Kant, la invitación a la crítica
El filósofo de Königsberg sugirió hace tres siglos que no estaría de más que cada cual se animara a pensar por sí mismo: “¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!”
Seguramente, la filosofía solo adquiere sentido cuando se acude a ella para procurar ajustar mejor las preguntas que surgen en nuestras propias circunstancias. Por eso tiene cierta lógica acordarse de Immanuel Kant ahora que se celebra durante este año el tercer siglo de su nacimiento, el 22 de abril de 1724. Ha pasado mucho tiempo, pero quizá no sea mal momento para mirarnos en el espejo de su filosofía. Murió en 1804, así que le tocó vivir sus últimos años en medio de la tormenta que desencadenó la Revolución Francesa, en un mundo que se partía en dos y durante una época que produjo profundas conmociones en las ideas, los afectos y los valores. La misma Revolución Francesa igual no hubiera sido posible sin las ideas de Kant sobre la razón, sobre la necesaria independencia de cada cual para construir sus propios criterios, sin su vocación por una sociedad que incluyera a todos y fuera ilustrada, sin su proyecto de un mundo que se sostuviera en la ley y con sujetos con vocación de ser libres.
Kant miró con simpatía los cambios que se estaban produciendo en Francia, aun cuando formara parte de una sociedad conservadora, la de Königsberg —en Prusia oriental—, que miró con desconfianza y temor aquella abrupta conmoción que derrumbó el Antiguo Régimen. Norbert Bilbeny, en El torbellino Kant (Ariel), publicado hace unos meses, apunta que el filósofo apostaba por una república parlamentaria de representación popular y con una clara división de poderes. Y señala que Kant incluso se permitió proponer en uno de sus últimos libros, Sobre la paz perpetua, la construcción de una “federación universal” de los Estados. Todos ellos tenían que adoptar el régimen republicano y su unidad podía ser el camino para que se concretara aquel desafío que Kant formuló de manera diáfana y radical: “La razón práctico-moral expresa en nosotros su veto irrevocable: no debe existir guerra”.
Hay un Kant que resulta especialmente próximo en los últimos capítulos del libro de Bilbeny. Es el que muestra al pensador como un modesto explorador que se ha embarcado toda su vida en la aventura de explicarse las cosas y de buscarles un sentido. Kant no salió de Königsberg, a pesar de que le hicieron jugosas propuestas de trabajo en otros lugares de la Alemania de entonces, pero fue un hombre abierto al mundo, sofisticado, cosmopolita. Bilbeny habla de un artículo que escribió en 1784 en el que reclamaba con insistencia que cada cual aprenda a pensar por sí mismo, y en el que escribió, recordando el viejo Sapere aude! —atrévete a pensar— de Horacio: “¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí el lema de la Ilustración”.
Si no fuera porque la Ilustración pasa por horas bajas, ese lema debería ser el lema de nuestro tiempo, que también está partido en dos: entre los que se han rendido ya a las grandes emociones —y al vibrante espectáculo— de recuperar viejas grandezas y los que se baten por buscar soluciones a cada embrollo —con su inevitable punto de aburrimiento, normativas y trabajo, mucho trabajo—. En los años finales de Kant, Bilbeny recuerda que llegaba ya una nueva generación intelectual alemana que enlazaba “la libertad con el sentimiento y lo absoluto, ya no con la razón y la crítica”. La crítica se va construyendo, es una tarea infinita, y derrumba y horada y masacra cada uno de esos mitos en los que se siguen sosteniendo los proyectos absolutos —¿absolutistas?— y sentimentales de los líderes iluminados. Por eso mismo hace falta volver a Kant. Y atreverse.
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