‘Lesson one’
Keir Starmer ha sabido esperar a que el pueblo británico se dejara caer en sus brazos, asqueado de esos liderazgos carismáticos pero viscosos que no dejan tras de sí más que mentira y desgobierno
A menudo, los partidos en la oposición caen en la histeria. Se les transparentan las ganas de tener de una maldita vez la llave de la caja en su poder y esa ansiedad les fuerza a entregarse al verbo furibundo y la retahíla de los insultos. Igual que sucede en la seducción, nada hay menos atractivo que las prisas. La primera lección que se puede sacar del triunfo de los laboristas británicos es que la paciencia es mejor consejera que la urgencia. Keir Starmer ha sabido esperar a que el pueblo británico se dejara caer en sus brazos, asqueado de esos liderazgos carismáticos pero viscosos que no dejan tras de sí más que mentira y desgobierno. Aquel Boris Johnson del que sólo se acordarán las hemerotecas de la infamia no puede culpar a sus sucesores de esta derrota abrumadora, pues ya todos tras él apestaban al tufo a podrido que deja el populismo tras ser deglutido por el vientre ciudadano. El espejismo del Brexit, que estaba inducido desde una mentira esencial, es impracticable en los tiempos en que vivimos, pero se ha contagiado ahora a algunos movimientos europeos, que agitan la patria al aire porque no tienen otra cosa que agitar, y que responden más bien a la agenda particular de Putin que a intereses palpables de sus países.
Hemos de reconocer que incluso los que defendíamos para España una emulación de esa gran coalición de los dos partidos principales tampoco estábamos acertados. Como se ha visto en Alemania, la falta de alternativas obliga a buscar esas alternativas en los extremos. La bendición del sistema democrático es la alternancia. No nos gusta ver el Parlamento tan crispado, porque la mala educación se transmite a la calle, pero una cierta polarización también ayuda a que tras un periodo de gobierno se tienda a elegir, con total naturalidad, al partido opuesto. Son los misterios de la democracia. Entender el carácter representativo de las fuerzas políticas nos ayuda a desconfiar de los triunfos virales de un individuo o los votos arracimados por el rencor. Pese a sus defectos, la democracia representativa protege a los ciudadanos de sí mismos, porque con lo que no contaban los inventores griegos del sistema era con una tal afluencia de malas personas al espacio público. Es lo que conlleva el abandono del esfuerzo educativo a manos de la vibración del entretenimiento.
Los laboristas han estado 14 años en la oposición, entre otras cosas porque igual que sucede en España, cuando los independentistas, en su caso escoceses, cuentan con un apoyo grande, el gobierno de la nación vira hacia los conservadores, y viceversa. Es la danza de los opuestos. Sus 14 años de travesía en el desierto respondió al profundo desprecio de los ciudadanos británicos hacia las mentiras que su primer ministro Tony Blair utilizó para sostener la coalición que ordenó la invasión de Irak. Aquellos estadistas, que sostenían que con su guerra nos traerían la pacificación de Oriente Próximo, trajeron desgracia y más violencia. Los votantes laboristas han tardado en olvidar. Pero han regresado para frenar la infamia del reenvío de inmigrantes a Ruanda y la negación de los derechos humanos, así como una agenda económica diseñada a espaldas de la ciudadanía. Los conservadores, si no enloquecen hacia las posiciones ultras, volverán al poder cuando cuenten con un liderazgo reformado, con atisbos de honestidad. Y por supuesto si son pacientes. La democracia pendular no es el mejor sistema del mundo, pero sí menos malo que el descarnado oportunismo.
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