Perros

Saber cuándo sonreír es un arte no más fácil que saber cuándo dejar de hacerlo

Un hombre pasea con dos perros por un parque de Barcelona.Albert Garcia

Hace unos días, un hombre se cruzó con un amigo en la calle de Eduardo Dato de Madrid. Conversaron unos minutos y al despedirse, el hombre lo hizo con una sonrisa mientras se giraba para seguir su camino. Soy un gran observador de los comportamientos sociales, y este es uno de mis preferidos: el momento en que uno se da la vuelta sonriendo tras despedirse de alguien, y durante unos segundos mantiene esa sonrisa ya solo.

Ahora no le está sonriendo a nadie, es la resaca de una sonrisa anterior que no tiene destinatario. Tiene que hacer un esfuerzo leve, que es el dejar de sonreír: recomp...

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Hace unos días, un hombre se cruzó con un amigo en la calle de Eduardo Dato de Madrid. Conversaron unos minutos y al despedirse, el hombre lo hizo con una sonrisa mientras se giraba para seguir su camino. Soy un gran observador de los comportamientos sociales, y este es uno de mis preferidos: el momento en que uno se da la vuelta sonriendo tras despedirse de alguien, y durante unos segundos mantiene esa sonrisa ya solo.

Ahora no le está sonriendo a nadie, es la resaca de una sonrisa anterior que no tiene destinatario. Tiene que hacer un esfuerzo leve, que es el dejar de sonreír: recomponer poco a poco la cara, seguir su camino con el mismo gesto que tenía antes de encontrarse a su amigo; no puede hacerlo bruscamente, pues parecería que el encuentro no le ha hecho ninguna gracia y la sonrisa podría parecer hipócrita.

Ese tiempo mínimo es un prodigio de una arquitectura social fascinante. Se roza el ridículo (¿qué hace ese hombre sonriendo solo?) en nombre de una cortesía que solo concierne ya a uno mismo, pues su interlocutor no está mirando: eres tú y el eco de un encuentro; es tu cara obedeciendo a un convencionalismo de difícil manejo que la evolución ha convertido en algo natural.

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Hay quien lo hace con soltura, hay quien aguanta con esa sonrisa quizá en señal de respeto, quizá porque mantiene en la memoria unos segundos la felicidad del encuentro, quizá porque no encuentra el modo amable de dejar de sonreír. Saber cuándo sonreír es un arte no más fácil que saber cuándo dejar de hacerlo. Pocos manejan el arte de la sonrisa como los dueños de los perros.

Cuando sus perros se saludan o juegan entre ellos, sus dueños se cruzan sonrisas que son arte mayor: un gesto apenas perceptible, a menudo solamente con los ojos; una amabilidad espontánea que no necesita lenguaje porque son sus animales los que hablan entre ellos. Me pregunto cómo sería de llevarse mal entre ellos, los dueños, si sus perros se buscan para jugar y correr juntos, qué corriente de afecto imprevisible se levantaría a su pesar. Si se despedirían secos, y al girarse, cuando el otro ya no los ve, sonreirían por fin.

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