Todo lo inventaron tus padres
No quería por nada del mundo convertirme en aquella persona que se pasa 20 años absorbiendo cultura y el resto de su vida regurgitándola en bares y redes sociales
La semana pasada, una agradable sobremesa fue interrumpida por uno de aquellos temas de conversación capaces de romper cualquier momento de paz y gozo: el FC Barcelona. Mi interlocutor, de treinta y pocos años y seguidor de ese club como servidor, afirmó sin pudor que, hasta la llegada de Messi, habíamos estado siempre en la mierda. Tengo por norma no discutir con gente que no estuviera en este mundo cuando lanzaron su disco de debut The Smiths y tampoco con quienes ya estuvieran entre los vivos cuando se estrenó El crepúsculo de los dioses. Es un mecanismo de defensa para no verse atrapado en un desajuste generacional sin apaño posible. Pero ese día, por el vino o porque hacía semanas que no me peleaba con nadie —hace un calor horrible en Madrid— decidí responder. La furia de la generación X cayó sobre ese joven. Le hablé de que mi abuelo recordaba a Kubala, de que Migueli era el favorito de mi abuela. De que, cuando nací, me llevaron al campo de entrenamiento del club para que Johan Cruyff me bendijera (mi madre guarda la foto). Le hablé incluso de Archibald y de Venables; del día de Wembley y la Sampdoria. Obviamente, todo le entró por un oído y le salió por el otro. Hasta que llegué a Rijkaard. Como aquello ya le sonaba, intervino concediendo al holandés cierto mérito. Al ver la puerta medio abierta, le recordé que sin el Barça entrenado por Cruyff, el de las cinco ligas, jamás hubiese existido el de Messi y Guardiola (entrenador). Fracaso. Me lo negó sin despeinarse. “Mira, chaval, el Barça de Guardiola es Oasis, pero el de Cruyff fue los Beatles”, sentencié, pensando que mi ataque de genio daría por finiquitada la disputa. “Prefiero Oasis”, respondió. Y me mató.
Le tuve que dar la razón. En parte, porque la tenía —aunque esto fuera irrelevante— y segundo porque, por un momento, me transporté a aquellos años de juventud en los que a mí y a gran parte de los nacidos en los setenta nos convencieron nuestros mayores de que todo lo bueno estaba ya hecho, que si lográbamos algo aprovechable nosotros sería gracias a lo conseguido por ellos antes. Desde el Estado del bienestar o la Transición hasta Bob Dylan, pasando por la saga de El padrino, Camus y Sartre. No quería por nada del mundo convertirme en aquella persona nacida el año en que estrenaron Extraños en un tren que se pasa 20 años absorbiendo cultura y el resto de su vida regurgitando esa cultura en conversaciones de bar y, desde hace unos años, también en Facebook y Twitter. Eso sí, frenar a tiempo requiere una contención casi tántrica, porque lo que te pide el cuerpo es venganza. Si a mí me convencieron de que me comprara discos de Jethro Tull o de que me leyera El lobo estepario, a ti te voy a dar la turra hasta que creas que necesitas urgentemente ponerte en Spotify a Supergrass y buscar en Filmin La ardilla roja. No lo hagan. Y no solo porque está feo, sino porque no les van a hacer ni caso. El continuo cultural se ha roto. Prima el adanismo. Y eso es muy malo para hoy, porque si conoces enemigos es muy complicado que sepas detectar amigos, pero muy bueno para mañana, cuando ya no quede nada, no se recuerde nada y haya que empezar de cero. Este dolor que hoy se siente en forma de canción de Omar Montes algún día será útil.
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