Ir al contenido
_
_
_
_
columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Nuestros chicos

Asumir que antes de la mayoría de edad se puedan cometer estos actos salvajes es asumir que tenemos un problema con los jóvenes

Un menor detenido por asesinar a un taxista de Alcalá de Henares, captado por la cámara del vehículo, en octubre de 2024.
David Trueba

A la noticia daba miedo asomarse. Tuvo lugar la semana pasada, cuando supimos que tres adolescentes estaban relacionados con el asesinato de una educadora social en el piso tutelado de Badajoz en el que estaban acogidos. Drogas, agresividad y descontrol jalonaron sus días finales antes de ser apresados, pero resulta doloroso siquiera escribir de ello. Porque ante un caso así, un país no evidencia que tiene un problema de salud mental juvenil, ni tampoco un problema de circulación de drogas desmadrado, ni tan solo un caso más de abandono a la precariedad de los servidores públicos mientras seduce a los votantes la motosierra contra el gasto en cuidados. Todos estos problemas claro que los tenemos, pero es que además padecemos de algo más esencial que no se va a erradicar con el atajo de urgencia consistente en aumentar los castigos penales a menores. Asumir que antes de la mayoría de edad se puedan cometer estos actos salvajes es asumir que tenemos un problema con nuestros chicos.

Sobre las nuevas generaciones se ha efectuado un experimento social que han capitalizado las grandes empresas de tecnología de la comunicación de Silicon Valley ante la indiferencia de los reguladores. Y el experimento ha resultado fallido. No hace falta más que ver los datos de desatención, crisis de salud mental, acoso y violencia en edades muy precoces. Habrá quien crea que la solución es llenar las cárceles de menores de edad, pero las personas cabales saben que sería mucho mejor evacuar de nuestras calles y casas ciertas armas de degradación de la infancia que usamos de manera irresponsable. Entre ellas la sobreestimulación física, ya sea a través de excitantes y anabolizantes, y la sobredosis de relaciones sociales vacías de profundidad que se han fomentado a través de la dependencia de las redes sociales y las aplicaciones de exhibición personal, factores que se han propuesto deshumanizarnos.

Quizá el mayor problema al que nos enfrentamos es que aún nos negamos que el problema existe. Basta con detenerse a mirar un detalle que ha sucedido también en estos días. La Policía ha detenido en Palma a otro menor, acusado de haber manipulado gracias a aplicaciones de inteligencia artificial las fotos de algunas de sus compañeras para convertirlas en escenas de desnudos y pornografía. La violación del espacio íntimo, la vulneración de la imagen de un niño nos violenta sobremanera, porque entendemos que es una variante del acoso y la cosificación que convierte a los autores de esas imágenes falsas en algo más que inocentes bromistas con mala uva. Son más bien una primera evidencia de comportamientos abusivos y sometedores. Pues bien, esas mismas armas de manipulación de las imágenes han sido utilizadas de manera festiva por un partido para ridiculizar a sus rivales del Gobierno y a alguno de sus familiares. No parece ser algo más grave que la constante degradación del teatro político, hasta que te detienes a comprobar el trasvase que esos comportamientos tiene en la sociedad civil. ¿Por qué va a pensar un chaval de 12 años que está haciendo algo malo cuando ridiculiza a sus compañeras de clase si es exactamente lo que ve aplaudir a los políticos adultos que ejercen de representantes públicos? Tenemos un problema, pero ni siquiera tenemos cabeza para darnos cuenta de ello. Habrá que empezar a reflexionar sobre en qué contexto de convivencia estamos educando a nuestros adolescentes. En la jungla sólo sobreviven los más salvajes y los más fieros.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
_
_