Volver a Ucrania
Viajar al país invadido por Rusia es asistir a la destrucción de miles de vidas y al intento de borrar toda una cultura
Ucrania. Es más que una invasión, es un genocidio cultural, un tsunami comprimido en misiles y drones para que las espumas letales arrasen con todo lo que respira, pero también con todo lo que no. Antes de seguir, tengo que hacer un paréntesis con una pequeña transgresión: mencionar el nombre de una persona que preferiría que no hablara de ella, sino de empresas mayores. Henry Marsh, el reconocido neurocirujano y escritor, no sólo salva vidas de personas enfermas, sino de almas dañadas, como lo estaba la mía cuando le conocí. Debo disculparme ante él, a quien ahora considero amigo. Creo que lo comprenderá, pues tampoco es una persona obediente en absoluto. Y tengo que escribir su nombre por muchas razones, algunas de ellas éticas: sin él no me habría curado del charco que tenía en los pulmones por la pandemia de idiotez y deshumanización en los departamentos universitarios de humanidades, y, lo más importante: tampoco habría conocido de primera mano al pueblo ucranio. Henry Marsh, a quien conocí en Perú, en un taxi a las cuatro de la madrugada frente al volcán Misti de Arequipa, me regaló la oportunidad, meses después, de viajar con él a Ucrania, conocer a su gente. No hablo ahora de la masacre humana, sino del pueblo, esas las personas cuya identidad el Gobierno de Putin quiere borrar de la pizarra histórica del mundo.
Los libros. Los soldados rusos defecan en los libros de los niños ucranios, gastan munición en destruir símbolos de la cultura ucrania, librerías, monumentos, museos, las vyshyvankas, esas camisas de historia centenaria bordadas a mano por las abuelas que están viendo morir a sus nietos. El idioma es la base de la identidad. Destruir el idioma ucranio es un arma de guerra. Las escuelas ucranias se destruyen en tres niveles: como edificios (son bombardeadas, aniquiladas físicamente), como ocupación (se transforman en escuelas rusas), o como interrupción sistemática de la enseñanza (las continuas sirenas antimisiles hacen que los niños tengan que refugiarse o quedarse en casa). Victoria Amelina, novelista y escritora de libros para niños, asesinada el 1 de julio del año pasado, a la edad de 37 años, lo explica mejor: “Yo no escribo poesía/ Soy novelista / Es sólo que la realidad de la guerra / Devora la puntuación / la coherencia del relato / La coherencia engullida / Como si la lengua estuviera / Desmantelada por un obús / Los escombros del lenguaje / Parecen poesía / Pero no lo son / Y esto tampoco es poesía / La poesía hace su trabajo voluntariamente en Járkov”.
El pasado jueves 23 de mayo, Rusia atacó en Járkov la imprenta Factor-Druk, que fue incendiada. Hubo siete muertos —cinco mujeres— y 16 heridos. Personas y libros. En Factor-Druk se imprimen libros de casi todas las editoriales ucranianas. Es una muestra más del genocidio cultural que Rusia está llevando a cabo. Entonces pienso que, lo primero que hice al cruzar la frontera en una línea infinita de coches, fue pedir una canción ucrania. Una música y una letra de Ucrania. No sabía por qué. A las horas lo entendí. Es algo que se siente, la saña contra el alma de un pueblo, más allá de los cuerpos diseminados, o de ese hospital de maternidad destruído a un lado de la carretera, aquel coche carbonizado al otro lado. Civiles. Bebés. Madres que piden que las maten porque sienten que sus niños ya no se mueven en su vientre. O de esos otros jóvenes amputados que tratan de recuperarse para volver al frente de manera voluntaria, con prótesis en piernas o brazos. Y es que en Ucrania la gente se acaba. Se acaba como la harina en tiempos de hambre. En el centro de rehabilitación Superhumans, en la ciudad de Lviv, veo cómo estos hombres amputados se esfuerzan en saltar obstáculos de goma con muletas, levantar pesas con el brazo que les queda, hacer planchas abdominales sin una pierna. La recuperación física urge. La psicológica, me temo, no llegará nunca. No quiero hacer fotos, pero ellos me las piden. Me piden que documente esas partes que ya no tienen. Y, de nuevo, la importancia de la identidad: las prótesis llevan integradas los tatuajes que solían tener. Es vital para estas personas. En Ucrania un tatuaje que se desdibuja sobre la carne de un miembro a muchos metros de su cuerpo, se ha convertido en otro signo más de consciencia cultural. Un tatuaje es la grapa que une la pierna al cuerpo por medio de esos símbolos culturales y personales que intentan aniquilar. Un tatuaje es un monumento de importancia histórica. Un día llegó al centro un hombre con un dedo amputado. Un dedo. Nadie entendía su drama. ¿Cómo podría un hombre con los cuatro miembros amputados entender la pérdida de un sólo dedo? Finalmente respondió que no era sólo un dedo. Llamó a la puerta después de haber perdido a todos los miembros de su familia, padres, mujer, hijos. No sé cuántos dedos, y brazos y piernas y corazones sumarán la pérdida de todas esas personas que componían su cuerpo verdadero. A veces, las cosas no son lo que parecen. Detrás de un dedo cercenado puede erigirse la extinción insoportable de todas las personas que has amado en la vida. No somos piernas o brazos, somos el amor que nos has criado y sustenta. A quien se lo arrebatan, le amputan su historia. No hay prótesis para la historia aniquilada.
