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Nos han violado porque sí

Lo que saca a relucir el juicio de Gisèle es aterrador: no hay muchas cosas que permitan distinguir a un violador de otros hombres. ¿En qué consisten esas “no muchas cosas”? ¿Quién va a querer responder a la pregunta?

Tribuna Lafon 20/09/24
CINTA ARRIBAS

Hemos presenciado muchos gestos excepcionales en este verano olímpico; hemos celebrado el valor, la fuerza y la capacidad de sobrepasar los propios límites.

¿Qué es una hazaña? Es “una acción espléndida y heroica”, una proeza. Cómo nos gusta presenciarlas, verlas.

Hoy, una mujer está a punto de lograr una hazaña. Tiene una fuerza inimaginable. Un valor sin igual. No lleva ninguna bandera, o las lleva todas. No la recompensarán con ninguna medalla: debemos conformarnos con que se la escuche. Es ella quien nos observa. Nos invita a asomarnos a un abismo en el que no ha caído, a zambullirnos en él, con ella. Se llama Gisèle. Si no escribo su apellido es porque no es suyo, sino del que fue su marido, que se convirtió en verdugo.

Gisèle posee una sabiduría terrible y monumental; encarna el fin de una ilusión a la que seguimos aferrándonos. Confirma el fin de un mito que tiene todo el aspecto de una negación colectiva: el mito del monstruo.

Ese monstruo tan familiar que ocupa el centro de tantos cuentos, series, películas y relatos. Estamos hartas de estas historias que nos han formado y nos han educado. Hemos crecido rodeadas de monstruos de una intensa fotogenia. Todas esas historias sobre asesinos y violadores en serie extraordinariamente astutos, siempre interpretados por actores carismáticos, mientras que sus presas son siempre intercambiables: unos cuerpos inertes, incapaces de defenderse, mujeres que tiemblan, que suplican en vano a un Barba Azul, un Drácula, un asesino. Sacrificadas con un sufrimiento sexualizado, vestidas con un atuendo transparente que el monstruo les arranca. A los niños se les cuenta la historia de la Bella Durmiente, sumida en un sueño durante cien años hasta que la despierta un príncipe, en espera de que él le confirme que está viva. Él es el dueño del consentimiento, que ella no puede dar porque está dormida. Y, mientras ella está inconsciente, “él la lleva a un lecho en el que recoge los dulces frutos del amor”.

Una sociedad se define y se construye por los relatos que prefiere, por las historias a las que da prioridad. Aunque la ficción no es la única responsable de lo que ocurre en nuestra sociedad, es un reflejo tan terriblemente fiel de ella que debería poner en tela de juicio lo que tanto le gusta contarnos, una y otra vez.

“Monstruo” es sinónimo de “increíble” y “extraordinario”. ¿Monstruos, estos cincuenta y un acusados? Todo lo contrario, son unos seres humanos mediocres, estos hombres frente a los que Gisèle ha decidido sentarse, para poder mirarlos directamente a los ojos. Tienen la banal vacuidad de la gente corriente; son esos vecinos, amigos o colegas de los que nadie podría sospechar, padres encantadores, ejecutivos, bomberos, profesores, obreros, artesanos o periodistas, jubilados o treintañeros, de izquierdas, de derechas, simpáticos, serviciales, van a buscar a su hijo al colegio y friegan los platos antes de ponerse a navegar por la red y registrarse en un foro que ofrece la posibilidad de violar a una mujer sedada y comatosa.

Por supuesto que da miedo escuchar a Gisèle. Lo que saca a relucir es aterrador: no hay muchas cosas que permitan distinguir a un violador de otros hombres. ¿En qué consisten esas “no muchas cosas”? ¿Quién va a querer responder a la pregunta? ¿Quién se va a atrever?

No todos los hombres son violadores, pero da la impresión de que cualquiera puede serlo. El juicio de Mazan es llamativo por el número de acusados, pero hay que dejar de decir que este caso es de una naturaleza “especial” y un suceso “fuera de lo normal”. Este caso es el espejo de aumento de todas las violaciones conyugales, un delito del que se oye hablar muy poco, apenas reconocido. Este caso es el espejo que muestra la imagen distorsionada de la pareja. Y por eso plantea varias cuestiones fundamentales.

