La UE le propina un trago amargo a Putin y Orbán
El nuevo apoyo a Ucrania es una excelente medida, pero el nacionalpopulismo sigue al acecho y puede aprovechar bolsas de descontento social para frenar o revertir la integración europea
Euroescépticos de distinto pelaje y enemigos de la UE han tenido que tragarse esta semana, otra vez, un erizo con púas de aguda decepción. Desde aquellos que auguraban que el euro no llegaría a la edad adulta hasta los que pensaban que el proyecto comunitario se resquebrajaría en un sálvese quien pueda pandémico, la lista de logros que desmienten la idea de que la UE no puede ser un actor funcional y sólido en el mundo moderno es larga. Esta semana se añadió a los hitos la aprobación por unanimidad de un paquete de ayuda financiera a Ucrania por valor de 50.000 millones de euros en un marco cuatrienal. Una excelente y fundamental demostración de compromiso con la nación brutalmente invadida por Rusia, que refuerza su capacidad de resistir, mientras Estados Unidos sigue sin dar un paso parecido, paralizado en el fango del politiqueo practicado por los republicanos. Da cierta satisfacción pensar en cómo regresó a casa tras el acuerdo Viktor Orbán, el primer ministro húngaro que trató de obstaculizarlo todo lo que pudo. Más satisfacción da pensar cómo se habrá recibido la noticia en el Kremlin.
La UE ha manejado con apreciable unidad y eficacia tres grandes crisis de la última década: la gestión del Brexit, la pandemia y la invasión a gran escala de Ucrania. Por supuesto, hay graves suspensos y agujeros negros en otros aspectos, desde el menor crecimiento y falta de competitividad con EE UU y China hasta una política migratoria de vallas y rebotes con pocas contemplaciones, desde la incapacidad de hacer crecer gigantes tecnológicos hasta la lamentable reacción a los primeros abusos de Putin en Ucrania o a la brutal respuesta de Israel al ataque de Hamás. Pero su nota en esos tres grandes frentes recientes es un aprobado. Hoy Orbán se fue a su casa derrotado. De entrada, parece que sin extraer grandes concesiones, aunque los balances definitivos es mejor hacerlos con tiempo.
Todo ello no excluye que los retos por delante sean formidables y que nada garantiza que la UE no salga malherida, incluso que pueda involucionar. Precisamente el nacionalpopulismo del que Orbán es una bandera es el grand desafío. Un sondeo publicado recientemente por el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores apunta, de cara a las europeas de junio, a un fuerte auge de la derecha extrema. Según esa proyección, la suma de PPE y agrupaciones ultras se queda a un soplo de la mayoría absoluta (356 de 720). ¿Tendrá el PPE, o incluso los liberales, la tentación de romper la tradicional mayoría europeísta y pactar cosas con los ultras? Ya hemos tenido algunos ejemplos de ello en la actual legislatura, precisamente en materia medioambiental. Esto abriría la puerta a un camino involutivo de la UE en varios apartados. Por eso la protesta de los tractores que brota en varios países europeos es políticamente importante. No representa a un sector ni demográfica ni económicamente de gran peso, pero el apadrinamiento de la ultraderecha y el entronque con ciertos presuntos valores tradicionales y conservadores es una mezcla que le otorga más peso político de lo que tendría de por sí.
Estamos, aquí, ante otro de los diferentes segmentos de malestar social que políticos como Orbán o Abascal quieren cabalgar. Conviene recordar que las clases sociales perdedoras de la globalización, los trabajadores que en Occidente perdieron sus empleos industriales, por ejemplo, han sido grandes caldos de cultivo de fenómenos como Trump, el Brexit o Le Pen. Hoy, en el campo se gesta una nueva bolsa de descontento. No es la única. Habrá que estar muy pendiente de otra que se irá inflando en los próximos años: los afectados por la irrupción de la inteligencia artificial generativa. El FMI, no un sindicato hiperprogresista, calcula que un 60% de los empleos de las economías avanzadas se verá afectado por esa irrupción. Una mitad de ellos, en términos adversos. Se van a llenar ahí grandes tanques de gasolina de descontento con el sistema que es siempre, con más o menos razón, el destinatario sin matices de la ira. Los populistas incendiarios ya se frotan las manos.
Los demás -a nivel europeo y en los niveles nacionales- deberíamos arremangarnos y abordar con suma atención estos problemas para hallar equilibrios inteligentes entre, por un lado, objetivos irrenunciables como la lucha contra el cambio climático o el estímulo a la innovación tecnológica, y, por el otro, el diseño de esquemas de protección para los auténticos damnificados por estas transiciones. No es justo y no es inteligente dejar a muchas personas abandonadas en la adversidad de grandes transiciones, como ocurrió con efectos colaterales de la globalización sumados a la desprotección postcrisis de 2008.
La protesta de los tractores ha puesto con vigor sobre la mesa la cuestión agraria. Pero mucho más complicada, por transversal, será la de la revolución de la IA. Habría que ponerse ya manos a la obra para abordarla de forma holística —desde sistemas educativos a mercados laborales—, para estimular lo mejor y atenuar lo peor de ella. Pero la fragmentación, la polarización, el secuestro de la agenda por parte de asuntos de importancia menor e incluso la triste y esperpéntica parálisis que sufren a menudo nuestras democracias dificultan el camino. Ojalá logremos colocarles otros erizos en el plato a quienes desean una UE débil, democracias débiles.
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