Tomo un café con la poeta ucrania Kateryna Mikhalitsyna. Me muestra fotos de los símbolos destruídos en Járkov. No de los muertos. Leo algunos de sus versos: “El pez dice: hay tantos muertos aquí/ Que el mar resultará demasiado pequeño/ Para contenerlos a todos”. En el poema, no hablan los asesinados, no hablan los vivos, habla un pez, porque ya sabemos que los peces no hablan, ni podrán conservar en su memoria qué significa nacer en un país que intenta resistir con escasos medios contra su borradura global.
Volodímir Yermolenko, filósofo, periodista, escritor, y director de PEN Ukraine, nos invita a una conferencia. En las paredes de la sala hay fotografías realizadas por Maksim Krivtsov, asesinado en Járkov a la edad de 33 años. Aparte de fotógrafo, acababa de publicar su primer libro de poemas. Estaba contento. Y pienso: las letras ucranias tienen que ser traducidas a todos los idiomas. Las letras ucranias no se pueden perder, y es que son sustituidas sistemáticamente por el idioma ruso cuando los invasores ocupan un nuevo territorio. Se prohíbe hablar ucranio. Y pienso: nunca querré que me traduzcan al ruso. Y: por qué tengo que pensar esto. Y: hay rusos que se oponen a la invasión. Y: claro que los hay.
Alguien le propone a Henry otra entrevista. Una más de las que salen cada día, son periodistas que le preguntan como si le abrazaran. Las entrevistas que le hacen a Marsh no son usuales, tienen tanto contenido intelectual como emocional. Nos cuentan una historia del hombre que ha solicitado la entrevista: cuando recientemente el documental ucranio 20 días en Mariúpul ganó el Óscar, Serhii Tiupa, que durante la ceremonia traducía de manera simultánea las palabras del director del documental, Mstyslav Chernov, se puso a llorar mientras traducía. Serhii, un hombre de mi edad, alto, fuerte, profesional, no lo pudo evitar. Dónde estarán esas lágrimas. Ya secas. Ya perdidas. Efímeras, pero renovadas día a día. Eso es lo que el expansionismo ruso intenta aniquilar. No sólo al hombre, sino su llanto, la sal que requiere el correcto funcionamiento de sus músculos y sus nervios. Asisto a la extracción de un meningioma, una operación que dura nueve horas, a cargo del doctor Andrii Myzak. El día anterior he visto al paciente, a quien Marsh le pregunta si tiene alguna duda. El hombre, de unos cuarenta años, ese hombre al que se le ha informado que, entre todas las posibilidades, existe la de morir en el quirófano, le responde que sí tiene una duda: “¿Me puede firmar sus libros?”. Es todo lo que tiene que preguntar: de nuevo, la importancia del no-cuerpo cultural. Cuando le veo en el quirófano, anestesiado, bocabajo, con una parte del cráneo retirada, admiro su entereza del día anterior. Huele a hueso, huele a sangre, huele a vida. A esperanza. En un momento dado, una vena se rompe, todo ese hueco en el que antes de veían las meninges, las circunvoluciones del cerebro, se inunda de sangre, que también cae sobre los pies del cirujano. Una enfermera se afana en limpiar el suelo para que el doctor no se resbale. Pero es un charco grande. En realidad, no lo pienso, simplemente me pongo a limpiar con ella, que me mira con los ojos muy abiertos sobre la mascarilla. Luego me doy cuenta de que no llevo guantes. La hemorragia se contiene en cuestión de segundos, al parecer ni siquiera ha sido grave. Al día siguiente el doctor Marsh y el doctor Myzak visitan al paciente. Todo ha salido bien, no sólo la operación: el doctor Marsh ya le ha firmado sus libros. El mismo día por la noche, todo se apaga, de repente. Y todo queda en silencio. Ni siquiera suenan las alarmas antimisiles, ese sonido aterrador. Dicen que así empieza una guerra, o una explosión inminente, por el silencio. Pregunto qué debo hacer. Me responden: ir a una parada de metro cercana, que funciona como refugio, o meterme en la bañera, el lugar más seguro dentro de la vivienda. Elijo la segunda opción. Aún está mojada por la última ducha de ayer. El agua salía marrón, no me pregunté por qué. La oscuridad repentina no me resulta conocida, es negrura, no hay un atisbo de un matiz que se aleje del negro radical. ¿Es que ya no hay estrellas?, ¿No hay luna? Pienso en los misiles, los misiles pueden traer la destructora iluminación. Pero el misil cae a algunos kilómetros. Vuelve la luz. Regreso a la cama. Otra vez es de día. Salgo. Caminando por la ciudad, encuentro la hebilla de un cinturón. Sólo la hebilla. Carbonizada. La recojo. La beso sin escrúpulos. Me la guardo. Pregunto si eso se considera espolio, o si es una falta de respeto. Me responden que no. Dónde estará su soldado. Aunque esto no lo pregunto. Es la ausencia sobre la que ya me voy acostumbrando a no preguntar. Ucrania trata de resistir y en esa resistencia está el futuro de Europa. Aunque sólo sea por contener la guerra antes de que nos caiga encima: ayuden a Ucrania. Ahora. Dentro de tres días, o de una semana, podría ser tarde. La guerra no se entiende si no se ve, pero cuando se ve, se ve también la realidad de uno mismo, hasta lo más íntimo. Conocer Ucrania en guerra es lo mejor y lo peor que me ha pasado en la vida. Conocer la resistencia y la dignidad del pueblo ucranio, ha sido una bendición. Lo ilusorio en los países donde la vida transcurre con aparente y frágil normalidad, es la paz. Esta paz no es real. Antes de llegar a Ucrania tenía miedo de entrar, luego, tuve miedo de salir. La guerra, la invasión, es atroz. El desinterés por ella, también lo es.
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