Para algunas personas, una violación significa un asalto en un callejón oscuro a manos de un desconocido que te arranca la ropa y te amenaza con un arma. Esas violaciones ocurren. ¿Pero qué nombre dar al acto sexual sin el consentimiento de la mujer, que se produce en su propio dormitorio, después de haber acostado a los niños, cómo va a decir que, por supuesto, se metió en el lecho conyugal por su propia voluntad y quizá incluso que estaba desnuda, cómo explicar que dijo que no o quizá incluso que no lo dijo pero que todo su cuerpo lo decía, cómo contar que no se resistió ni se defendió porque de qué manera iba a defenderse de su marido, de su pareja? A veces el violador tiene la llave. De la casa, el dormitorio, la intimidad, la psique, el amor y la relación.

En los dormitorios no hay cámaras de vigilancia. Es la palabra de ella contra la de él. Si no hubiera habido pruebas tangibles, si no hubiera habido esos miles de vídeos terribles en el ordenador del marido de Gisèle, ¿quién se habría creído esta historia?

No hace falta apuntar a culturas que consideramos medievales. Vivimos en un país donde el cuerpo de una esposa no es más que una mercancía que se intercambia en la red, que se ofrece a otros hombres, un regalo selecto, un pedazo de carne, un objeto. En los artículos sobre el juicio leemos que Gisèle se mantiene digna. ¿Pero por qué no iba a ser así? La indignidad es a lo que está plantando cara.

La violación es terriblemente democrática: cualquiera puede ser víctima. Detrás de Gisèle espera una multitud, llena de historias olvidadas, archivadas, negadas, guardadas sin más. Una montaña de relatos de víctimas que siempre dicen lo mismo. Son tan similares que da vértigo, pero el empeño de nuestra sociedad en que no quede ni una palabra ni un rastro de esos testimonios es nauseabunda.

¿Esta? Tardó en hablar: ¿veinte años, en serio? ¿Esa? Llevaba una camiseta que dejaba la cintura al aire. Demasiado desnuda, poco fiable. ¿Esta otra? Llevaba velo. Demasiado vestida, poco fiable. Aquella tenía 14 años, ¿dónde estaban sus padres? Aquella otra de más allá tenía 39 años, ¿qué hacía con unos jugadores de rugby de 21? ¿Había aceptado que la invitaran a tomar una copa? Nadie da una bebida gratis. No, no, hija mía, nada de ir a bailar.

¿Una mujer asesinada por su marido? Tenía un “carácter asfixiante”, su señoría. Era controladora. ¿Y esa otra? Era “frustrante”, no se prestaba a todos los actos sexuales.

Todas poco fiables, todas bajo sospecha. Todas investigadas, incluso después de muertas. Todas obligadas a demostrar que son “creíbles”.

Unas provocadoras, que encienden el fuego en el que perecerán. Qué ensayado tienen este monólogo los agresores, qué bien lo conocemos, qué bien lo conozco, qué bien lo conoces tú, con todos los “motivos” de sus acciones, las excusas, las explicaciones.

Hemos experimentado y sufrido esta inversión de responsabilidades.

Nos han violado porque sí.

Y nos han educado para escuchar y entender todas las razones por las que nos han roto y nos han arruinado. Nos han entrenado para complacer, satisfacer, agradar. Pero no lo suficiente.

En la película La noche del crimen, el policía que investiga el feminicidio pronuncia estas sencillas e inolvidables palabras: “Hay algo que no cuadra entre hombres y mujeres”. Esta frase tiene la modestia de un comienzo. Quiere empezar desde cero. Vamos a tener que afrontar ese “algo” sin reservas. ¿Por dónde vamos a empezar a desmontarlo?

Gisèle ha sido víctima de un proyecto de destrucción dirigido por un hombre, su marido, que no dejó nada al azar; un sistema pensado y organizado hasta el más mínimo detalle. Ha vivido un calvario, pero no la convirtamos en mártir, en uno de esos iconos mudos con la mirada baja a los que nos gusta ensalzar y compadecer, precisamente porque permanecen mudos. Con su negativa a esconderse, Gisèle exige que miremos, leamos y escuchemos. Es lo mínimo.

Que no haya ni un minuto más de silencio por las víctimas de la violencia sexual. Que el homenaje a las muertas y el apoyo a las violadas se conviertan en un enorme estruendo, un caos inolvidable y duradero. Una obsesión.

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