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tribuna
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Migraciones: la profecía autocumplida

Nuestros gobiernos han puesto tanto empeño en gestionar la movilidad humana como una amenaza que la sociedad ha terminado viéndola como el problema que no es

10 10 2024
Nicolás Aznárez
Gonzalo Fanjul

Si se presenta como un problema, se discute como un problema y se gestiona como un problema, es ingenuo esperar que la opinión pública perciba las migraciones como algo diferente a un problema. La encuesta de 40dB. para EL PAÍS y la Cadena SER —que ofrecía esta semana un panorama fúnebre de la percepción social de este asunto— es, en primer lugar, la consecuencia directa de un incremento de las llegadas de cayucos a Canarias. Tanto como de la caótica respuesta de las administraciones españolas a un desafío humanitario complejo, pero en absoluto irresoluble. Pero es, sobre todo, la constatación de que la verdadera victoria de los movimientos nacionalpopulistas no está siendo narrativa, sino política. Como en una profecía autocumplida, nuestros gobiernos han puesto tanto empeño en gestionar la movilidad humana como una amenaza existencial, que cualquier otra consideración social sobre ella parece una frivolidad peligrosa.

Santiago Abascal, Alice Weidel, Marine Le Pen y los demás voceros de la ultraderecha europea despliegan de manera cotidiana discursos tóxicos y mentirosos sobre las personas migrantes que llegan o intentan llegar a nuestros países. Pero quienes los llevan a la práctica son otros: gobiernos de todo pelaje ideológico —empezando por el español— aplican un modelo de gestión migratoria concebido para detener, a toda costa, los flujos procedentes de África y Oriente Próximo. Y para forzar a millones de trabajadores y trabajadoras de otras regiones a encostrarse en la informalidad y la vulnerabilidad que supone la migración irregular. Sus políticas, que han alcanzado el paroxismo con el reciente Pacto Europeo de Migraciones y Asilo, están el origen del caos y el desorden fronterizo que tanto desasosiego parece provocar en nuestras sociedades. Es una carrera hacia el precipicio en la que la izquierda tiene tanta responsabilidad como la derecha, porque donde estos ven una amenaza, aquellos solo ven una tragedia, y ambos han contribuido a reducir el fenómeno migratorio a la categoría de problema social.

La realidad es muy diferente, como sabe bien cualquiera que se moleste en consultar los hechos. La contribución demográfica, económica, cultural y social de las poblaciones migrantes es sencillamente irrenunciable para Europa. Los mismos gobiernos que han militarizado nuestras fronteras, han encanallado las rutas y están convirtiendo el sistema internacional de asilo y refugio en papel mojado discuten a puerta cerrada el modo de atraer la mano de obra y el talento que nuestras envejecidas economías necesitan de manera desesperada. Un ejemplo es la starlet de la nueva ultraderecha semidura, Giorgia Meloni, que da lecciones de inmisericordia migratoria por las mañanas… y trabaja por las tardes para atender las necesidades laborales urgentes de las empresas y familias italianas en el sector de los cuidados, la construcción o el turismo.

Pero este debate no es racional, sino emocional. Y aunque una encuesta cuantitativa no es la mejor herramienta para medir las emociones, la de 40dB. nos ofrece algunas pistas interesantes a las que agarrarnos. Pese a que la ciudadanía española ha incluido las migraciones entre los cinco asuntos que más preocupación les generan, incluso los votantes más hiperventilados afirman tener una percepción positiva de las personas extranjeras a las que tratan de manera directa. Esta es una reacción habitual que ya identificamos en experiencias como la de la campaña por la regularización de migrantes sin papeles: todas las cautelas generales sobre esta medida se evaporaban cuando la persona concernida era la mujer que cuida de sus padres, la familia con la que caminan a la escuela o el chaval que les vende la fruta cada mañana.

Esa experiencia, esas emociones, son reales. Y pueden ser mucho más poderosas que el miedo y la animadversión que los partidos racistas quieren instalar en la sociedad. Como recuerda la película de El 47, que relata la llegada de migrantes extremeños y andaluces a la Barcelona de los años sesenta, el encuentro con el otro siempre es fuente de inquietud. Lo vimos con la llegada a España de los latinoamericanos en los noventa, con la llamada crisis de los cayucos de 2005, con los desplazados de la guerra siria en 2015 y la de Ucrania más recientemente. En cada una de estas ocasiones, los españoles fuimos capaces de vencer el miedo y compartir lo que teníamos. Aceptamos y celebramos que nuestras sociedades son hoy diferentes, como las de nuestros padres lo eran con respecto a las de nuestros abuelos. Demostramos que podemos ser la mejor versión de nosotros mismos.

Eso sí, nos engañaríamos si pensásemos que el contexto que ha dado lugar a estas percepciones negativas va a cambiar sustancialmente. Todo sugiere que las pulsiones de la movilidad humana se intensificarán en los próximos años, lo que significa que nuestras economías atraerán a más trabajadores y nuestros Estados deberán responsabilizarse de un número creciente de desplazados forzosos. Esta es una oportunidad de oro para movimientos políticos que han encontrado en este asunto una vía eficaz para penetrar en el debate público, establecerse y desplegar después el conjunto de su agenda reaccionaria. Pero, si el crecimiento de los flujos migratorios escapa en buena medida a nuestro control, lo que sí podemos elegir es el modo en que este proceso es gobernado y relatado. Frente a un modelo de puerta estrecha que alimenta la migración irregular y provoca el caos fronterizo, podemos llevar a escala las experiencias de migración laboral temporal y permanente que ya han dado buenos resultados en lugares tan diferentes como Canadá, India, Nueva Zelanda o Uganda; podemos construir desde los medios un relato de las migraciones menos obsesionado con el espectáculo de la frontera Sur y más abierto al fenómeno amplio de la aportación social y cultural de las migraciones; podemos demostrar que aún creemos en un sistema multilateral de reglas estableciendo cortafuegos entre las políticas de seguridad y las que garantizan la protección de asilados y niños; o podemos eliminar de un plumazo el apartheid administrativo en el que viven más de medio millón de nuestros vecinos por el simple hecho de no tener papeles.

Todo eso podemos hacer porque depende de nuestra voluntad colectiva. La experiencia muestra que, como ha ocurrido en el Reino Unido, llega un punto en el que la sociedad está harta de polarización y rechaza las propuestas reduccionistas que culpan al otro de los errores propios. Pero llegar hasta ese punto puede ser un proceso traumático cuyas heridas resultan difíciles de cerrar. El espectáculo pavoroso de los pogromos antimigración promovidos por los nacionalpopulistas durante este verano demuestra hasta qué extremo una década de mentiras, crueldad e impunidad han dañado el alma de la sociedad británica.

Esta es una batalla de largo alcance y para ganarla necesitamos reemplazar este relato temeroso por uno nuevo. Uno parecido al que hizo este miércoles en el Congreso el presidente Pedro Sánchez. No faltó casi nada en un discurso donde habló de beneficios prácticos y de responsabilidades éticas. Donde hizo una fotografía ajustada de la España que somos y una propuesta inspiradora de la que podemos ser. Donde enfatizó las medidas para promover la migración legal, segura y ordenada frente a aquellas que buscan restringir los flujos. Todo sonaba bien en un discurso que, por ahora, se parece muy poco a la realidad de la política migratoria que han promovido sus gobiernos. Solo queda que esta nueva profecía migratoria reemplace en la práctica a la anterior.

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