira Carmen Roleo Maturana en el portal de su casa, junto a su sobrina.Noor Mahtani Mahtani

Las dificultades económicas y la covid habían limitado las interacciones en la vereda al “hola y adiós”. Esa distancia fue la que movilizó a Danny Suley Castro Maturana, maestra de artes escénicas y gestora social; el motor de varias iniciativas comunitarias. “Las calles estaban supremamente solas y no veía ninguna mujer asomarse al balcón y empecé a preguntarme cómo estarían pasando la pandemia ellas”, recuerda. Días después, activó a la comunidad para ayudar a quienes tenían menos recursos. Y lo que empezó siendo un grupo de voluntarios, terminó convirtiéndose en un encuentro para las mujeres que reivindican su espacio en la sociedad y que quieren reafirmar quiénes son mediante la conversación y el teatro. Las artistas actúan desde la primera persona y bajo la guía de Suley. “Escucharlas es una forma de verme reflejada. Una se enfrasca en su casa y no se da cuenta, hasta que viene a estas reuniones, de que todas estamos enfrentando los mismos problemas”, expresa Yasira Carmen Roleo Maturana. “¡Una siente tanto alivio en verse en otra!”

Cambiar para ser aceptada

A Suley le pidieron que “neutralizara” el acento por primera vez cuando se mudó a Bogotá. “Sentí algo muy duro; tenía que parecerme a ellos para ser aceptada. Duré en ese proceso mucho tiempo y siento que de alguna manera mi voz empezó a opacarse y con ello mis maneras de expresarme”, narra. Esa sensación de tener que ser otra para ser aceptada la conocen todas. Alguna incluso reconoce habérselo inculcado a sus hijas, para sortear la hostilidad de la ciudad.

Yuladis Padilla en la entrada de su casa, en el barrio de Obapo, Quibdó.
Yuladis Padilla en la entrada de su casa, en el barrio de Obapo, Quibdó.Noor Mahtani Mahtani

Amas de casa, limpiadoras, vendedoras ambulantes… Las agendas de estas mujeres de escasos recursos no tenían espacio para sí mismas hasta que surgió este grupo. Todas coinciden en que hacen el esfuerzo para encontrarse “y dedicarse algo de tiempo”. Roleo quedó “enganchada” desde la primera sesión. Se reunieron, hicieron un breve calentamiento y charlaron de lo que era el teatro y las historias que podrían contar desde lo vivido. “A mí lo que comentaron mis compañeras me hizo recordar al ganado de mis papás. El armadillo, las guaguas… esas carnes tan ricas”, narra Padilla. “Me acordé de las tardes jugando en el campo”, explica Mirna Elisa Perlaza, madre de tres. “Yo volví a cuando era niña y trabajaba en la mina de oro”, dice Roleo.

Yo no conozco el pueblo donde nació mi mamá precisamente por la violencia. Nunca quise ir, de todo lo que me contaron cuando niña

La minería fue un gran sustento económico en la zona desde finales del siglo XIX. Solo entre 2016 y 2021 se intervinieron 499 minas en el departamento del Chocó; se destruyeron 146 dragas y 44 retroexcavadoras, según la información de la Policía Nacional a El Espectador. Pero el negocio ilegal también atrajo guerrillas y violencia. El Chocó, además del abandono estatal, ha sido históricamente una de las zonas con mayor presencia de grupos armados al margen de la ley. Es uno de los puntos más calientes del país.

Muchas de estas mujeres recuerdan jornadas interminables desde los 12 años de búsqueda del metal preciado. “A uno no le daba ni hambre. Cuando había qué sacar, pasaba todo el día y ni hambre le daba a uno”, dice Roleo. En cada encuentro, vuelven a los recuerdos que escondieron para sobrellevar la ciudad. El pasado de la infancia de Padilla no es tan amable: “Yo no conozco el pueblo donde nació mi mamá precisamente por la violencia. Nunca quise ir, de todo lo que me contaron cuando niña”.

Las historias de feminicidios, desapariciones, amenazas y acoso se acumulan entre los conocidos y los familiares de las orilleras. Yeniffer Pino Padilla, su hija de 32 años, trabaja en una de las comunidades como auxiliar de enfermería y ha visto cómo todo se ha puesto “más y más feo” con los años: “Ellos le dicen a uno, ‘seño, la comunidad está amenazada esta semana’ o ‘seño, vamos a cerrar la vía, no entre’. Eso es normal”.

A Suley le pidieron que “neutralizara” el acento por primera vez cuando se mudó a Bogotá. “Sentí algo muy duro; tenía que parecerme a ellos para ser aceptada”

Por eso el éxodo rural es una constante. Por la falta de oportunidades en el campo y por el miedo. “Las mujeres chocoanas necesitan explorar herramientas que las distancie de la violencia de género, la inequidad y la discriminación en la que habitan día a día”, cuenta Suley, quien también defiende la necesidad de reconocer el territorio y la historia que cuenta y que va construyendo la memoria colectiva. “Aquí el centro son ellas. Ni sus maridos, ni sus hijos, ni sus nietos. Son ellas como mujeres negras y poderosas”.

La tarde empieza a oscurecer en esta vereda que suena a salsa desde un parlante vecino. El olor a salchipapas y los hijos de estas mujeres sentadas en círculo se cuelan en la conversación que salta desde los chismes del barrio, hasta los traumas de la infancia o las conquistas amorosas. Se ríen a carcajadas, se interrumpen y anclan una historia con otra. Son coquetas, ruidosas y robustas. Y están orgullosas de serlo. “Estas somos nosotras”, dice Perlaza. “El grupo de las orilleras es para eso, para resignificar lo que supuestamente nos define”, enfatiza Padilla. “Y rescatar lo bonito de la expresión y de venir de la orilla”.

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